sábado, 13 de octubre de 2018

Cantamos cánticos de alabanza a nuestra Madre, María, pero como ella sembramos en la buena tierra de nuestro corazón el Evangelio de Jesús


Cantamos cánticos de alabanza a nuestra Madre, María, pero como ella sembramos en la buena tierra de nuestro corazón el Evangelio de Jesús

Gálatas 3,22-29; Sal 104; Lucas 11,27-28

Estamos viviendo en nuestra isla una experiencia única y maravillosa. En la mañana del día 12 de octubre partía desde su Basílica en Candelaria la imagen de la Virgen de Candelaria nuestra patrona en su visita a las ciudades metropolitanas de nuestra isla Santa Cruz de Tenerife, donde ha llegado cuando ya caían las sombras de la noche, y dentro de una semana la ciudad de La Laguna sede de nuestra Diócesis Nivariense y donde se sitúa la catedral.
Ya salió arropada por una muchedumbre de gentes de su Basílica Santuario en la mañana y en la medida en que iba pasando por las distintas poblaciones multitudes iban saliendo al encuentro de la Virgen y se unían a su cortejo. Por todas partes surgían los vivas a la Virgen, las aclamaciones y los cantos ensalzando a la Virgen nuestra patrona y convirtiéndose todo en un cántico de alabanza al Señor.
Algo semejante sucedió hace unos días en la Isla de La Gomera con la Bajada lustral – como le dicen allí – en procesión marítima de la Virgen de Guadalupe para llegar igualmente a la capital de la Isla, como principio de un recorrido que luego hará por todas las parroquias de la Isla. Mucha gente desde sus pequeños barcos la acompañaron en su trayecto marítimo mientras en la playa de la Villa capital la esperaba una multitud considerable para recibirla entre el sonido de tambores y chácaras que con sus cantos y sus bailes la portaron hasta la Iglesia parroquial.
Me han venido a la mente estos dos hechos acaecidos en esta misma semana en nuestras islas, aunque lo he seguido por televisión en esta ocasión, en otros momentos he participado yo también en esos recibimientos, cuando he escuchado a la mujer que surgió en medio de la multitud para un grito de alabanza a la madre de Jesús. Su entusiasmo era por Jesús por sus enseñanzas y por los signos que realizaba pero las palabras hacían clara referencia a la madre.
Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron’. Dichosa la madre que tiene tal hijo igualmente hemos dicho o escuchado en alguna ocasión en alguna experiencia de nuestra vida donde admiramos la bondad de quien se entrega y se sacrifica por los demás, pero que siempre pensamos en lo orgullosa que tendría que sentirse una madre que tiene un hijo tal.
Pero ya sabemos cual fue la reacción de Jesús. ‘Pero él repuso: Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen’. Es lo que yo quiero pensar cuando contemplo este espectáculo de alabanzas a María en sus distintas advocaciones de lo que hemos mencionado de lo acaecido en estos días, pero de la misma manera en tantas fiestas en honor de María que en tantos lugares se celebran. ‘Me llamarán bienaventurada todas las generaciones’, había cantado proféticamente María misma cuando su visita a Isabel, de quien había recibido también la alabanza de su fe. ‘Dichosa tú, que has creído porque lo que se te ha dicho se cumplirá’, que le decía Isabel.
Creo que es María la que nos está recordando estas palabras de Jesús, porque ella ya les decía a los sirvientes de las bodas de Caná. ‘haced lo que El os diga’. Alabanzas, sí, a María, porque es nuestra madre y un buen hijo siempre tiene las mejores alabanzas para su madre. Pero María se sentirá en verdad orgullosa de nosotros, sus hijos, si, como ella, también acogemos la Palabra de Dios en nuestro corazón y la plantamos de verdad en nuestra vida.
Estas visitas que la Virgen en su imagen, ya sea de Candelaria o de Guadalupe que hemos mencionado, está haciendo a nuestra tierra en estos días es una visita misionera. Ella viene a nosotros como la primera misionera en este camino de nueva evangelización que estamos realizando. Ella nos trae la semilla de la Buena Nueva de Jesús, ella nos trae el anuncio del Evangelio que como en buena tierra hemos de sembrar en nuestro corazón. No nos quedemos solo en esos cánticos que es cierto con todo nuestro amor hemos de cantar en honor de María, sino demos ese paso adelante en el crecimiento de nuestra fe. Esa fe en Jesús como nuestro único Salvador que tiene que despertarse en nuestro corazón.
Que esta visita de María no caiga en el saco roto de nuestra poca perseverancia que pronto enfría la fe y el entusiasmo. Que en verdad nos sintamos comprometidos con nuestra madre a hacer crecer más y más nuestra fe que se traduzca luego en las obras de nuestra vida cristiana, en el compromiso del amor por los demás.

