miércoles, 22 de enero de 2020

Dejémonos conducir por la sinceridad del amor y arranquémonos de falsedades e hipocresías, de nuestros silencios culpables y de nuestra inhumanidad


Dejémonos conducir por la sinceridad del amor y arranquémonos de falsedades e hipocresías, de nuestros silencios culpables y de nuestra inhumanidad

1Samuel 17, 32-51; Sal 143; Marcos 3, 1-6
Hay silencios en los que no se escuchan palabras pero pueden decir mucho. Alguna vez quizás nos ha pasado, no sabíamos qué decir, qué respuesta dar. Y no solo en la ignorancia de no saber una cosa, como el alumno que a la hora del examen se queda callado no da respuestas, porque no lo había estudiado, porque lo había olvidado quizás. Es otra cosa, no decimos nada porque no queremos comprometernos; no decimos nada porque quizá tememos la reacción de quien nos interroga o nos escucha; no decimos nada porque nos sentimos acobardados ante quienes nos apabullan con su palabrería y no sabemos como hacerles frente; no decimos nada porque los planteamientos que se están haciendo no nos convencen, pero no somos valientes para hablar, para expresar nuestra opinión aunque sea contraria, o para plantear nuestras dudas.
No se trata de ese silencio que buscamos para la reflexión, para encontrarnos a nosotros mismos en la soledad; no es el silencio donde nos planteamos grandes interrogantes en nuestro interior en nuestra búsqueda de la verdad; no es el silencio del respeto ante el maestro, ante el que sabe más que nosotros y no queremos ir con insolencia queriendo llevar la contraria sin razones. Hay muchas formas de hacer silencio, de callar, de mantener la boca cerrada desde nuestros intereses o nuestras cobardías. ¿Dónde está nuestra sinceridad? ¿Dónde está la madurez para saber responder sin insolencias pero también sin miedos? ¿Dónde ponemos los principios y los valores de nuestra vida?
Son los planteamientos que Jesús nos hace para nuestra vida. No siempre somos sinceros de verdad porque quizá queremos acomodarnos a las circunstancias, a los que nos rodean, a lo que puedan pensar los demás, como se dice ahora, lo que es lo políticamente correcto. Pero tiene que haber sinceridad en nuestra vida,  no podemos andar ocultando lo que de verdad pensamos, lo que son nuestros valores y nuestros principios.
El evangelio nos habla hoy de que al llegar Jesús a la sinagoga por allá andaban los de siempre al acecho para ver lo que hacía Jesús. Era sábado y allí había un hombre con un brazo paralítico. ¿Qué hará Jesús? ¿Lo curará a pesar de ser sábado? ¿Infringiría el descanso sabático para curar a aquel hombre?
‘¿Qué es lo que está permitido en sábado?’ les plantea Jesús. ‘¿Hacer lo bueno o lo malo? ¿Salvarle la vida a un hombre o dejarlo morir?’. Ellos estaban entendiendo bien por qué Jesús hacía esas preguntas. Podían haber hablado y enfrentarse a Jesús diciéndole que lo que hacía no estaba bien, pero entonces se enfrentarían a la gente que estaba contenta con lo que Jesús hacía y cómo curaba a los enfermos y a todos los que sufrían. Por eso optaron por el silencio. Un silencio que hablaba mucho de sus posturas internas, de la falsedad con que vivían sus vidas siendo tan leguleyos que no les importaba ser inhumanos con los hermanos.
‘Ellos callaban… y Jesús estaba dolido por la dureza de su corazón’, dice el evangelista. ¿Será duro también nuestro corazón? ¿Nos volveremos también inhumanos? ¿Nos dejaremos alguna vez conducir por la sinceridad del amor en nuestro actuar? ¿O seguiremos con nuestras falsedades e hipocresías, con nuestros silencios culpables o con nuestro escurrir el bulto para no complicarnos?      

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