lunes, 21 de octubre de 2019

Nunca el valor del dinero esté por encima de aquellos valores que facilitan la armonía de las relaciones humanas y nos hacen verdaderamente felices


Nunca el valor del dinero esté por encima de aquellos valores que facilitan la armonía de las relaciones humanas y nos hacen verdaderamente felices

Romanos 4,20-25; Sal.: Lc. 1,69-75; Lucas 12,13-21
‘Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia…’ La historia es antigua y es actual. Era habitual que los que andaban en litigios acudieran a los rabinos para encontrar solución a sus problemas o hicieran de intermediarios y ahora viene uno hasta Jesús con un problema de herencias con un familiar.
Pero siguen sucediendo casos así en todos los tiempos y en nuestra época. ¿Quién no conoce algún caso, o quizás muchos, de discordias familiares a causa de las herencias dejadas por sus padres? Había armonía en la familia hasta que se metió por medio el tema del dinero, de las propiedades o de las herencias. ¿Es posible que estos asuntos tan materiales estén por encima de una armonía familiar hasta el punto que surjan rupturas y desavenencias que llegan en ocasiones hasta el odio entre antes se amaban?
Son las ambiciones que aparecen en el corazón humano por el deseo propiedades o riquezas, la ambición del dinero por decirlo de una manera fácil. Tenemos esa apetencia de la propiedad, esto es mío, esto es para mí, esto no me lo quita nadie, mío, mío, mío… Aunque en nuestra razón a la hora de principios tengamos más o menos claro que no podemos ser ambiciosos ni egoístas sin embargo aparecen en cualquier rincón del corazón esas apetencias y ambiciones que terminan por encerrarnos en nosotros mismos y romper incluso las buenas relaciones que tengamos con los demás.
A la petición que le hace aquel hombre a Jesús éste le responde: ‘Guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes’. ¿De qué depende nuestra vida? ¿Dónde ponemos su fundamento? La gente suele decir que el dinero no da felicidad pero ayuda a conseguirla. ¿Podemos contentarnos con una cosa así? ¿Dónde están las verdaderas relaciones humanas? Si ponemos como una condición que para poder ser felices necesitamos de la ayuda del dinero o de la riqueza, en algo muy pobre estamos poniendo la felicidad y esa felicidad pronto nos daremos cuenta que es caduca y fatua.
Tenemos que buscar unos valores que no tengan el brillo del oropel, que siempre será un brillo externo y superficial. Hemos de buscar valores que le den hondura a nuestra vida y que buscando unas relaciones de verdadera armonía porque seamos incluso capaces de perder para ver felices a los que están a nuestro lado será como sentiremos la hondura de la verdadera felicidad. Pongamos humanidad en nuestra vida, busquemos lo que sea verdaderamente el bien de la persona, sabremos ir viviendo en la armonía del compartir generoso, daremos importancia entonces a lo que es la verdad de la persona y estaremos obteniendo la mayor de las riquezas.
Si la posesión de unos bienes – volviendo de nuevo a lo que le planteaban a Jesús con el tema de las herencias – nos lleva a romper relaciones de amor y de amistad, a vivir con el corazón lleno de amargura y desconfianza y a hacérselo vivir también al otro, ¿merecerá la pena la posesión de esas riquezas? Vivir así rompiendo con todo el mundo, llenos de amarguras y resentimientos, ¿nos dará verdadera felicidad?
Termina Jesús recordándonos de qué nos vale la posesión de todas esas cosas que decimos que nos van a quitar toda preocupación cuando sabemos que un día moriremos y todo se quedará atrás, muchas veces quizá sin haberlas de verdad disfrutado.  ‘Dios le dijo: Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será? Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios’.

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