viernes, 12 de octubre de 2018

María sea ese Pilar que nos fortalece en nuestra fe y nos alienta en la tarea de la Nueva Evangelización

María sea ese Pilar que nos fortalece en nuestra fe y nos alienta en la tarea de la Nueva Evangelización

1Crónicas 15,3-4. 15-16; 16, 1-2; Sal 26;  Lucas 11,27-28

Una tradición casi legendaria nos habla de la presencia de María junto al apóstol Santiago en la tarea de la evangelización de nuestra tierra española. Allí en la antigua Cesareagusta, hoy Zaragoza, junto al río Ebro quedó como señal aquel Pilar de la fortaleza que por la fuerza del Espíritu y con la presencia de María a nuestro lado ha de anunciarse y mantenerse la fe cristiana en nuestra tierra y en el mundo.
Así nació desde los tiempos más inmemoriales la devoción a María, que como un signo en su pequeña imagen sobre el Pilar, nos ayuda a mantener con fortaleza nuestra fe, a proclamarla con perseverancia y a expresarla en los mejores signos del amor. Hoy 12 de octubre es para nosotros la fiesta de la Virgen del Pilar. Ha sido así a través de los siglos y hoy seguimos invocando con amor a nuestra Madre, porque ella como Madre ha estado y está siempre a nuestro lado ayudándonos a preservar nuestra fe frente a tantos peligros que la acechan y es un espejo en el que mirarnos para descubrir en todo momento cuales son los caminos de Jesús.
A través de los tiempos y con el paso de los siglos muchos han sido los momentos duros como nos refleja la historia en que nos hemos visto convulsionados en nuestra fe, momentos también de persecución y hasta de martirio, momentos oscuros en que nos hemos visto envueltos por la indiferencia de tantos en lo que atañe a la fe que a todos  nos debilita, igualmente que momentos floridos en que ha resplandecido la fe y la santidad de tantos que nos han precedido o también, por qué no pensarlo, están a nuestro lado y son un estimulo fuerte en ese camino de la vivencia de nuestra propia fe.
Y María ha estado ahí siempre como un faro de luz que nos guía en nuestro camino para que vayamos siempre hasta Jesús, para que no nos acobardemos en nuestra debilidad o en esos momentos difíciles en que se pueda poner a prueba nuestra fe. Sentir la presencia de María nos da fortaleza en nuestro camino, nos da seguridad frente a los peligros que tenemos que afrontar, sentimos su aliento de madre junto a nosotros que nos da esperanza.
Y eso hoy, en los tiempos en que vivimos que no son mejores ni peores que otros tiempos de la historia, queremos sentirlo una vez más con la presencia de María. A ella acudimos como a una Madre, porque así nos la dejó Jesús, en ella nos refugiamos, pero no para escondernos frente a aquellos que nos puedan hacer oposición sino para salir más fortalecidos en esa tarea de anuncio del evangelio que en estos nuevos tiempos con valentía tenemos que hacer.
Hoy la Iglesia, aparte de otras muchas cosas que la convulsionan, esté comprometida en la tarea de una nueva evangelización. Y no es solo pensando en lejanos lugares donde por primera vez haya de anunciarse el nombre de Jesús, sino que es en nuestra tierra, en aquellos que nos rodean y con quienes convivimos donde tenemos que realizar esa tarea.
Hay en muchos lugares momentos de un reflorecimiento del fervor religioso, nuestro pueblo a pesar de tantas cosas que tiene en contra se dice cristiano y religioso y en alguna cosa y en algunos momentos lo manifiesta, sobre todo cuando es en actos en torno a María, pero bien sabemos que nuestra sociedad está bien lejana en muchos aspectos del sentido del evangelio, aunque también aparecen buenos brotes de semillas que no están lejos del Reino de Dios.
Y es ahí donde tenemos que evangelizar; es ahí donde queremos sentir de manera especial esa presencia de María, que a través de sus distintas imágenes en la devoción sana de nuestros pueblos, aun hace que se mantenga un rescoldo de fe. Es lo que tenemos que avivar con la fuerza del Espíritu, con la presencia de María, para que en verdad nuestros corazones y nuestras gentes se abran de nuevo al mensaje del evangelio.
Que María sea ese Pilar que nos fortalezca en nuestra fe; hoy la invocamos en la Advocación del Pilar que une en torno a si a todas las naciones hispanas del Nuevo Mundo; hoy en nuestra tierra tinerfeña la contemplamos peregrina en su imagen bendita de Candelaria en los caminos de la nueva evangelización en esa visita que en estos momentos está haciendo a nuestra zona metropolitana; o Virgen de Guadalupe en otra de nuestras islas, La Gomera, en su bajada al encuentro con sus hijos realizada en estos días; y así en tantas y tantas otras advocaciones de nuestra devoción. Amemos a María y con ella vayamos siempre hasta Jesús.

