jueves, 20 de septiembre de 2018

El amor que Dios nos tiene al ofrecer su amor y su perdón a todo pecador sobrepasa y supera todo lo que nosotros podamos pensar o imaginar


El amor que Dios nos tiene al ofrecer su amor y su perdón a todo pecador sobrepasa y supera todo lo que nosotros podamos pensar o imaginar

1Corintios 15,1-11; Sal 117; Lucas 7,36-50

Hay cosas en la vida que a veces nos desbordan. Sí, tenemos buena voluntad, queremos incluso creer en la gente, pero hay cosas que no comprendemos y nos llenamos de sospechas en nuestro interior y nacen desconfianzas, y hasta tenemos el peligro de irnos distanciando poco a poco de aquello que en principio creíamos. Y no se trata ya de cuando vemos cosas que no son justas pues no las aceptamos y queríamos que las cosas fueran de otra manera, porque rechazamos la injusticia. Es también cuando en un camino que queremos hacer, donde quizá nos está costando dar pasos para superarnos y para avanzar, de repente descubrimos una nueva actitud o una nueva postura que nos deja descolocados.
Cuántas cosas estarían pasando por la mente y el corazón de aquel fariseo que había invitado a comer a Jesús. ¿Por qué lo había invitado? ¿Buscando méritos o para quedar bien? Vamos a pensar por lo positivo y vemos buena voluntad en aquel hombre que algo quizá había sentido en algún momento ante lo que le escuchaba a Jesús. Ya sabemos como en otro momento vemos en el evangelio a un fariseo que va a ver a Jesús de noche, Nicodemo, y reconoce en Jesús algo especial, porque como le dice si Dios no está con El no puede hacer las obras que Jesús realiza.
El fariseo que hoy contemplamos en el evangelio había invitado a Jesús a comer a su casa, seguramente estaría gozoso de la presencia de Jesús y le agradaría escuchar sus palabras. Pero algo sucede que en cierta manera lo desordena todo. No sabemos cómo una mujer pública y pecadora logra entrar a la sala y se postra a los pies de Jesús derramando perfumes y lagrimas que trata de secar con su cabellera.
Podemos pensar en el momento de tensión que se crearía en aquellos momentos y por respeto al invitado no hubo de entrada una reacción violenta. En el interior del corazón de aquel hombre podríamos decir que había una fuerte tormenta. No entendía que Jesús no rechazara a aquella mujer, que se dejara hacer todo lo que le estaba haciendo. Era una mujer pecadora. Ya había sido un atrevimiento por parte de ella de introducirse en su casa, pero aquel hombre justo que era Jesús no podía permitir que la impureza de aquella mujer pudiera mancharle.
Todo lo que estaba sucediendo y la actitud de Jesús con aquella mujer sobrepasaba todas sus posibles expectativas, superaban la buena voluntad que había puesto cuando había invitado a Jesús a su casa. Allí seguían en su corazón sus reticencia, sus ritualismos, todo aquello que conformaba el estilo y el corazón de un fariseo. Y Jesús, según él, no podía ir en contra de todas las leyes y preceptos que se habían impuesto.
Y Jesús conocía muy bien lo que estaba pasando en aquel corazón. Por eso le propone la alegoría o parábola de los dos deudores. ‘¿Cuál le amará más?’ Habría mucho amor en aquel a quien más se le había perdonado. Y allí estaba aquella mujer pecadora, pero allí estaba con sus pecados, es cierto, pero con su mucho amor. Signos de ese amor estaba manifestando en sus lágrimas, en el perfume derramado, en los besos a los pies de Jesús. De alguna manera Jesús le estaba recordando que no había tenido con El los gestos normales de la hospitalidad cuando había llegado a aquella casa. Todo había sido muy formal, pero poco amor se había manifestado, mientras en aquella mujer se estaba expresando todo el amor que había en su corazón aunque fuera pecadora.
No podemos juzgar ni condenar. ¿Quiénes somos nosotros para saber lo que hay en el corazón de la persona? ¿Seremos capaces de calibrar todo el amor que cabe en el corazón de una persona? Somos tan negativos en la vida que siempre vamos viendo por delante los pecados o los defectos sin ser capaces de llegar a la hondura del corazón. Por eso Jesús le dirá a aquella mujer que sus muchos pecados quedan perdonados, que su fe y su amor le han hecho llegar la salvación a su corazón.
Claro que por allá seguirán las reticencias de los fariseos ante el perdón que Jesús ofrece a aquella mujer. ¿Quién puede perdonar pecados sino solo Dios? ‘¿Quien es éste que hasta perdona pecados?’ Les superaba la presencia del Dios amor que se manifestaba en Jesús.


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