sábado, 7 de marzo de 2020

Cuando ponemos en nuestra oración a aquel a quien hemos de amar cambian las perspectivas y comenzaremos a mirar con la mirada de Dios


Cuando ponemos en nuestra oración a aquel a quien hemos de amar cambian las perspectivas y comenzaremos a mirar con la mirada de Dios

Deuteronomio 26, 16-19; Sal 118; Mateo 5, 43-48
 “En el amor a Dios puede haber engaños. Puede alguien decir que ama a Dios cuando lo único que siente es un calorcillo que le gusta en su corazón. Puede alguien decir que ama a Dios y lo que ama es la tranquilidad espiritual que ese supuesto amor le da. Amar al prójimo, en cambio, no admite triquiñuelas: Se le ama o no se le ama. Se le sirve o se le utiliza. Se demuestra con obras o es sólo una palabra bonita”. Así escribía aquel gran sacerdote, escritor y periodista que fue José Luis Martín Descalzo. He querido traer aquí este testimonio citado por algún comentarista del texto del evangelio que  hoy nos ocupa, porque puede ser un buen punto de partida también para nuestra reflexión de hoy.
¿Qué buscamos en el amor de Dios? como nos dice el escritor  ¿un regustillo en el corazón que nos deja tranquilos, nos da alguna satisfacción pero no nos lleva a nada más? Cuando hablamos del amor, en este caso del amor de Dios y del amor al prójimo otros tienen que ser los andares, los sentimientos, las actitudes de nuestra vida; a otro compromiso nos llevan. Amar no pueden ser solo palabras; el amor tiene que manifestarse en algo más en lo que se tiene que implicar nuestra vida. Y hemos de reconocer que algunas veces nos cuesta amar.
Nos cuesta amar porque de alguna manera el que ama se despoja de mucho de sí mismo, porque no puede seguir en la misma comodidad de no hacer nada ni en la misma tranquilidad; amar se nos hace difícil porque tenemos que mirar de frente a aquel que hemos de amar, y mirándolo de frente algunas veces no nos gusta, no nos cae bien, vemos cosas que pudieran repugnarnos, hay cosas con las que incluso nos podemos sentir heridos.
No amamos solo al guapo de turno, ni amamos solo al que ya nos ama a nosotros y entonces de alguna manera parece que le debemos algo; no amamos como una deuda que hemos de saldar; amamos y el amor tiene que arrancar primero de nosotros aunque no encontremos reacción positiva ni respuesta; y es que hemos de amar incluso al que no nos ama o se pone en contra nuestra de alguna manera. Y eso no es fácil.
Por eso hoy Jesús nos hablará de forma clara y tajante de cómo ha de ser nuestro amor también al enemigo. ‘Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos’. En algo tenemos que diferenciarnos, nos dice, porque amar al que nos ama o hacer el bien al que nos hace el bien, lo hace cualquiera.
Estamos hablando de la dificultad que encontramos en nosotros mismos para amar al otro; decíamos que tenemos que mirarlo de frente aunque nos cueste, pero tenemos que mirarlo con los ojos del corazón. Los ojos del corazón cuando miran con sinceridad pueden ver las cosas desde otra perspectiva. Cuando miramos con los ojos del corazón nos estamos viendo también a nosotros mismos, y veremos nuestras debilidades y cuántas cosas también hay en nosotros que no son dignas del amor, pero sabemos que aún así Dios nos ama.
Siempre me ha gustado resaltar lo que nos dice Jesús y es que para amar a aquel que se considera un enemigo o que me haya hecho daño es necesario comenzar por rezar por él. Y es que cuando lo ponemos en nuestra oración ya comenzaremos a verlo de manera distinta, ya comenzaremos a verlo con la mirada de Dios. Cómo cambian las perspectivas cuando metemos la vida en nuestra oración, y es que entonces todo se verá iluminado con la luz de Dios. ‘Amad a vuestros enemigos, nos dice, y rezad por los que os persiguen’.

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