lunes, 28 de enero de 2019

Nos conviene ser sinceros con nosotros mismos para que seamos capaces de ver lo turbio que se mete en nuestro corazón y que nos hace tener una mirada turbia a cuanto y cuantos nos rodean



Nos conviene ser sinceros con nosotros mismos para que seamos capaces de ver lo turbio que se mete en nuestro corazón y que nos hace tener una mirada turbia a cuanto y cuantos nos rodean

Hebreos 9,15.24-28; Sal 97; Marcos 3,22-30

Hemos de reconocer que muchas veces somos mal pensados y desconfiados y no sabemos apreciar bien lo bueno que hay en los demás. Desde nuestros orgullos que no soportan que otros puedan hacer el bien o incluso puedan ser mejores que nosotros somos capaces de ver una doble intención en lo que hacen los demás, cuando realmente esa mala intención está en nosotros. Nos cuesta reconocerlo, pero cuántos recelos se nos meten por dentro cuando vemos lo bueno de los demás. eso genera un mundo de desconfianzas y de luchas, donde terminaremos, si no paramos a tiempo, de querer destruir al otro con nuestros juicios y nuestras críticas que así son destructivas.
No tendremos paz en el corazón y cuando no tenemos paz en nuestro corazón todo serán guerras y batallas contra los demás en una espiral llena de violencias que algunas veces parece no tener fin. Puede parecer negativo este pensamiento con el que comienzo la reflexión del evangelio, pero nos conviene ser sinceros con nosotros mismos para que seamos capaces de ver eso turbio que se mete en nuestro corazón y que nos hará tener una mirada turbia a cuanto nos rodea. Es a lo que nos quiere ayudar el evangelio que hoy se  nos ofrece.
Jesús fue el que pasó haciendo el bien, como acertadamente Pedro proclamara un día en el anuncio del evangelio. Curaba a los enfermos, ponía paz en los corazones, despertaba esperanzas nuevas en la vida de los que lo rodeaban y escuchaban, iba liberando del mal a cuantos se acercaban a Él. Es lo que se nos quiere expresar cuando se nos habla de sus milagros y curaciones y cuando se mencionaba que expulsaba los espíritus inmundos de aquellos que estaban poseídos por el mal.
Su Palabra era una Palabra de paz y de esperanza que impulsaba a los corazones al bien. Pero no siempre era aceptada, no siempre era comprendida por quienes le escuchaban sobre todo si tenían el corazón lleno de maldad y de malicia, no se entendían los signos que realizaba con sus milagros y aunque la mayoría de la gente quedaba asombrada y alababa a Dios por cuanto Jesús hacia, sin embargo siempre habia algun receloso y desconfiado que era capaz de atribuir lo bueno que Jesús hacía al espíritu maligno.
Los escribas que habían bajado de Jerusalén decían: Tiene dentro a Belzebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios’. Allí asomaba la malicia y la desconfianza con unos razonamientos que no tienen sentido. Así quiere hacérselo ver Jesús, aunque en su cerrazón nunca comprenderán ni aceptarán sus palabras. Y Jesús les dice que eso es un grave pecado, atribuir al espíritu maligno lo que es obra del Espíritu de Dios. Un pecado imperdonable, les dice Jesús. Un pecado imperdonable, porque mientras el corazón no cambie sino que sigamos obcecados en nuestro mal no nos abrimos a la gracia de Dios, ese regalo de amor de Dios que es su perdón.
Cuando vamos con malicia por la vida vamos destruyéndonos a nosotros mismos, tenemos que reconocer. Nuestro mal destruye cuando nos rodea, hace daño a los que están a nuestro lado, impide que nuestro mundo pueda florecer con una vida nueva, pero es que los primeros destruidos somos nosotros mismos. Nos hacemos intratables, estamos haciendo siempre juicios inmisericordes contra los otros, endurecemos el corazón y ya no seremos capaces de amar ni de sentir el amor que los otros puedan ofrecernos.
Son los cambios de actitudes que tenemos que realizar desde el fondo del corazón. Es la conversión que nos pide el Señor, que como siempre hemos dicho no es solo hacer unos arreglitos en nuestra vida, sino darle la vuelta a la vida, darle la vuelta a nuestro corazón, a nuestras actitudes, a nuestra manera de ver y de sentir para llegar a ser de verdad ese hombre nuevo que Cristo quiere crear en nosotros.




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