sábado, 10 de noviembre de 2018

No vivimos ajenos a los problemas de cada día, no vivimos como en una nube en que no nos afectaran esas cosas incluso materiales en las que tenemos que manejarnos



No vivimos ajenos a los problemas de cada día, no vivimos como en una nube en que no nos afectaran esas cosas incluso materiales en las que tenemos que manejarnos

Filipenses 4,10-19; Sal 111; Lucas 16,9-15

‘Oyeron esto los fariseos… y se burlaban de El’. Se burlaban de Jesús porque a ellos muy amantes del dinero no les entraban en la cabeza yeron o   las recomendaciones que Jesús estaba haciendo del uso que debemos hacer de las cosas.
Pero eso de las burlas ya lo conocemos, quizá en carne propia. Son las burlas y sarcasmos del mundo que nos rodea cuando nosotros queremos presentar el mensaje evangélico, cuando quizá con nuestra vida y no solo con nuestras palabras estamos mostrando una nueva manera de vivir que no nos entienden. Se vive en nuestro entorno un mundo demasiado materializado, sin trascendencia, alejado de todo sentido espiritual, un mundo sin referencia a Dios y cuando nosotros manifestamos nuestra fe habrá quien nos diga que para qué sirve eso.
Quizás algunos respetuosamente sigan viviendo su vida y no les importe el sentido que nosotros queramos darle a la nuestra, pero bien sabemos que hay muchos que quieren desterrar toda referencia a lo sagrado, al sentido religioso, a lo que suene a cristiano, y si por ellos fuera destruirían todo vestigio o signo religioso que haya en nuestra sociedad. No es raro escuchar en estos que se presentan como los salvadores de la humanidad y que todo lo quieren cambiar sus complejos y sus odios con un afán muy destructivo que sería el camino por donde ellos quieren llevar a la sociedad. Nos cuesta en ocasiones mantenernos firmes en la proclamación de nuestra fe, porque hay muchos que lo quieren acallar, porque parece como si les molestara.
Jesús nos pide fidelidad al evangelio, al sentido de vida que El quiere trasmitirnos. Nos previene para que no descuidemos incluso aquellas cosas que nos pudieran parecer más pequeñas o quizá de segundo orden. Hoy nos habla Jesús de fidelidad en las cosas pequeñas y en consecuencia nos pide fidelidad en la buena administración incluso de esas cosas materiales de las que nos valemos en la vida como sea el dinero. ‘El que es de fiar en lo menudo también en lo importante es de fiar; el que no es honrado en lo menudo tampoco en lo importante es honrado. Si no fuisteis de fiar en el injusto dinero, ¿quién os confiará lo que vale de veras?’, nos dice el Señor hoy.
Y es que así tenemos que presentarnos ante nuestro mundo. No vivimos ajenos a los problemas de cada día, no vivimos como en una nube en que no nos afectaran esas cosas incluso materiales en las que tenemos que manejarnos. Demasiado ya quieren decirnos que la religión nos adormece – el opio del pueblo, fue una frase muy socorrida – pero nosotros con nuestro compromiso y la seriedad con que vivimos los problemas de cada día hemos de manifestar, que precisamente desde Dios, desde esa fe que tenemos en Dios más responsables nos sentimos de este mundo que está en nuestras manos y al que tenemos que contribuir en hacer mejor cada día.
Habrá quien no nos entienda, pero nosotros tenemos que proclamar claramente el mensaje. El mundo necesita luz y nosotros con nuestra vida tenemos que trasmitir esa luz de Jesús y de su evangelio. No nos cansemos. No temamos las burlas y los sarcasmos que podamos encontrar. Sintámonos seguros de nuestra fe y de nuestro ideal. Jesús está a nuestro lado.


viernes, 9 de noviembre de 2018

La imagen de la Iglesia ha de ser siempre la de la unidad y la comunión porque nuestro distintivo es el amor




La imagen de la Iglesia ha de ser siempre la de la unidad y la comunión porque nuestro distintivo es el amor

