sábado, 23 de febrero de 2019

La experiencia del Tabor nos vale para llenarnos de Dios pero también para sentirnos impulsados para bajar de la montaña e ir al encuentro de nuestro mundo con una misión



La experiencia del Tabor nos vale para llenarnos de Dios pero también para sentirnos impulsados para bajar de la montaña e ir al encuentro de nuestro mundo con una misión

Hebreos 11,1-7; Sal 144; Marcos 9, 2-13

‘¡Qué bien se está aquí!’, fue la reacción de Pedro ante lo que estaba contemplando y ya quería quedarse allí para siempre y pensado estaba como construir allí tres tiendas que les diesen cobijo permanente.
¡Qué bien se está aquí!, decimos tantas veces en la vida cuando nos sentimos a gusto, cuando la convivencia surge fácil, cuando las relaciones familiares son armoniosas, cuando la conversación es amena, cuando contemplamos un espectáculo maravilloso ya sea de la propia naturaleza o ya sea hecho por mano del hombre con su arte o con su bien hacer; una película que no queremos que se acabe, un viaje donde estamos disfrutando conociendo sitios, entrando en relación con nuevas personas, un tiempo lúdico o de juego donde a nosotros o a los nuestros todo le sale a pedir de boca.
Qué bien se está aquí y nos quedamos extasiados, contemplando sin que quizá nosotros tengamos que hacer algo por nuestra parte. Qué bien se está aquí y nos podemos sentir impulsados a actuar, a poner de nuestra parte para que aquello no se termine, o nos quedamos pasivamente disfrutando del momento sin querer volver a las cosas de cada día, porque sabemos que nos podemos encontrar dificultades y problemas. Actitudes positivas o actitudes pasivas que nos pueden llevar a una inactividad o a una huida del compromiso.
Y no era para menos la experiencia que Pedro, Santiago y Juan estaban viviendo en lo alto del monte. Jesús se los había llevado con El porque quería estar a solas para orar; solía irse al descampado, aprovechar la noche en ocasiones, en Jerusalén se recogía en la soledad y silencio del monte de los olivos, ahora se los había llevado a aquella montaña alta en medio de las llanuras y valles de Galilea para recogerse a solas en oración. Y había sucedido lo extraordinario, Jesús se transfiguró, su rostro resplandecía como el sol, sus vestidos eran de un blanco deslumbrador, y junto a Jesús aparecieron Moisés y Elías, imágenes de la Ley y los Profetas para el Antiguo Testamento que conversaban con Jesús.
En medio de todo aquel resplandor los tres discípulos contemplaban. Aquello no podía acabarse y es cuando Pedro, siempre impulsivo, toma la palabra. Pero una nube los envolvió, y se oyó la voz del cielo ‘Este es mi Hijo amado, escuchadle’, y cayeron de bruces ante la impresión de lo que sucedía.
Cuando salen de su letargo allí estaba Jesús solo. ¿Había sido un sueño? ¿Había sido una visión celestial? Jesús solo les dice que hay que volver a la llanura, que allí no se pueden quedar para siempre, que de aquello no hablen a nadie hasta que resucite de entre los muertos. No terminan de entender lo que Jesús les dice, pero ellos hubieran querido quedarse allí para siempre contemplando aquello que les parecía la gloria, que era la gloria como el mismo Pedro más tarde reconocería en sus cartas.
Qué bien se estaba allí, pero había que bajar a la llanura porque había de seguir caminando; había que bajar a la llanura porque tendrían que llegar a Jerusalén que era el destino de Jesús; había que continuar el camino porque aquello que Jesús había anunciado y que tanto les costaba aceptar tendría que realizarse. El camino sería difícil, no solo porque costaba la subida a Jerusalén sino por todo lo que se iban a encontrar, todo lo que había de suceder.
Nos queremos quedar extasiados en la contemplación de la bueno. Claro que necesitamos esos momentos buenos, de experiencias vivas e intensas, en todos los sentidos de la vida. Necesitamos una fuerza y un estimulo para nuestro caminar y para nuestro luchar, para afrontar responsabilidades en la vida y para poder sentirnos enviados a una misión. Una madre que se siente arropada con el calor de los hijos, que contempla su avance en los caminos de la vida se siente con más coraje luego cuando vienen las dificultades o cuando a esos mismos hijexpe
os los ve tambalearse en los problemas o en tantas cosas que les envuelven en la vida; pero sigue creyendo en ellos porque ha visto y experimentado lo bueno de lo que son capaces, aunque ahora los vea titubeantes o envueltos en no sé que redes; pero tiene esperanza, siente coraje en su corazón. Podríamos pensar en muchos más ejemplos y situaciones.
Lo mismo nos sucede en el camino de la fe y de nuestra vida cristiana. Las experiencias hermosas que algunos momentos podamos haber vivido van a ser nuestra fuerza, para no quedarnos en el Tabor sino para bajar de la montaña y seguir en ese camino que algunas veces se nos pueda hacer duro o parecer tortuoso. Vivimos momentos tormentosos y también de confusión en el hoy de la Iglesia en su encuentro con el mundo. No podemos tener miedo, no podemos encerrarnos en huida, sino que tenemos que salir, ir al encuentro de nuestro mundo donde tenemos que hacer un anuncio y donde tenemos que vivir nuestro compromiso.
Mucho nos enseña la transfiguración del Tabor, nos vale para llenarnos de Dios pero para sentirnos más impulsados a ir al encuentro con los hermanos, al encuentro con nuestro mundo donde tenemos una misión.

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