 

jueves, 11 de octubre de 2018

Dentro de esa confianza que Jesús nos ofrece para que oremos a Dios nuestro Padre, no es el milagro fácil que nos lo da todo hecho lo que hemos de esperar de esa ayuda del Señor



Dentro de esa confianza que Jesús nos ofrece para que oremos a Dios nuestro Padre, no es el milagro fácil que nos lo da todo hecho lo que hemos de esperar de esa ayuda del Señor

Gálatas 3,1-5; Sal.: Lc 1,69-70.71-72.73-75; Lucas 11,5-13
‘Por pedir que no sea’, habremos dicho o escuchado alguna vez. Cuando tenemos la oportunidad de pedir allí estamos prontos para pedir lo que sea; hay gente que tiene la ‘buena virtud’ de pedir; allí donde les llega la noticia que regalan cosas inmediatamente se apuntan aunque quizá no lo necesitan; ‘total, es gratis’, se dicen.
Eso que sucede en lo material en muchas ocasiones, sucede también cuando se trata de pedir favores o recomendaciones; si nos enteramos que hay una persona influyente y que es generosa y a todo el mundo atiende, allí estamos poco menos que haciendo cola a ver qué es lo que podemos conseguir.
Pero ¿y en el orden espiritual, en lo religioso de nuestra relación con Dios? ¿Qué es lo que realmente pedimos? ¿No utilizaremos a Dios y a la oración como un solucionador fácil de problemas o necesidades? Claro que me vais a decir que hoy Jesús en el evangelio nos dice que pidamos, que llamemos, que busquemos, porque se nos va a conceder lo que pedimos, se va responder a nuestras llamadas, vamos a encontrar lo que busquemos.
Tenemos que entender bien lo que Jesús quiere decirnos hoy. Quiere Jesús que tengamos confianza en la oración, sí, porque Dios es nuestro Padre, ¿y qué padre no escucha la súplica de sus hijos? ¿Qué padre no le concede lo mejor que pueda ofrecerle a su hijo en sus necesidades? Y para que tengamos esa confianza nos habla del amigo que importuna a su amigo vecino, porque le ha llegado alguien a su casa en medio de la noche y no tiene ni pan que ofrecerle, y allá va con confianza hasta su amigo para pedirle porque sabe que a pesar de la inoportunidad va a ser escuchado. Y nos habla del padre que no ofrece una piedra al  hijo que le pide pan.
Dentro de esa confianza que Jesús nos ofrece para que oremos a Dios nuestro Padre, y aunque le pidamos en todas nuestras necesidades, no es el milagro fácil que nos lo da todo hecho lo que hemos de esperar de esa ayuda del Señor. ‘Danos hoy el pan de cada día’, aprendíamos ayer en el modelo de oración que Jesús nos ofrecía. Pero ¿qué será lo que verdaderamente nos va a dar el Señor? ¿La solución de los problemas sin poner nosotros nada de nuestra parte?
Estos días en las trasmisiones que se estaban haciendo en torno a la Virgen patrona de una de nuestras islas en sus fiestas, los periodistas la preguntaban a la gente que es lo que le pedían a la Virgen, y en una cierta incultura religiosa en estos comunicadores empleaban la expresión de cuales eran sus promesas en referencia a lo que eran sus peticiones. Las respuestas eran variadas y escuchábamos a muchos que lo que pedían era salud para ellos y para los suyos, que tuvieran suerte en la vida, y algunos quizá abrían un poco más el horizonte y pedían la paz para el mundo para que no hubiera guerras, y las respuestas en general iban en ese sentido.
No escuché a nadie – y no digo que entre tanta gente no hubiera quien hiciera peticiones en este sentido – que pidiera que creciera su fe, que sintieran la fortaleza del Señor en sus luchas de cada día por superarse en la vida, por crecer en la fe, para vivir un mayor compromiso con el mundo en el que vivimos, o con la Iglesia a la que pertenecemos.
No era una muestra exhaustiva porque los periodistas preguntaban al paso de los que se encontraban y no podemos generalizar, pero si tiene que hacernos pensar en cual es verdaderamente nuestra oración. Es cierto que sentimos preocupación por los nuestros y queremos pedir por todos esos que están cercanos a nosotros familiares o amigos, que queremos la salud o que deseamos la paz, pero algo  mas hondo tendría que salir de nuestra oración para sentir esa fuerza de la gracia y que nuestra oración sea una manifestación de ese compromiso que nace de nuestra fe también con nuestro mundo.
Me ha surgido esta reflexión que cada uno ha de hacerse en su interior ampliando, por así decirlo su contenido, para que sepamos descubrir que es lo importante que vamos a poner en las manos del Señor cuando acudimos a El en nuestra oración. Pongámonos en la presencia del Señor y preguntémonos por nuestra vida y qué es lo más importante para nosotros en ese camino de nuestra fe, y también en esa tarea que como cristianos hemos de asumir por la proclamación del evangelio en ese mundo en el que vivimos.