Ezequiel 47,1-2.8-9.12; Sal 45; 1Corintios 3,9-11.16-17; Juan 2,13-22

‘Sois edificio de Dios… mire cada uno como construye… Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo…’ Así nos lo recordaba el apóstol san Pablo en la carta a los Corintios. Y nos propone la liturgia este texto  en el día en que estamos celebrando la Dedicación de la Basílica de san Juan de Letrán que es la Catedral de Roma.
Es importante la celebración de esta fiesta litúrgica. San Juan de Letrán es, como decíamos, la Catedral de Roma, la Sede del Obispo de Roma, es decir, del Papa. Aclarar para quien tenga confusión que aunque veamos al Papa en el Vaticano y las grandes celebraciones tengan lugar en la Basílica de san Pedro o en su plaza de todos tan conocida, la catedral, la sede del Papa, del Obispo de Roma esa san Juan de Letrán. También durante siglos el Papa vivió en los palacios lateranenses que están junto a esta basílica-catedral, aunque por razones históricas en las que ahora no vamos a entrar fue el Vaticano la residencia del papa y de toda la organización de la Iglesia Católica.
Un momento esta celebración para vivir en toda profundidad, por la comunión con el Papa, todo el sentido eclesial de nuestra fe. Somos la Iglesia de Cristo y en comunión eclesial hemos de vivir todos los que creemos en Jesús porque así lo quiso Jesús, así nos constituyó en familia y comunidad, y es algo que dimana desde lo más profundo de nuestra fe y del sentido y espíritu del Evangelio.
Pero muchas mas reflexiones podríamos y tendríamos que hacernos hoy al albur de los textos del Evangelio y de toda la Palabra de Dios que nos ofrece la liturgia de este día. Sírvanos de referencia el texto mencionado al comienzo de esta reflexión. ‘Sois edificio de Dios…’ Demasiadas veces cuando hacemos referencia a la Iglesia nos quedamos en los edificios de nuestros templos. Por analogía nos referimos a ellos llamándolos iglesias, por cuanto que en ellos se reúne la Iglesia, la asamblea de los hijos de Dios para las celebraciones de los sacramentos y la escucha de la Palabra.
Pero el verdadero edificio somos nosotros. A ello es lo que se refiere el apóstol. Por eso nos advierte de cómo lo edificamos, igual que cuidaríamos la construcción de un edificio material. No lo hacemos de cualquier manera, no empleamos cualquier elemento para su construcción, no ponemos cualquier cimiento, pues es fundamental para la sustentación del edificio. Y nos recuerda el apóstol que nuestro cimiento es Cristo; no podemos poner otro, porque estaríamos desvirtuando nuestra vida misma. ‘¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?’, nos dice a continuación.
Hablamos, pues, pues de ese templo de Dios que somos nosotros, hablamos de ese edificio de Dios que constituimos todos los que formamos la Iglesia. Es importante considerar bien esto. Es muy importante tenerlo en cuenta para la manera de vivir nuestra fe. El edificio es uno aunque esta formado por muchos elementos. Ese edificio del pueblo de Dios es uno, aunque seamos muchos los que lo constituyamos. Pero ha de estar bien conjuntado ese edificio; tenemos que estar en verdadera comunión todos los que formamos el edificio que es la Iglesia.
Qué importante la unidad y qué importante la comunión que tiene que haber entre todos nosotros. Es la comunión del amor, ya que éste es el único mandamiento de Jesús y que tiene que convertirse en nuestro distintivo. ¿Será en verdad el distintivo de la Iglesia, de nuestras comunidades, de nuestras parroquias, de nuestros grupos cristianos la comunión en el amor?
Mucho tendríamos que concluir de esta pregunta y de este planteamiento. Es algo que personalmente tenemos que revisar si nos sentimos en verdadera comunión los unos con los otros los que formamos la misma comunidad que es la Iglesia. Es algo que la Iglesia como comunidad se tiene que estar revisando siempre para que demos en verdad esa imagen, distintivo de nuestro ser, y principal y gran motivo para que el mundo crea en el mensaje que tratamos de trasmitir.
En muchas cosas muy concretas y muy prácticas tendríamos que revisarnos. Cuántas cosas tendríamos que purificar en nuestra vida y en la vida de la Iglesia, siguiendo la imagen que nos ofrece hoy Jesús en el evangelio cuando trata de purificar aquel templo de Jerusalén que lo habían convertido de una casa de oración en una cueva de ladrones.

jueves, 8 de noviembre de 2018

Es el Señor que sale a nuestro encuentro allá en los barrancos de la vida donde tantas veces nos podemos encontrar


Es el Señor que sale a nuestro encuentro allá en los barrancos de la vida donde tantas veces nos podemos encontrar

