martes, 17 de marzo de 2020

Seamos capaces de disfrutar del gozo de sentirnos amados y perdonados y entonces comenzaremos nosotros a ofrecer también ese amor y ese generoso perdón



Seamos capaces de disfrutar del gozo de sentirnos amados y perdonados y entonces comenzaremos nosotros a ofrecer también ese amor y ese generoso perdón

Daniel 3, 25. 34-43; Sal 24; Mateo 18, 21-35
‘Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?’ La pregunta de Pedro no es tan diferente de la que seguimos haciéndonos hoy. Y es que eso del perdón sigue atragantándosenos en nuestras vidas de cada día. Nos cuesta perdonar. Eso yo no se lo perdonaré jamás, escuchamos o decimos tantas veces.
Y es que miramos nuestra herida y nos parece que eso nunca tendrá curación. Nos sentimos frustrados porque quizá aquel gesto que nos ofendió, aquella palabra o aquello que alguien hizo nos vino de alguien a quien apreciábamos, de quien nos considerábamos amigos, que decíamos que lo llevábamos en el corazón, de quien menos lo esperábamos. Y no lo podemos olvidar porque nos sentimos heridos y tocó esas fibras íntimas de nuestro ser que nos recuerdan lo que nosotros hicimos por aquella persona, la confianza que le habíamos manifestado o tantas cosas que habíamos compartido. Y así  nos sentimos pagados. El dolor permanece dentro de nosotros, la herida y la cicatriz están ahí y nos estarán apareciendo continuamente en nuestra mente.
Y ¿es que había amor verdadero en aquella relación? Algo quizá en sus cimientos lo estaba socavando. ¿No hubo la suficiente confianza y sinceridad quizá? Por una parte o por la otra. ¿Había intereses en aquella relación que no terminábamos de manifestar claramente? Quizás se había endurecido el corazón, no habíamos hecho todo lo posible por hacer crecer la amistad en auténtica sinceridad, dábamos por hecho las cosas pero se había enfriado la amistad y habrían comenzado los distanciamientos. ¿Qué más podríamos haber hecho y no hicimos? Aparecen culpabilidades quizá y pudiera ser que no nos estuviéramos perdonando a nosotros mismos y ahora lo expresamos con esa reticencia que sentimos ante el desaire o la ofensa del otro. Porque algunas veces no perdonamos porque no nos perdonamos a nosotros mismos, porque no hemos terminado de saborear en el alma el gozo del perdón y de sentirse perdonado.
Será desde cosas así que nos han sucedido, o será en otras ocasiones la violencia que nos rodea que nos hirió de mil maneras. Pero cuesta rehacerse, cuesta volver a tener paz como si nada hubiera pasado, pesan tanto las cosas que no podemos o no queremos olvidar que son una loza encima nuestro que se hace insoportable y así reaccionamos; con nuestro negarnos al perdón pensamos que los castigamos por lo que nos han hecho, pero acaso tendríamos que pensar que al no perdonar los castigados somos nosotros mismos porque no buscamos curarnos esas heridas, porque una y otra vez nos las estamos repitiendo y se nos hace insoportable. Y como si fuera una defensa que más bien es un ataque que nos hacemos a nosotros mismos, nos negamos a buscar la paz para unos y otros y no dejamos entrar el perdón.
¿Dónde podemos encontrar la curación para todos esos tormentos? Porque al no perdonar el tormento lo tenemos también en nosotros mismos; siempre estaremos recordando lo que fue, lo que pudo haber sido, lo que ahora en nuestra rabia quizás de forma vengativa queremos para el que nos hizo un día daño. Es un torbellino de cosas que llevamos dentro y nos cuesta levantarnos. Cuántas veces tengo que perdonar, nos seguimos preguntando.
Pues, mira, tienes que ser capaz de ver cómo a ti te han perdonado; tienes que ser capaz de levantar los ojos para ver y para experimentar en tu corazón lo que ha sido la misericordia que han tenido contigo; tienes que ser capaz de mirar frente a frente a quien es infinito en su misericordia contigo; tienes que ser capaz de mirar frente a frente la cruz de Jesús y escuchar sus palabras, y comprender todo lo que es su amor, que si está colgado de ese madero es para enseñarte y decirte cuánto te ama, cuanto te ama Dios que nos entregó a su Hijo único hasta la muerte en cruz.
Miramos la cruz y comenzamos a comprender lo que es la misericordia; miramos la cruz y comenzamos a sanarnos por dentro y a sentir una nueva paz en la vida de la que ya no te querrías desprender. Y nos sentimos perdonados, porque allí está Jesús pidiendo el perdón para nosotros siendo capaces incluso de disculparnos; quizá podemos comenzar a descubrir lo que los otros sienten por dentro, lo que incluso aquel que se ofendió siente por dentro y tú sentirás deseos de ofrecerle la paz.
Aprenderemos a ser generosos en nuestro amor y tendremos una mirada nueva llena de comprensión y de misericordia para los demás. Sentiremos el gozo de sentirnos amados y perdonados y comenzaremos nosotros a ofrecer también ese amor y ese generoso perdón. Es que nos sentimos contagiados del amor y de la misericordia de Dios y queremos amar con su mismo amor y con su misma misericordia. Ya no necesitaremos preguntar hasta cuántas veces tengo que perdonar.

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