miércoles, 10 de octubre de 2018

Gocemos de la oración como encuentro vivo de amor con el Padre que nos ama


Gocemos de la oración como encuentro vivo de amor con el Padre que nos ama

Gálatas 2,1-2.7-14; Sal 116; Lucas 11,1-4

Todos recordamos esa  conversación distendida que un día tuvimos con un amigo en la que casi sin darnos cuenta se nos fueron las horas charlando, en que nos encontrábamos tan a gusto que no queríamos terminar sino que una y otra vez surgía algo que contar, algo de lo que seguir hablando o repetíamos lo que tantas veces habíamos dicho sin ninguna muestra de cansancio o aburrimiento. Se nos hicieron quizá las altas horas de la madrugada pero no nos arrepentimos de perder el sueño y siempre recordamos aquella conversación.
Decimos con un amigo, o quizá fue con nuestro padre o nuestra madre, en horas largas de confidencias, de preguntas, de relatos repetidos, de recuerdos de tiempos de la infancia o simplemente el estar ahí juntos el uno al lado del otro disfrutando de ese calor que nos da el amor y la amistad. No necesitábamos llevar nada preparado, no eran cosas especiales que quisiéramos pedir o contar, era el simplemente estar charlando con quienes sentíamos verdadero aprecio.
He querido recordar experiencias así en el comienzo de esta reflexión en torno a evangelio, pero me pregunta por qué no es así en nuestra oración con Dios. Hemos convertido quizás nuestra oración en la repetición de algo formal y ya preestablecido donde quizá no nos salimos de unas palabras rituales y aprendidas, pero donde quizá le hemos perdido ese gusto ese sabor de ser un encuentro con aquel que sabemos bien que nos ama. Ahí está nuestra experiencia negativa de las prisas con que andamos siempre en nuestras oraciones, ahí está esa frialdad con que recitamos unas formulas de oración pero donde parece que no terminamos de poner el calor del amor. Mucho tendríamos que revisar quizá en cómo hacemos nuestra oración.
Es cierto que cuando los discípulos que observan la oración de Jesús le piden que les enseñe a orar, Jesús les da como unas pautas de cómo ha de ser nuestra oración, pero que nosotros hemos convertido en una formula a repetir muchas veces mecánicamente. Recitamos quizá muchas veces al día la oración del Padrenuestro, que decimos que es la oración que Jesús nos enseño, pero que lejos están de nuestro corazón y de nuestra mente esos sentimientos que tendrían que salir no solo de nuestros labios sino de lo mas profundo de nuestro espíritu con los que hemos de mantener una relación de amor con Dios nuestro Padre.
Yo me atrevo a decir que no es una oración para decir deprisa sino que pausadamente y, algunas veces hasta sin palabras que salgan de nuestros labios, ir manifestando ese gozo de sentirnos amados de Dios y en su presencia. Será entonces cuando estemos poniendo toda nuestra voluntad y nuestros deseos de que en verdad podamos vivir el sentido del Reino de Dios y busquemos auténticamente lo que es la voluntad de Dios en cada momento de mi vida. Será así envueltos en ese amor que nos inunda cómo desearemos de verdad que el mal no se meta en nuestra vida poniendo de nuestra parte todo lo que sea necesario para alejarnos de la tentación.
Sentiremos así el gozo de la presencia del Señor y no desearemos apartarnos de El y que nunca ese gozo se acabe para nosotros. No será ya una oración llena de prisas mirando el reloj por las demás cosas que tengamos que hacer sino que sintiéndonos arrullados en su amor no queremos que nunca se termine y estaremos deseando que pronto de nuevo podamos vivir esa experiencia de amor. Recordemos la experiencia gozosa de la conversación con el amigo, que mencionábamos al principio, y preguntémonos por qué no puede ser así también nuestra oración.
Señor, enséñanos a orar, le pedimos nosotros también como aquellos primeros discípulos, enséñanos a disfrutar de tu presencia y de tu amor. Aquella expresión tan bonita que teníamos los canarios de ‘gozar Misa’ se transforme en nosotros siempre de gozarnos en la oración como encuentro vivo de amor con Dios nuestro Padre.