Fílipenses 3,3-8ª; Sal 104; Lucas 15,1-10

Es muy bucólica la imagen del pastor con la oveja sobre sus hombros al encuentro de nuevo con el rebaño que sabiamente guía acompañado de sus pastores. Es el cordero pequeño, es la oveja malherida, el la que se perdió y hubo que buscarla entre zarzales y barrancos. Pero nos quedamos describiendo un paisaje ensoñador que llevaría nuestra mente por lugares que ya los urbanitas ni nos imaginamos ni conocemos, sino que queremos ahondar en esa imagen que hoy nos presenta Jesús en el Evangelio.
Los fariseos y los escribas habían estado murmurando sobre esa nueva manera de actuar de Jesús. No se queda Jesús solo en los que ya son buenos o se creen buenos, sino que la cercanía de Jesús es a todos, a nadie excluye, y si preferencia tiene es por los pobres y enfermos y por los pecadores. Esto es lo que ahora critican, que se mezcle con la gente pecadora, que se haya hecho amigo también de los publicanos porque incluso come con ellos o los acepta a su mesa. Y eso, para los puritanos fariseos, es inconcebible. Mezclarse con los pecadores que son impuros nos puede llenar a nosotros de impureza, es su manera de ver las cosas desde su puritanismo.
La actitud de Jesús es otra, su manera de actuar es distinta. El es el médico, como nos dirá, que viene a curar a los enfermos, pero  no solo espera a que vengan hasta El en busca de salud, sino que El va a su encuentro.
Llamó a Zaqueo, deteniéndose delante de la higuera en Jericó, para ir a comer en su casa, porque aquel día iba a ser un día de salvación. Invitó a publicano Leví a seguirle para hacerle no solo discípulo sino confiarle incluso el ser del número de los Apóstoles. Aceptó las lágrimas y perfumes de aquella mujer pecadora que se introdujo en la sala del banquete en casa de Simón el fariseo, porque aunque era y se sentía pecadora, Jesús veía en ella el amor de su corazón. Aunque Pedro se considera indigno pecador y quiere apartarse de Jesús cuando lo de la pesca milagrosa, le dirá que va a ser pescador de hombres, confiándole también una misión aunque un día más tarde le negara ante una criada.
Y así podríamos seguir con las páginas del evangelio o con las páginas de la historia. Saulo era perseguidor de Jesús y sus seguidores, y lo convirtió en el Pablo que llevaría el evangelio por toda la cuenca del Mediterráneo. Agustín era un agnóstico y pecador que retrasaba una y otra vez el bautismo, pero llegaría ser el san Agustín padre y maestro por sus enseñanzas no solo en su tiempo sino a lo largo de los siglos. Ignacio se dedicaba a sus batallas, pero un día sintió la llamada del Señor y comenzaría su andadura de ser apóstol y a través de su compañía de Jesús a través de los siglos. Podríamos recordar muchos santos que un día se convirtieron de su vida pecadora porque sintieron que de una forma o de otra Dios llegaba a sus vidas, para ser luego esos testigos de fe que nos estimulan con el ejemplo y testimonio de sus vidas.
Es lo que Jesús nos viene a decir con las dos pequeñas alegorías o parábolas que hoy nos propone en el evangelio. Por una parte la parábola del pastor que busca a la oveja perdida a la que hacíamos referencia al principio de esta reflexión, pero también la de la mujer que busca afanosamente la moneda que se le había perdido, expresándose luego uno y otro con gran alegría por la oveja socorrida o por la moneda extraviada y ahora encontrada.
Es el Señor que sale a nuestro encuentro allá en los barrancos de la vida donde tantas veces nos podemos encontrar. El viene a tendernos su mano, a hacernos escuchar su voz, a mover nuestro corazón, a impulsarnos a nuevos caminos, a que emprendamos de una vez por todas el camino de su seguimiento. Podemos cambiar, podemos transformar nuestras vidas, podemos comenzar un camino nuevo. Jesús nos va a llevar sobre sus hombros.
Como pueden cambiar tantos a nuestro lado de los que quizá tantas veces desconfiamos. Porque de una forma o de otra seguimos con unas actitudes semejantes a las de aquellos fariseos de que nos habla el evangelio que criticaban a Jesús. Quizá pueda ser un buen inicio de cambio en nuestra vida que cambiemos esas actitudes que nos aparecen de tanto en tanto en nuestro interior con desconfianzas y con suspicacias hacia los otros. Jesús viene a nosotros y algo nuevo tiene que comenzar a gestarse en nuestro corazón.

