jueves, 7 de noviembre de 2019

Ojalá supiéramos alegrarnos con las alegrías de los demás, sentir como nuestras las cosas aunque nos parezcan insignificantes que les suceden a los otros


Ojalá supiéramos alegrarnos con las alegrías de los demás, sentir como nuestras las cosas aunque nos parezcan insignificantes que les suceden a los otros

Romanos 14, 7- 12; Sal 26; Lucas 15, 1-10
Cuántas cosas bonitas se suceden continuamente en la vida y a las que quizá parece que no le damos importancia, pero que sin embargo van amasando la amistad, haciendo crecer la confianza y la convivencia, muestran la cercanía con que vivimos los unos con los otros y nos hace caminar con una alegría que no podemos describir pero que todos en esa bonita convivencia llevamos dentro.
Son esos momentos de placidez donde nos ponemos a charlar, a contar nuestras cosas, a compartir aquello bueno que nos va sucediendo, o son esos momentos en que corremos a contarle al vecino o al familiar más cercano aquello que nos ha sucedido y que no nos podemos aguantar dentro de nosotros sin compartirlo con los demás.
Son esos saludos al paso de la calle cuando nos encontramos con el amigo y nos detenemos para charlar, para interesarnos quizá simplemente por nuestra salud o cómo están las nuestros pero que, como decíamos, amasan nuestra amistad y hacen crecer el cariño que nos tenemos unos a otros.
Mirémoslo en positivo, que ya sé que alguien me va a decir que esos momentos son oportunos para la crítica y la murmuración, pero no tenemos que mirarlo siempre desde el lado oscuro, sino descubrir la luz que proyectamos con nuestra cercanía a los demás y con nuestro compartir; compartir no tiene que ser siempre cosas materiales, sino que compartir es esa conversación en la que charlamos de lo que llevamos dentro, de nuestras alegrías o de nuestras preocupaciones.
Me ha dado pie a esta consideración inicial, aunque nos pudiera parecer que no tiene mucho que ver con el evangelio que escuchamos hoy, en ese detalle del pastor que llama a los amigos para contarle lo que le ha sucedido, o la mujer que llama a las vecinas para compartir la alegría de la joya o moneda que se le había extraviado y al final la había encontrado. Compartían con los amigos, compartían con las vecinas sus alegrías, lo que eran los pequeños detalles de la vida. Ojalá supiéramos hacerlo para alegrarnos con las alegrías de los demás, para sentir como nuestras las cosas aunque nos parezcan insignificantes que les suceden a los otros.
Jesús utiliza esa experiencia humana para trascender a algo más grande que es la búsqueda de Dios que viene a nuestro encuentro cuando andamos perdidos y que nos quiere hacer participar de la alegría de su corazón. El gozo de Dios que es la expresión de su amor por nosotros y que buscará siempre que andemos por caminos de bien. Ese gozo de Dios que hemos de ir viviendo y experimentando también en todo lo que por nuestra parte sea un participar en el gozo de los que están a nuestro lado y en esos buenos deseos que siempre nos hemos de tener los unos a los otros.
Menos perdidos andaríamos por los caminos de la vida si supiéramos vivir esa cercanía con el hermano, con el que camina a nuestro lado, esa preocupación por sentir también como algo nuestro lo que le sucede al otro, ese por nuestra parte compartir también con el otro lo que son nuestras preocupaciones y nuestras alegrías; no andaríamos aislado como tantas veces nos sucede y cuando andamos aislados fácilmente podemos caer por muchas barranqueras de la vida y ya nos costará salir, arrancarnos de esas situaciones que nos hunden. Si viviéramos en esa cercanía de los uno con lo otros siempre vamos a encontrar esa mano amiga cuando caemos o siempre podemos ofrecer nuestra mano amiga cuando nos encontramos con algún caído en el camino de la vida.
Y esas actitudes son las alegrías del cielo. Ojalá supiéramos vivir esas actitudes bonitas de amistad y de cercanía con los que están a nuestro lado, que tantas veces olvidamos.

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