martes, 9 de octubre de 2018

Un ser humano, una persona como nosotros con igual dignidad llega hasta nosotros, pero en quien sabemos ver además la presencia de Jesús


Un ser humano, una persona como nosotros con igual dignidad llega hasta nosotros, pero en quien sabemos ver además la presencia de Jesús

Gálatas 1,13-24; Sal 138; Lucas 10, 38-42

La hospitalidad y la acogida es una virtud muy hermosa que es muy cultivada en nuestros pueblos. Es cierto que las puertas de nuestras casas ya no están siempre abiertas como antaño por los miedos y peligros de nuestros tiempos, pero hermoso era cuando los vecinos se acercaban a las casas los unos de los otros y simplemente llamando empujaban la puerta para entrar sabiendo que siempre eran bien recibidos.
Era un gozo muy especial cuando llegábamos a la casa de alguien y todo eran atenciones y detalles donde se nos expresaba el cariño con que se nos acogía, las personas de la casa se desvivían por atendernos de la mejor forma posible y se nos ofrecía lo mejor de si mismos para que nos sintiéramos como en nuestra propia casa. En nuestra tierra pronto estaba el café preparado con cariño o el buen vaso de vino para manifestarnos ese calor y afecto de la acogida. Y ya no era simplemente la acogida a familiares, vecinos o amigos, sino que toda persona era siempre bien acogida y se le ofrecía la confianza de la amistad.
Desgraciadamente en algunos casos los tiempos y las costumbres cambian y hoy es fácil que surja el recelo y la desconfianza sobre todo a los extraños que puedan aparecer a nuestra puerta que ya no siempre abrimos tan fácilmente y aunque permanezcan esos signos de buena acogida para con nuestros amigos y familiares más cercanos, incluso ya entre vecinos a la puerta muchas veces hay un desconocimiento grande que crea distancias encerrándose cada uno en el castillo interior de su propio hogar.
Lástima es cuando hay vecinos que físicamente están muy cercanos pero que en el afecto de la amistad se han puesto a kilómetros de distancia que ya parece que hasta el saludo más sencillo cuesta salir de sus labios. Ahora nos comunicamos electrónicamente mediante las redes sociales con las personas más lejanas, pero con el que está a nuestro lado ni un ‘buenos días’ nos intercambiamos.
Hoy vemos reflejada esta virtud en el hogar de Betania. Allí en las cercanías de Jerusalén, en el camino que subía desde Jericó para traspasar Betfagé bajar por el monte de los Olivos para entrar en la ciudad santa, a su vera un hogar que seguramente acogería a tantos peregrinos ofreciéndoles agua y un lugar para el descanso tras la dura subida desde el Jordán estaba aquel hogar que vemos también como acoge a Jesús y sus discípulos. Sería en su subida ritual a Jerusalén, o quizá sería también lugar de refugio y descanso mientras estaban en la ciudad santa por la cercanía, el evangelio nos habla hoy de la acogida de Marta y de María, una afanándose en los quehaceres de la casa para tenerlo todo preparado, y la otra con la cordialidad de la escucha sentada a sus pies.
No queremos entrar en lo que hacían una y otra, si mejor una cosa que la otra, sino solamente en el gesto conjunto de la acogida. ¿Nos hubiera gustado a nosotros recibir así a Jesús en nuestro hogar? Oportunidades tenemos. ‘Era peregrino – forastero - y me acogisteis’, nos dirá Jesús en la alegoría del Juicio Final.
Hablábamos antes de esa virtud y valor humano de la hospitalidad y de la acogida tan cultivada en nuestros ambientes. De ello tenemos que seguir hablando, pero añadiendo algo más desde nuestros valores y principios cristianos. Es a Jesús a quien acogemos, a quien recibimos. No creo que sea necesario decir ahora muchas cosas más. Pensemos, simplemente, que ése que llega a nuestra puerta, que ése con quien nos cruzamos cada día y a cada instante es Jesús.
‘Todo lo que hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos, a mi me lo hicisteis’, nos enseña Jesús. ¿Por qué reticencias y desconfianzas? Primero, pensemos que es un ser humano, una persona como nosotros con igual dignidad. Pero además, pensemos, es Cristo quien viene a nosotros en esa persona. ¿Cómo lo vamos a acoger? Betania la tenemos a nuestro lado cada día.