miércoles, 7 de noviembre de 2018

Merece la pena seguir a Jesús, pero siendo conciente de las exigencias que comporta, no desde un entusiasmo pasajero, porque la cruz y el amor nos llenan de vida


Merece la pena seguir a Jesús, pero siendo consciente de las exigencias que comporta, no desde un entusiasmo pasajero, porque la cruz y el amor nos llenan de vida

Filipenses 2,12-18; Sal 26; Lucas 14,25-33

Entusiasmarnos en un momento de emoción o de fervor es algo que podríamos decir que es relativamente fácil. Las histerias colectivas son bastante frecuentes en masas entusiasmadas ante algo que ha sido gratamente sorpresivo y en momentos así todos arden de fervor y son capaces de hacer cosas que en momentos de sensatez y de cordura no serian capaces de hacer. Puede ser algo extraordinario que nos sucede y nos impresiona personalmente y en ese entusiasmo somos capaces de prometer que haríamos no sé cuantas cosas; o puede ser un discurso enardecido que entusiasma a gentes que poco menos que han perdido la esperanza.
Todos conocemos como las gentes se entusiasman, por ejemplo, en discursos electoralistas que prometen poco menos que un paraíso en la tierra porque todas las cosas se van a solucionar, pero quizá pronto se sienten defraudados porque se dieron cuenta que aquello solo eran palabras para entusiasmar y conseguir de las masas lo que querían. Y así vemos como nacen fanatismos que nos ciegan y nos pueden llevar a hacer locuras.
Jesús no quería que sus seguidores actuaran de ese modo y que seguir fuera solo el entusiasmo de un momento. Es cierto que sus gestos y palabras llenaban de esperanza los corazones porque vislumbraban un mundo nuevo, pero no quería Jesús que aquello fuera solo algo ilusorio, sino que comprendieran que realizar ese mundo nuevo que Jesús nos presentaba exigía de quienes querían seguirle y ser sus discípulos un esfuerzo y un compromiso, una transformación de sus vidas que fuera signo de verdad de ese mundo nuevo.
Por eso Jesús les habla claramente de sus exigencias. Vivir ese Reino nuevo de Dios que Jesús anuncia no es cosa de fervores de momento. Vivir el Reino de Dios exige una transformación de la vida y cuando las cosas tienen que cambiar hay que dejar atrás muchas cosas aunque nos sean muy queridas, porque tengamos un profundo apego a ellas.
Jesús nos habla de dejar padre o madre, o hermanos o familia, o casa o aquellas cosas que poseamos. No impide Jesús el amor del padre o de la madre o de la familia; no impide Jesús que tengamos lo que necesitamos para una vida digna y que además nos ayude a nuestro desarrollo y crecimiento como personas. Pero esas posesiones o esos amores humanos hemos de ponerlos en su verdadero sitio.
Serán muchas cosas de las que tenemos que desprendernos que ya no son solo las cosas materiales; serán apegos del corazón, serán cosas que nos impidan la libertad de vivir en un amor total y entregado, serán aquellas cosas que en lugar de poseerlas nosotros para nuestro uso y disfrute más bien son ellas las que nos poseen porque nos esclavizamos a esas posesiones, serán actitudes de nuestro corazón que nos hacen orgullosos o nos hagan quizás sentirnos superiores o por encima de los otros, sean esas posturas egoístas e insolidarias que nos pueden aparecen en la vida cerrando los ojos a las necesidades de los demás. Muchas cosas de las que tenemos que desprendernos para que haya un verdadero cambio del corazón y Dios sea en verdad el único Señor de nuestra vida.
Por eso Jesús nos invita a pensarnos bien las cosas. Como el que va a edificar una torre o el rey que va a emprender una batalla, que mira antes sus posibilidades. Así tenemos que abrir nuestro corazón a Dios y a su Palabra para ver lo que significa seguirle, y ver si en verdad estamos dispuestos, seremos capaces de seguir su camino.
Nos habla Jesús de Cruz para seguir su camino. Y la cruz está en nosotros, en nuestra vida, en todo eso de lo que tenemos que despojarnos y nos está hablando de amor, como fue el amor que Jesús puso cuando subió a la cruz del Calvario. Y en esa cruz y en ese amor vamos a encontrar la vida. Merece la pena seguir a Jesús, pero siendo consciente de las exigencias que comporta, no desde un entusiasmo pasajero.

