sábado, 14 de marzo de 2020

Miremos el amor del padre y aprendamos de su misericordia, de su paciencia, de la esperanza que nunca se agota ni se termina ansiando el abrazo del reencuentro



Miremos el amor del padre y aprendamos de su misericordia, de su paciencia, de la esperanza que nunca se agota ni se termina ansiando el abrazo del reencuentro

Miqueas 7, 14-15. 18-20; Sal 102; Lucas 15, 1-3. 11-32
‘Ese acoge a los pecadores y come con ellos’. Era la reacción de escribas y fariseos ante el nuevo estilo y sentido que Jesús quería ofrecer de la vida. A nadie rechazaba, a todos escuchaba, para todos era su amor y su cercanía. No importaba su condición pecadora, eran personas amadas de Dios aunque sus corazones estuvieran llenos de la negrura del pecado. No tenía en cuenta Jesús los prejuicios de la gente, las descalificaciones muchas veces gratuitas, miraba a la persona y su corazón y hasta allí quería ir a buscarlo. Pero no todos los entendían.
Estos primeros pensamientos ya tendrían que hacernos pensar cuando en la vida tan llenos de prejuicios vamos. También hacemos nuestras distinciones, vamos discriminando por una razón o por otra a aquellos que nos encontramos en el camino; muchas veces ni razones lógicas tenemos, pero se nos atraviesan las personas y no las dejamos pasar por nuestro corazón. Y vienen las descalificaciones. Porque un día hizo, porque un día dijo, porque un día quizá tuvo un mal momento, ya es suficiente para nosotros poner una marca.
Y para que aprendamos a superar esas cosas y tantas otras que se nos van metiendo en la vida Jesús nos habla de un padre lleno de amor y de misericordia, un padre que nos espera aunque nosotros nos hayamos marchado, un padre que nos viene a buscar cuando nosotros no queremos entrar, cuando ponemos barreras por medio y ya no sabemos mirar a los demás como hermanos. Es lo que nos enseña con la parábola que hoy nos propone el evangelio.
Creo que no es necesario entretenernos en hacer muchos comentarios, sino que la leamos una y otra vez pero nosotros poniéndonos en el lugar de los distintos personajes, del hijo menor y del hijo mayor, y también en el lugar del padre para que aprendamos a tener corazón. Mucho hincapié hacemos habitualmente cuando nos enfrentamos a estas palabras de Jesús en la marcha del hijo menor y el proceso de su regreso cuando no pensaba que el padre le estaba esperando. Claro que nos refleja que tantas veces nos hemos querido marchar para hacer nuestra vida a nuestra manera y hemos caído en las mismas negruras.
Pero es conveniente ponernos también en la piel del hijo mayor, de aquel que parecía que no había roto nunca un plato porque se había quedado en la casa, pero qué distante estaba. Distante del  hermano al que ni siquiera quiere reconocerlo como tal, pero distante también del padre contra el que tiene tantas recriminaciones. Cuantos muros y barreras había en su corazón. Cuantos muros y barreras ponemos en nuestro corazón.
Pero el personaje central como bien sabemos es el padre. El Padre que ve marchar al hijo y que sufre en silencio las distancias que ha puesto también el otro hijo. El padre que sufre en silencio, pero que está gritando de amor aunque los hijos no quieren oírle. El padre que espera a la puerta la vuelta del hijo para correr a su encuentro. El padre que busca al hijo que quizá se ha escondido en los rincones más recónditos de la casa  y no quiere salir para partir de la fiesta y de la alegría; claro cuando hay resentimientos en el corazón, cuando hay desconfianzas y malas miradas hacia los otros no puede haber alegría, no se puede celebrar fiesta verdadera aunque tantas veces nosotros lo disimulamos con risas y carcajadas aparentes pero muy vacías.
Miremos el amor del padre y aprendamos de su misericordia, de su paciencia, de la esperanza que nunca se agota ni se termina y seamos los hijos que ansiamos la vuelta para el encuentro con el abrazo del padre. Ya sabemos que se nos está hablando del amor de Dios.

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