lunes, 8 de octubre de 2018

No podemos nunca encerrarnos en nosotros mismos o en el cumplimiento formal de reglas o responsabilidades, olvidando la humanidad que debe haber en nuestra vida


No podemos nunca encerrarnos en nosotros mismos o en el cumplimiento formal de reglas o responsabilidades, olvidando la humanidad que debe haber en nuestra vida

 Gálatas 1,6-12; Sal 110; Lucas 10,25-37

Tenemos responsabilidades en la vida que tenemos que asumir y de las que tenemos que responder, ya sean responsabilidades familiares, ya sean responsabilidades laborales donde estamos ganándonos con nuestro sudor el pan de cada día, el nuestro y el de aquellos que dependen de nosotros, ya sean responsabilidades en el orden social porque hemos asumido una función, un servicio a la comunidad, ya sean responsabilidades con nosotros mismos, con nuestra vida que tenemos que cuidar también para luego desarrollar todas las otras responsabilidades que tengamos; hay normas, preceptos, mandatos que reglamentan la vida y diríamos que su finalidad es facilitarnos la misma vida, la convivencia, el camino y el desarrollo de la sociedad en la que vivimos, ayudar a que en una buena relación todos seamos más felices.
Pero el cumplimiento de esas normas o leyes, o el cumplimiento de nuestras responsabilidades no nos pueden mermar la humanidad de nuestra vida. Hay quizás quien se ciega y se encierra en el cumplimiento de sus deberes y obligaciones pero crea en torno a si un círculo seco y frió como una muralla que los vuelve inhumanos en la relación con los otros. No podemos de ninguna manera encerrarnos en nosotros mismos o en el cumplimiento formal de reglas o de responsabilidades, olvidando la humanidad que debe haber en nuestra vida.
Sin olvidar eso no podemos cerrar nuestros ojos a lo que nos rodea, pero sobre todo a las personas que nos vamos encontrando en la vida. Tenemos el peligro de pasar de largo muy absortos en lo que tenemos que hacer y nos insensibilizamos ante el sufrimiento que puedan estar pasando los demás. Unas veces será más visible, muchas veces quizá pueda estar encerrado en la intimidad de la persona, pero hay mucho sufrimiento en nuestro entorno que no nos gusta descubrir, que no queremos ver y por ello nos volvemos insensibles.
Hoy en los días que vivimos vamos demasiado deprisa por la vida, abortos en nuestras cosas, en nuestras obligaciones, corriendo para llegar a tiempo porque todo hoy se hace a la carrera y pasamos los unos por los otros que ni nos vemos. Cuantas veces pasamos al lado de alguien incluso conocido a que ni vemos, que luego nos dirá y se quejará con razón de que pasamos a su lado y ni le dijimos adiós, o un mínimo saludo. Si incluso a aquellos que conocemos pasamos en ocasiones sin verlo, qué decir de tantos otros que pueden estar postrados a la vera de nuestro camino y tampoco nos damos cuenta de su presencia.
Creo que este puede ser un aspecto al que nos quiera despertar la parábola que hoy nos propone Jesús en el evangelio, la parábola que llamamos del buen samaritano. Fue aquella persona ajena y extraña, un extranjero que iba por aquel lugar el que se dio cuenta de quien estaba malherido junto al camino. Muchas veces habremos oído y comentado esta parábola que Jesús propone cuando aquel letrado le pregunta quién es su prójimo. No entramos ahora en explicaciones detalladas sino que me vais a permitir que en el comentario me quede en ese ensimismamiento en que vamos por los caminos de la vida insensibles a cuanto pasa a nuestro alrededor.
En el tiempo que tanto hablamos de derechos humanos, en que estamos reivindicando continuamente derechos para todos, tenemos el peligro que nuestros gritos reivindicativos ahora el clamor de tantos sufrimientos que hay en muchos corazones y nos pase desapercibido ese sufrimiento callado de tantos a nuestro lado.
Hablamos fácilmente de humanidad pero nos falta verdadera humanidad, de sensibilidad para descubrir al caído y saber detenernos para echarle una mano que les ayude a levantarse y a seguir caminando con dignidad. Hablamos y decimos cosas bonitas, pero que fácilmente no se ven reflejadas en nuestras actitudes y comportamientos de cada día.
Podemos hablar mucho de amar al prójimo pero quizá seguimos con nuestras discriminaciones y desconfianzas ante el extranjero, ante el inmigrante, ante el hombre o mujer de otra raza que aparece por nuestros lugares; hablamos de misericordia pero no sabemos tener compasión con el pecador y ante situaciones dolorosas preferimos condenar y desterrar de nuestras vidas a esas personas, en lugar de echarles una mano para levantarles y hacerles recobrar su dignidad.

domingo, 7 de octubre de 2018

No estamos hechos para la soledad sino para la interrelación que nunca puede significar dominio o superioridad sino siempre respeto a una misma dignidad


No estamos hechos para la soledad sino para la interrelación que nunca puede significar dominio o superioridad sino siempre respeto a una misma dignidad