martes, 6 de noviembre de 2018

Tendríamos que aprender a superar las barreras que nos creamos con nuestras disculpas plenamente convencidos de cuál es el único y verdadero camino para vivir el Reino de Dios


Tendríamos que aprender a superar las barreras que nos creamos con nuestras disculpas plenamente convencidos de cuál es el único y verdadero camino para vivir el Reino de Dios

Filipenses 2,5-11; Sal 21; Lucas 14,15-24

Se suele decir que querer es poder, y también como consecuencia de ese pensamiento venimos a decir que cuando no queremos siempre encontraremos disculpas, dificultades para alcanzar aquello que se nos propone y también en muchas ocasiones huidas para no implicarnos ni complicarnos la vida.
Hace unos minutos antes de sentarme a escribir esta reflexión para la semilla de cada día charlaba con un joven haciéndole ver que aunque tuviera que hacer cosas en la mañana eso no era disculpa para escaquearse de las clases de la tarde; él no lo entendía y todo era poner pegas y dificultades, porque daba la impresión que no tenia mucho interés en asistir a aquellas clases.
Así hacemos tantas veces en la vida; cuántas disculpas nos ponemos para no ir, para no hacer, para no participar, para no comprometernos con alguna cosa. Y esto en muchas aspectos de la vida; así dejamos a un lado incluso muchas veces nuestras responsabilidades; o así huimos del encuentro y de la convivencia asilándonos muchas veces de los demás. No digamos nada en el aspecto de nuestra vida religiosa o de nuestros posibles compromisos de vida cristiana, como nos decimos tantas veces que no tenemos tiempo o que estamos muy ocupados.
A alguien le escuché decir una vez que si tenia que pedirle a una persona algo importante y algo que llevase incluso mucho trabajo, que no se lo pidiese a quien le sobrara tiempo sino al que estaba más ocupado y comprometido, porque siempre encontraría tiempo para algo más, mientras que al que le sobra siempre tiempo, nunca será capaz de comprometerse con nada.
En esto quiere hacernos reflexionar hoy Jesús en el Evangelio. Nos habla del Reino de Dios y como tantas veces nos ofrece la imagen de un banquete. Son muchos los invitados, pero ya vemos cuantas disculpas se ponen para no asistir. Serán otros ahora los invitados porque salen a los caminos y a todo el que encuentran lo llevan al banquete, pobres, discapacitados, gente que se siente abandonada de todos llenarán la sala del banquete. Los otros que no se lo merecían por sus disculpas se quedarán fuera para siempre.
Mucho nos dice el Señor. La imagen del banquete para hablarnos del Reino de Dios es muy rica y sugerente. Esa alegría de fiesta, ese compartir juntos, esas muestras de amistad y de cercanía de los unos con los otros nos están hablando de esos valores que hemos de vivir donde todos hemos de sentirnos como hermanos, como una gran familia, acogidos, llenos de alegría y de paz.
Es lo que tendría que ser nuestra vida siempre y de la manera que tendríamos que construir el mundo. Lo sabemos pero cómo le vamos dando largas desde nuestros egoísmos e insolidaridades, desde nuestras ambiciones desmedidas y desde nuestros orgullos que nos aíslan, que nos separan, que crean tantas divisiones y separaciones entre nosotros.
Estamos invitados a hacer así nuestro mundo, pero cómo seguimos en nuestras cosas y nos hacemos oídos sordos a esa invitación. Pensamos quizá que haciendo las cosas a nuestra manera y por nuestro lado vamos a ser mejores o más felices. Cuantas pantallas de separación, cuantas murallas que nos aíslan y distancian, cuantas huidas en nuestra vida para no comprometernos, cuantas disculpas nos ponemos porque tenemos tantas cosas nuestras que hacer.
Tendríamos que aprender a superar esas barreras que nos creamos. Pero tendríamos de verdad que buscar ese Reino de Dios y estar convencidos que ese el único y verdadero camino para hacer mejor nuestro mundo. ¿Queremos, no queremos? ¿Seguiremos poniendo disculpas para no vivir todo el compromiso que implica nuestra fe en Jesús?

lunes, 5 de noviembre de 2018

Tenemos que liberar nuestro corazón de tantos miedos, de tantos prejuicios, de tantas vanidades para que seamos capaces de ser totalmente generosos y desinteresados



Tenemos que liberar nuestro corazón de tantos miedos, de tantos prejuicios, de tantas vanidades para que seamos capaces de ser totalmente generosos y desinteresados

