domingo, 23 de agosto de 2020

Tenemos que quitarnos la careta que nos ponemos para dar una apariencia y mostrarnos tal como creemos y vivimos aunque resultemos incómodos para los demás

 

Tenemos que quitarnos la careta que nos ponemos para dar una apariencia y mostrarnos tal como creemos y vivimos aunque resultemos incómodos para los demás

Isaías 22, 19-23; Sal 137; Romanos 11, 33-36; Mateo 16, 13-20

¿Qué me puedes decir de tu fe? Imaginemos que nos cruzamos con alguien por la calle, se detiene y nos hace detenernos y a boca jarro nos lanza esa pregunta. ¿Cómo responderíamos?

Hace unas semanas participando en la Eucaristía del domingo en mi parroquia, el sacerdote que recién había tomado posesión de la parroquia y un poco queriendo decirnos también cómo sería su estilo al hablarnos en la celebración nos decía que a él le gustaba lanzar preguntas a la gente, como para que la gente participara de forma directa en la reflexión ofreciendo su propias respuestas y pareceres; y os digo que noté en mi entorno una como cierta inquietud por las preguntas que pudiera hacernos el sacerdote y si estaríamos o no a la altura para responder.

Y es que decimos que tenemos mucha fe, no dejamos de participar en la eucaristía dominical, incluso muchas veces tenemos más compromisos en la comunidad, pero eso de hablar de una forma personal de lo que es mi fe, como que nos da miedo, como que no sabemos que responder, como que pensamos que no estamos a la altura y entonces preferimos callarnos.

Pues ese es el interrogante que hoy nos plantea la Palabra de Dios en este texto del evangelio. Porque la pregunta no es solo para lo que pudieran responder los discípulos en aquella ocasión, sino para que seamos cada uno los que tratemos de dar una respuesta no convincente por las razones doctrinales que sustenten esa respuesta, sino por vida desde la que demos esa respuesta.

Y lo estamos de alguna manera diciendo y lo hemos escuchado al proclamársenos el evangelio o leído por nosotros mismos. Jesús nos hace una encuesta. Una doble pregunta. Primero qué dice la gente, luego lo que ellos de manera concreta piensan de Jesús. La primera fácil de responder. Había mucha gente entusiasmada siguiendo a Jesús por todas partes, secándole y acudiendo a El con sus enfermos y con sus necesidades y a todas iba dando respuesta Jesús. Ya lo habían dicho ‘Dios ha visitado a su pueblo’; normal era que pensaran que era un profeta, y hacían sus comparaciones, Elías el gran profeta de la antigüedad, Juan el Bautista más reciente. La respuesta estaba dada.

La respuesta que nosotros diéramos a esa pregunta en estos tiempos tendría una variedad muy grande; un gran hombre de la historia, un revolucionario en su tiempo que sus palabras estaban ahí pero sus seguidores ya no tenían quizá el mismo empuje; un personaje de otro tiempo, que hoy ya dice poco; alguien que cambio la historia e incluso su nacimiento ha marcado la medida de los tiempos. Estarían las respuestas de los que siguen sintiendo admiración por Jesús, las respuestas de los que pasan de la historia y de la religión, las respuestas de los que de alguna manera ponen su fe en El, pero no terminan quizá de verlo claro. Es la realidad, no nos asustemos por su crudeza. Hoy no todos admiran a Jesús de la misma manera.

Pero como hemos visto en el evangelio Jesús quiere algo más concreto. ‘Y vosotros ¿quién decís que soy yo?’ ¿Se haría un silencio embarazoso? ¿Quedarían desconcertados sin saber que responder? ¿Tendrían miedo a unas respuestas que los comprometieron, viendo además como se estaban poniendo las cosas en aquellos que querían quitarlo de en medio? ¿Habría alguien que se atreviera a dar una respuesta valiente, pero no de catecismo, no algo aprendido de memoria, sino que saliera del corazón?

Allí estaba Pedro el que siempre se adelantaba a tomar la palabra, a tener la iniciativa, el que parecía que había ido perdiendo los miedos como cuando lo del lago  - claro que un día los miedos volverían y le traicionarían -, el que se atreviera a hablar más claramente. ‘Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo’. Ahí estaban las palabras valientes de Pedro, su respuesta clara y decidida. ¿Era en verdad su fe o solamente se estaba dejando llevar del entusiasmo por el amor que sentía por Jesús como cuando le diría un día que estaría dispuesto a dar la vida por El?

Era algo que le estaba saliendo del corazón. Era, es cierto, algo que quería convertir en su vida aunque sabía que le costaba. Era algo que había sido capaz de decir porque el Padre del cielo estaba hablándole en su corazón. Así se lo diría Jesús. No sabes eso por ti mismo, no hablas así porque estés totalmente convencido que las dudas siguen estando dentro de ti, eres capaz de decir esas cosas tan certeras porque el Padre del cielo te está hablando en tu corazón. Y Pedro se había dejado conducir por el Espíritu divino que lo inspiraba. Y allí, podemos decir, que estaba reflejado todo lo que era su vida.

Pero la pregunta viene para nosotros también. ¿Nos quedaremos en un silencio embarazoso o acaso cobarde? ¿Seguirán habiendo miedos en el corazón buscando palabras con las que responder para no salirnos del catecismo, para no salirnos de lo que consideramos que es lo correcto? ¿Nos moveremos inquietos en nuestro sitio como cuando aquel sacerdote nos decía que nos iba a hacer preguntas? Ante esa persona que se cruza con nosotros ¿qué seremos capaces de decirle?

Esa respuesta tenemos que darla desde la sinceridad de nuestra vida. Esa respuesta tiene que ser algo personal, muy personal porque tiene que ser lo que nos salga de lo más hondo del corazón, de aquello profundo que nosotros estamos viviendo. Aunque nuestra fe cristiana la vivimos en Iglesia, en comunión eclesial pero tiene que ser una respuesta personal; no nos vale decir ‘creemos’, sino ‘yo creo’, porque es lo que yo vivo, lo que es mi fe, lo que transmito con lo que hago, lo que son mis convicciones profundas, pero también lo que es la respuesta de amor que tenemos que dar.

Busquemos esa respuesta. Busquemos lo que es nuestra fe profunda. Expresemos valientemente lo que vivimos, porque ese testimonio coherente que demos será lo que convenza a los demás. Y no siempre somos del todo coherentes. No podemos andar a dos aguas; tenemos que quitarnos la careta que nos ponemos para dar una apariencia y tenemos que mostrarnos tal como creemos y vivimos aunque pueda ser que resultemos incómodos para los demás. Pero ése es nuestro testimonio.

1 comentario:

  1. El Señor es el Señor de los valientes. ¡Qué alegría habrá sentido Jesús cuando le respondió Pedro! Medito en ello, y me imagino que es una alegría intensa, tan hermosa. Gracias por escribir palabras que nos llevan a reflexionar. Bendito es el Señor que nos invita a aprender, a pensar, a amar.

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