Génesis 2, 18-24; Sal. 127; Hebreos 2, 9-11; Marcos 10, 2-16

El hombre, la persona no está hecha para la soledad. Aunque haya momentos en que deseemos estar solos sin embargo nuestro ser más profundo está creado para la relación, para la íntercomunión, para la comunicación con los demás. Ahí están nuestros sentidos que nos abren al otro, a lo otro, ahí está todo ese nuestro ser interior que busca el contacto, que busca el encuentro, que se comunica y no solo quiere hacerlo desde lo externo, mediante gestos o palabras, sino que buscamos otra intercomunicación más profunda con la que trasmitimos nuestros sentimientos y recibimos también las señales de comunicación del otro, comunicamos lo que llevamos dentro trasmitiendo nuestro pensamiento y al tiempo queremos enriquecernos con lo que el otro nos ofrece.
Mucho puede decir la psicología y la sociología de todo esto y habrá personas que lo expresen mejor que lo que yo ahora intento hacerlo, pero ya mi deseo es comunicación, relación, búsqueda de encuentro. Y aquí tendríamos quizás que decir que la comunicación más profunda y más completa es la del amor, donde nos damos altruistamente al otro, pero que al mismo tiempo estamos recibiendo esas señales del amor que el otro me pueda ofrecer.
Triste es el que va solo por la vida, que se encierra en su soledad y no es capaz de dar de si mismo lo más hondo que tiene en sí. Se convierte en un circulo cerrado y de la misma manera que no da tampoco recibe lo que empobrece su vida, porque aquel que se da generosamente es el más que puede recibir, el más que puede enriquecer su ser cuando está abierto al otro y de alguna manera reconoce su pobreza o su necesidad del otro. Es la necesidad de amar y de ser amado, es la necesidad del amor que es el que de verdad nos enriquece.
Alguno podría pensar que al darse porque el ama se está vaciando de si mismo y se empobrece, pero creo que nos damos cuenta que es todo lo contrario. Es una riqueza amar porque dándose se está llenando del otro al que ama, porque en un verdadero amor, aunque se supone que lo hacemos de forma altruista y nunca interesada, sin embargo está sintiéndose enriquecido con el amor que del otro recibe.
Por eso cuando hay generosidad en nuestro amor, lo cuidamos para que no sea interesado, pero lo cuidamos para que no se enfríe en su intensidad, lo cuidamos para hacerlo cada vez mas maduro aprendiendo a aceptar al otro en lo que es, en la riqueza de su vida, pero también en sus limitaciones como aprendemos a aceptar nuestras propias limitaciones, porque además por encima de todo eso nos damos cuenta de la dignidad y del valor de toda persona. En un amor así no hay imposición ni dominio, nos buscamos distinciones que nos hagan más o menos grandes, aunque nos demos cuenta de la diferencia de cada uno que es lo que nos enriquece. Y así lo hacemos fuerte, así le damos verdadera estabilidad y madurez.
