miércoles, 7 de noviembre de 2018

Merece la pena seguir a Jesús, pero siendo conciente de las exigencias que comporta, no desde un entusiasmo pasajero, porque la cruz y el amor nos llenan de vida


Merece la pena seguir a Jesús, pero siendo consciente de las exigencias que comporta, no desde un entusiasmo pasajero, porque la cruz y el amor nos llenan de vida

Filipenses 2,12-18; Sal 26; Lucas 14,25-33

Entusiasmarnos en un momento de emoción o de fervor es algo que podríamos decir que es relativamente fácil. Las histerias colectivas son bastante frecuentes en masas entusiasmadas ante algo que ha sido gratamente sorpresivo y en momentos así todos arden de fervor y son capaces de hacer cosas que en momentos de sensatez y de cordura no serian capaces de hacer. Puede ser algo extraordinario que nos sucede y nos impresiona personalmente y en ese entusiasmo somos capaces de prometer que haríamos no sé cuantas cosas; o puede ser un discurso enardecido que entusiasma a gentes que poco menos que han perdido la esperanza.
Todos conocemos como las gentes se entusiasman, por ejemplo, en discursos electoralistas que prometen poco menos que un paraíso en la tierra porque todas las cosas se van a solucionar, pero quizá pronto se sienten defraudados porque se dieron cuenta que aquello solo eran palabras para entusiasmar y conseguir de las masas lo que querían. Y así vemos como nacen fanatismos que nos ciegan y nos pueden llevar a hacer locuras.
Jesús no quería que sus seguidores actuaran de ese modo y que seguir fuera solo el entusiasmo de un momento. Es cierto que sus gestos y palabras llenaban de esperanza los corazones porque vislumbraban un mundo nuevo, pero no quería Jesús que aquello fuera solo algo ilusorio, sino que comprendieran que realizar ese mundo nuevo que Jesús nos presentaba exigía de quienes querían seguirle y ser sus discípulos un esfuerzo y un compromiso, una transformación de sus vidas que fuera signo de verdad de ese mundo nuevo.
Por eso Jesús les habla claramente de sus exigencias. Vivir ese Reino nuevo de Dios que Jesús anuncia no es cosa de fervores de momento. Vivir el Reino de Dios exige una transformación de la vida y cuando las cosas tienen que cambiar hay que dejar atrás muchas cosas aunque nos sean muy queridas, porque tengamos un profundo apego a ellas.
Jesús nos habla de dejar padre o madre, o hermanos o familia, o casa o aquellas cosas que poseamos. No impide Jesús el amor del padre o de la madre o de la familia; no impide Jesús que tengamos lo que necesitamos para una vida digna y que además nos ayude a nuestro desarrollo y crecimiento como personas. Pero esas posesiones o esos amores humanos hemos de ponerlos en su verdadero sitio.
Serán muchas cosas de las que tenemos que desprendernos que ya no son solo las cosas materiales; serán apegos del corazón, serán cosas que nos impidan la libertad de vivir en un amor total y entregado, serán aquellas cosas que en lugar de poseerlas nosotros para nuestro uso y disfrute más bien son ellas las que nos poseen porque nos esclavizamos a esas posesiones, serán actitudes de nuestro corazón que nos hacen orgullosos o nos hagan quizás sentirnos superiores o por encima de los otros, sean esas posturas egoístas e insolidarias que nos pueden aparecen en la vida cerrando los ojos a las necesidades de los demás. Muchas cosas de las que tenemos que desprendernos para que haya un verdadero cambio del corazón y Dios sea en verdad el único Señor de nuestra vida.
Por eso Jesús nos invita a pensarnos bien las cosas. Como el que va a edificar una torre o el rey que va a emprender una batalla, que mira antes sus posibilidades. Así tenemos que abrir nuestro corazón a Dios y a su Palabra para ver lo que significa seguirle, y ver si en verdad estamos dispuestos, seremos capaces de seguir su camino.
Nos habla Jesús de Cruz para seguir su camino. Y la cruz está en nosotros, en nuestra vida, en todo eso de lo que tenemos que despojarnos y nos está hablando de amor, como fue el amor que Jesús puso cuando subió a la cruz del Calvario. Y en esa cruz y en ese amor vamos a encontrar la vida. Merece la pena seguir a Jesús, pero siendo consciente de las exigencias que comporta, no desde un entusiasmo pasajero.

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