Filipenses 2,1-4; Sal 130; Lucas 14,12-14

El texto que nos ofrece hoy la Palabra de Dios en la liturgia es continuación del que escuchábamos y ya comentábamos el pasado sábado. Habían invitado a Jesús a comer en casa de uno de los principales fariseos y Jesús estaba observando a los que también habían sido invitados, los amigos y personas cercanas de aquel personaje pero también la actitud que mostraban al poco menos que pelearse por los primeros puestos. Y esto da ocasión a una reflexión en voz alta por parte de Jesús además de unas recomendaciones al que lo había invitado.
¿Cuál es nuestra manera de actuar de forma casi espontánea en la vida? Muchos dicen yo ayudo al que me ayuda, soy amigo de mis amigos; cuando ser trata de invitaciones y regalos, invito o regalo al que me ha invitado a mi o me ha regalado. Y así nos vamos haciendo nuestras escalas de valores o de amigos, valorándolos por lo que nos hacen o los beneficios que me pueda reportar aquella amistad. A los demás, sean quienes sean, los miro indiferentes, yo paso de ellos como se suele decir desentendiéndome y esperando que acaso sea siempre el otro el que dé el primer paso.
Si nos fijamos de una forma serena tendríamos que reconocer que actuamos en la vida muchas veces de una forma muy interesada. Está bien, por supuesto, que ayudemos al que nos ayuda y seamos capaces de correspondernos mutuamente en lo que vamos haciendo y compartiendo. Pero lo que muchas veces nos sucede es que ponemos barreras, ponemos demasiados prejuicios, tenemos unos muy particulares criterios y de ese círculo en el que siempre me muevo me cuesta mucho salir. Pareciera muchas veces que lo hacemos es pagarnos unos a otros cualquier cosa que nos hagamos y que lo de la gratuidad estuviera un tanto olvidado.
Es lo que Jesús nos quiere indicar. Cuando invites, no lo hagas solo a tus amigos que va a corresponder invitándote a ti en la próxima ocasión y casi eso va a ser como un pago. Y nos dice que invitemos a los pobres, a los que nada tienen, a los que se encuentran disminuidos físicamente o a aquellos con los que nadie cuenta. Ellos no podrán pagarte, no estarás buscando recompensas por lo bueno que haces. Es el sentido de la gratuidad. Hacemos las cosas gratuitamente, hacemos las cosas porque si, porque queremos hacerlas, porque queremos hacer el bien, porque llevamos amor en nuestro corazón y se desborda sobre los demás, porque hay generosidad en tu corazón.
¿Seremos capaces de hacerlo? Os digo con sinceridad que eso cuesta, porque siempre aparecen en nuestro corazón esos intereses que nos vuelven mezquinos; nos cuesta porque estamos muy llenos de ataduras en la vida, y quizá muchas veces estamos más pendientes de lo que los otros puedan pensar o puedan decir. Nos cuesta… y buscamos tantas razones dentro de nosotros que al final terminamos no haciéndolo.
Tenemos que liberar nuestro corazón de tantas cosas, de tantos miedos, de tantos prejuicios, de tantas vanidades que mientras no nos liberemos de verdad no seremos capaces de ser totalmente generosos y de forma desinteresada. Es una tarea ardua a que tenemos que emprender para liberar del todo nuestro corazón. Con la fuerza del Señor podremos realizar ese camino.

domingo, 4 de noviembre de 2018

No es un amor cualquiera el que Jesús nos pide sino que hemos de entrar en una nueva dimensión divina del amor para no estar lejos del Reino de Dios



No es un amor cualquiera el que Jesús nos pide sino que hemos de entrar en una nueva dimensión divina del amor para no estar lejos del Reino de Dios