Cuando reflexionamos sobre estos textos que en este domingo nos ofrece la Palabra de Dios tenemos el peligro de comenzar nuestra reflexión por la casuística de lo que vemos en la realidad de la vida, como estaban haciendo aquellos fariseos del evangelio con las preguntas que le hacían a Jesús. Pero creo que tendríamos que ir primero que nada a pensar en lo que es la dignidad y la grandeza de toda persona y en el verdadero significado del amor para descubrir también lo que es el plan y designio de Dios para el hombre y la mujer desde la creación.
El texto del Génesis algunas veces nos lo pasamos un poco por alto como si fuera una simple leyenda que nos habla de la creación según parámetros de otras culturas y otros tiempos. Sin embargo es un texto que en sus detalles nos está expresando una riqueza muy grande. Ya nos habla de esa soledad del hombre, que no podía satisfacerse en cualquier otro ser vivo, como pudieran ser los animales, sino que había de encontrarse ese complemento en alguien que fuera de si misma dignidad. ‘Esta sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos’, exclama Adán, pero que no es solo por aquello de que aquel nuevo ser vivo fuera tomado de su propia costilla, sino que nos está hablando de una igualdad en su dignidad. Y es así donde entra la persona en una verdadera relación, en un verdadero encuentro, en el amor.
Como expresábamos anteriormente no es dominio ni superioridad de una parte sobre otra como fácilmente interpretaríamos. Es una misma dignidad del hombre y de la mujer. Porque no fueron creados hombre y mujer para el dominio del uno sobre el otro sino para encontrar su igual donde se tuviera esa hermosa interrelación del amor. A la pregunta de los fariseos a Jesús sobre el divorcio, les responde Jesús de la terquedad con que vivimos nuestra vida cuando nos creemos unos superiores sobre los otros. Ahí no se puede establecer esa verdadera relación, ahí no tiene cabida el amor verdadero, por eso Jesús nos remite a los orígenes, a lo que fue el designio de Dios que ya nos manifiesta el Génesis.
‘Abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne’. No busca el hombre a la mujer para dominar sobre ella, sino para ser uno con ella, y lo mismo decimos de la mujer hacia el hombre. ‘Serán una sola carne’, está expresándonos esa igualdad en dignidad. Como nos dice Jesús por la terquedad que nace de nuestro egoísmo vienen los dominios, viene el creernos superiores, vienen unas relaciones que no están bien fundamentadas en su base, viene una falta de amor verdadero.
Termina hoy el evangelio con algo que parece que no tiene relación. Es ese episodio donde le llevan las madres a sus hijos niños a Jesús y los discípulos querrán impedirlo para que no molesten al Maestro. Pero Jesús nos dice como tenemos que acoger al niño, y eso forma parte de las señales del Reino de Dios. Esa acogida del niño significa ese respeto al niño, a la persona, a toda persona y no importa su edad, porque todos tenemos dignidad igual. En línea con lo que venimos diciendo de la mutua interrelación entre todos y en especial del matrimonio donde parece que se centraría más el texto del evangelio.