jueves, 16 de enero de 2020

Nuestros miedos y desconfianzas algunas veces van acompañados un poquito de nuestra soberbia, pero también de no creer en la bondad de las personas


Nuestros miedos y desconfianzas algunas veces van acompañados un poquito de nuestra soberbia, pero también de no creer en la bondad de las personas

1Samuel 4, 1-11; Sal 43; Marcos 1, 40-45
¿Pedir ayuda cuando estamos en necesidad? No es una cosa que sea fácil hacerlo. A una primera impresión no nos parece que esa sea la respuesta. Vemos a la gente pidiendo por nuestras calles o a las puertas de nuestras Iglesias o lugares públicos, quizá alguien nos toque a la puerta queriendo mover nuestro corazón a la compasión presentándonos sus necesidades, pero ¿acaso hemos pensado cómo se siente una persona en su interior cuando se ve en esa extrema necesidad de tener que acudir a alguien para que le preste ayuda? Aunque nos encontremos cosas de frescos o caraduras que tienen cara para todo y se valen de mil recursos para movernos a compasión, lo normal es que una persona se sienta muy mal en su interior, humillada interiormente cuando llega a tenernos que presentar su necesidad. Cuidado no juzguemos por la misma raya cuando veamos a alguien que nos pide ayuda.
Pensemos en nosotros mismos, cómo nos cuesta reconocer un problema que tengamos y cuanto nos cuesta dar el paso para pedir un consejo o una ayuda para tratar de resolver ese problema. Nos puede parecer que nos sentimos inferiores o que ese problema que tengamos marca de una manera especial nuestra vida y no queremos contar con nadie, que nadie sepa lo que nos pasa por dentro. Buscamos a alguien de gran confianza y a quien consideramos de mucha discreción para ir a contarle lo que nos pasa y aun así parece que hay aspectos que nos cuesta desvelar con mayor claridad. Nos lo comemos por dentro, lo sufrimos en nuestro interior pero nos cuesta reconocerlo y pedir una ayuda. Cuántas amarguras de este tipo se guardan en el corazón que al final hasta nos van agriando el carácter o la manera de relacionarnos con los demás. Claro que todos somos lo mismo y los hay que son mucho más reservados y otros que se sienten con la suficiente libertad y valentía para reconocer y para compartir.
Tener la lepra en Israel, y en general en todos los pueblos antiguos, era algo muy humillante. En Israel los leprosos eran considerados como unos malditos y unos impuros de manera que no les permitían convivir con los que estaban sanos, desgarrándolos de sus familias y de sus comunidades humanas para condenarlos a vivir en solitario o en lugares apartados a donde no les estaba permitido llegar los sanos, como ellos mismos no podían salir de aquellos lugares. La ley incluso les obligaba a ir gritando cuando se encontraran con alguien que eran impuros para prevenir cualquier tipo de contacto que les llevara al contagio.
Hoy el evangelio nos habla de un leproso que se presentó delante de Jesús. Se atrevió. Saltándose todas las normas y reglas llegó hasta los pies de Jesús, lo que no le estaba permitido. Pero dio el paso. Y su súplica es sencilla. Es humilde. ‘Si quieres, puedes limpiarme’. Reconoce su enfermedad, no lo oculta ni lo niega; reconoce que está yendo mucho más allá de lo que le permite la ley, pero siente la necesidad de la vida y de la curación; confía en Jesús; sabe que Jesús puede curarlo. Solo suplica con humildad dejándolo todo en las manos de Jesús. ‘Si quieres…’
¿Será también nuestro camino? ¿Será la forma de salir de nuestra cobardía cuando no queremos reconocer nuestra limitación, nuestro problema, nuestras carencias y nuestra necesidad? ¿Por qué no confiar en que alguien nos escuchará? ¿Por qué no dar por sentado también la bondad del corazón de los demás que algo harán, que alguna respuesta nos darán? Nuestros miedos y desconfianzas, algunas veces van acompañados un poquito de nuestra soberbia, pero también de no creer en la bondad de las personas. Ataduras que tenemos que romper, lepras del alma que tenemos que curar.

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