Deuteronomio 6, 2-6; Sal. 17; Hebreos 7, 23-28; Marcos 12, 28b-34

Qué hermoso y reconfortante es encontrarnos con un grupo de amigos que se quieren de verdad, que son muy amigos, que se buscan porque desean estar juntos, que comparten cosas, que viven con alegría su amistad y son capaces de hacer cualquier cosa por su amigo. Lo mismo podemos decir que nos gozamos cuando vemos familias unidas, que se quieren y se sienten comprometidos los unos con los otros, padres que se sacrifican por la familia, hijos que contribuyen cada uno desde sus valores al bien común de la familia, que se desviven los unos por los otros y siempre encuentran ocasión de hacer por sus familiares. Es hermoso y nos sentimos crecer por dentro cuando somos de ese grupo de amigos o pertenecemos a ese clan familiar.
Pero podríamos preguntarnos quizás ¿es suficiente con eso? ¿No nos quedaremos cortos, aun con lo bueno que es, cuando solo somos amigos de nuestros amigos y solo por los amigos nos desvivimos así los unos por los otros? Es maravilloso que tengamos familias así como lo que muy escuetamente hemos tratado de describir, pero luego fuera de ese ámbito familiar quizás somos unos lobos los unos contra los otros. ¿Es suficiente esto y podemos pensar que ya con solo hacer esto estamos viviendo el reino de dios que Jesús nos propone?
Cuando alguien le pregunta a Jesús qué es lo principal que tiene que hacer, cuál es el mandamiento primero y principal, resumiéndolo muy rápidamente, podríamos decir que Jesús lo que está pidiendo es amor, que sepamos amar. Repite Jesús, extendiéndose quizá un poco, con aquellas palabras de Deuteronomio – la Shemá por su primera palabra en hebreo ‘escucha’ – que incluso todo buen judío sabia de memoria y hasta repetía muchas veces al día, porque eran palabras que había que tener muy presente y muy gravadas en el corazón.
Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria; se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado; las atarás a tu muñeca como un signo, serán en tu frente una señal; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus portales’. Amor a Dios en una palabra con todas sus fuerzas y sobre todas las cosas.
Vemos que Jesús añade algo más, que ya venía señalado en el libro del Levítico. ‘El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que estos’. Y Jesús los está poniendo en pie de igualdad porque no hay nada mayor que esto. En una palabra amor.
Alguna podría decirme, pues lo que hablábamos al principio. Ahí está el amor de los amigos que tanto bien hace a los propios amigos y que puede ser un primer principio de ese amor que nos pide el Señor. Y lo mismo podríamos decir del amor familiar; ya estaremos cumpliendo lo que nos dice Jesús. ¿No será suficiente?
Si nos fijamos bien en el sentido de las palabras de Jesús y lo que a lo largo nos va diciendo en el evangelio, podríamos decir que con aquel amor de amistad,  con aquel amor familiar no estamos quedando cortos. No nos pide Jesús solo un amor de amigos. No nos pide Jesús que encerremos nuestro amor en el círculo familia y de ahí a fuera no queremos saber nada porque ya nos amamos en familia. Es algo más que ese amor de amistad en que solo amamos a los amigos es algo más que el amor familiar que se queda encerrado en el círculo de nuestros seres queridos, como los solemos llamar. ¿Y los demás? ¿Se quedarán fuera de esa órbita de amor?
El amor que nos pide Jesús es un amor universal en que nadie pueda quedar excluido, abarcará a amigos y a enemigos, abarcará a los que nos hacen bien pero también a los que pasan indiferentes ante nosotros, o aquellos que nos hayan hecho daño y nos hayan hecho mal, abarcará también al desconocido o aquel que no nos cae simpático, a aquel que es justo y es bueno pero también al que pueda quizá llevar la maldad en su corazón, a aquel que no facilita las cosas y también al que pueda ser un estorbo para nosotros en la vida porque nos haga perder el tiempo o quizá pueda trastocar todos nuestros planes, a aquel que nos quiere y a aquel que nos odia.
Esto es otra altitud, otra forma nueva de mirar y de medir, esto  nos da una nueva amplitud a nuestra vida y nos dará también un nuevo sentido a nuestro amor. Esto será algo que no podemos hacer solo con nuestras fuerzas ni podemos encontrar ningún modelo humano para ese estilo y sentido del amor.
Ya nos dirá Jesús que amemos como El nos ha amado; ya nos dirá Jesús que recemos por aquellos a los que nos cuesta amar, ya nos dirá Jesús que el modelo de ese amor es el amor de Dios que siempre es compasivo y misericordioso con todos.  No caben distinciones, no caben separaciones ni discriminaciones, no nos valen excusas ni disculpas, no nos vale que ese amor lo acomodemos a nuestros amores humanos.
Es que estamos entrando en una dimensión divina del amor. Será entonces cuando comencemos a estar cerca del Reino de Dios. ¿Será así nuestro amor? ¿Estaremos entendiendo bien esa nueva dimensión del amor o todavía estaremos queriendo hacernos rebajas?