domingo, 2 de septiembre de 2018

No es la apariencia externa por muy bonita que la presentemos sino ese interior que de verdad se deja inundar por el Espíritu de amor lo que manifiesta la gloria de Dios



No es la apariencia externa por muy bonita que la presentemos sino ese interior que de verdad se deja inundar por el Espíritu de amor lo que manifiesta la gloria de Dios

Deum. 4, 1-2. 6-8; Sal. 14; Sant. 1, 17-18. 21b 22. 27; Mc. 7, 1-8a. 14-15. 21-23

Hay ocasiones en que nos damos cuenta cuando vemos a alguien hacer alguna cosa que quizá tiene que hacer por obligación que sin embargo lo está haciendo como de mala gana, de rutina, no está poniendo todo su ser en lo que está haciendo. Nos puede pasar en más de una ocasión, estamos cansados quizá pero aquello ahora hay que hacerlo y lo hacemos, pero como se suele decir estamos pero no estamos, lo hacemos fríamente, rutinariamente.
Y ¡ojo! que nos pasa más de una vez en nuestras oraciones, en los actos de piedad que realizamos, rezamos pero nuestra mente está en otro lado, realmente repetimos las palabras o los gestos pero solamente de una forma mecánica. Hemos llenado quizá nuestra relación con Dios de tantos ritos muy codificados que podemos tener el peligro de realizarlo ritualmente pero realmente no haya un encuentro vivo con el Señor. 
Cuantas veces quizá hemos recitado el rosario, porque decimos que tenemos que rezarlo todos los días a la Virgen, pero nuestros ojos se caían de sueño y simplemente nos reducíamos a recitar mecánicamente las avemarías, que al final terminábamos diciéndolas dormidos.
Cuantas veces estamos en la celebración de la Eucaristía y seguimos punto a punto todos sus gestos y sus ritos, pero al final nos preguntamos y qué nos ha dicho la Palabra de Dios y es que no nos acordamos ni de qué iba el evangelio. Podemos realizar una celebración milimétricamente perfecta porque hemos sido fieles hasta en lo más mínimos en todos sus ritos, pero nuestro corazón estar lejos del Señor. ¿Es eso dar verdadera gloria al Señor? ¿Solo porque el coro, por ejemplo, haya ejecutado magistralmente unos cantos muy solemnes con la mejor de las músicas es suficiente para que nuestro corazón esté cantando la gloria del Señor?
El rito, el canto, los gestos las acciones de la liturgia tienen que estar en función de ayudarnos a que de verdad nuestro corazón esté en el Señor y abierto a su Palabra, no solo en la ejecución perfecta por si misma. Puede parecer un tanto crudo esto que estoy diciendo pero con sinceridad hemos de reconocer que más de una vez nos ha sucedido así.
Nos llenamos de ritos, de normas, tratamos de medir milimétricamente lo que tenemos que hacer, pero nos olvidamos del espíritu, nos olvidamos de lo interior. Aquí quizá habría que pensar y revisar muchas de las reglamentaciones que todavía tenemos en nuestra Iglesia para mantener una uniformidad exterior, pero que no llega nunca a esa comunión interior que tendría que haber. Comenzando por la comunión interior que tendría que haber entre todos los que nos decimos seguidores de Jesús, comunión interior con Dios en una autentica oración porque en verdad abramos nuestro corazón a Dios que va más allá de repetir unas oraciones o unos ritos.
Ya le venían planteando a Jesús aquellos necesarios ritos de purificación a los que eran tan dados los judíos sobre todo los fariseos que de necesidades higiénicas pasaron a convertirse en ritos que podrían marcar lo que tendría que ser la verdadera pureza interior. Muy preocupados andaban los fariseos por si los discípulos de Jesús se lavaban o no se lavaban las manos antes de comer. Jesús les recuerda con palabras del profeta que honraban a Dios más con los labios que con el corazón. ‘El culto que me dan está vació porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos’.
Y Jesús nos habla de la verdadera pureza interior porque del corazón del hombre nos salen todos nuestros malos deseos. Así nos lo recuerda el evangelista. Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro del corazón del hombre salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro’.
Ya nos recuerda la carta del apóstol Santiago cual es el verdadero espíritu de la religión. ‘La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre es ésta: visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo’. Que haya verdadero amor en nuestro corazón, que en verdad seamos compasivos y misericordiosos como tantas veces se nos repite en los salmos; que ese corazón compasivo y misericordioso es lo que nos hace parecernos a Dios, porque ya Jesús nos lo propone en el sermón del monte como el ideal de perfección para nuestra vida, compasivos y misericordiosos como nuestro Padre del cielo.
Y eso lo podremos vivir cuando en nuestro interior de verdad estamos llenos de Dios, entramos en esa sintonía de amor con Dios; no es la apariencia externa por muy bonita o perfecta que la presentemos, es ese interior de verdad abierto a Dios dejándose inundar por su Espíritu de amor lo que manifiesta la gloria de Dios. Es la mejor forma de cantar la gloria del Señor, porque todo eso que vivimos en nuestro interior se va a traducir de verdad en el amor que le tengamos a los hermanos y la comunión que vivamos con todos. Esa es la autentica comunión con Dios.

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