sábado, 14 de julio de 2018

Tenemos que arriesgarnos en la vida sin ningún temor y no ya por nosotros mismos, sino en nombre del evangelio que anunciamos por ese mundo que queremos hacer mejor


Tenemos que arriesgarnos en la vida sin ningún temor y no ya por nosotros mismos, sino en nombre del evangelio que anunciamos por ese mundo que queremos hacer mejor

Isaías 6,1-8; Sal 92; Mateo 10,24-33

Ya una apetecería quizá que la vida fuera como un agradable paseo por lugares de encanto ya conocidos, sin sobresaltos ni preocupaciones porque todo fuera armonía y paz. Sin embargo, por una parte sabemos que la vida no es así, pero también tendríamos que reconocer que al final resultaría aburrida sin el aliciente de descubrir algo nuevo o de enfrentarse a nuevos y más valiosos retos. Claro que el descubrir algo nuevo nos puede llevar a sorpresas y sobresaltos, podríamos encontrar cosas que nos incomoden y al mismo tiempo nos exigiría un esfuerzo de superación y de crecimiento. Pero así es la vida, así hemos de tomarla y descubrirla, así hemos de darle un nuevo sentido y un nuevo valor a lo que hacemos y a lo que vivimos.
Claro que esa variedad de situaciones nuevas nos pueden producir cierta preocupación y ciertos miedos. Aparecen los miedos y los temores muchas veces en la vida, ante lo incierto que podemos descubrir tras ese recodo del camino, ante la reacción que podamos encontrar en quienes nos rodean por lo que hacemos o por lo que aspiramos, ante el temor de que podamos perder lo que hemos logrado hasta el presente, y así muchas cosas más que nos llenan de temores el espíritu. Pero es necesario arriesgarse para darle intensidad a la vida, de lo contrario se convierte en algo insulso y sin sabor.
Temores nos surgen en nuestro interior ante la reacción, como decíamos, de los que nos rodean, pero también ante la oposición que podamos encontrar; oposición que se puede volver violenta muchas veces, porque ya sabemos lo que sucede cuando hay demasiadas ambiciones en juego y tememos perder algo nuestro o algo conseguido. No es un mundo en paz el que nos rodea, bien lo sabemos, y más cuando nosotros queremos presentar con valentía esos valores en los que creemos porque nos decimos y queremos ser seguidores de Jesús y vivir el sentido de su evangelio del Reino.
Hoy por tres veces escuchamos en el evangelio decir a Jesús ‘no tengáis miedo’. Ha venido hablándoles Jesús cuando los ha enviado a hacer un primer anuncio del evangelio de las dificultades que iban a encontrar; iban como mensajeros de paz y no siempre encontrarían esa paz, sino que podría convertirse en rechazo; las palabras de Jesús tienen un largo alcance que no se reduce a aquel primer momento, sino que les hablará de persecuciones de todo tipo. Ya les había dicho que estuvieran preocupados por lo que habrían de responder o cómo defenderse porque el Espíritu pondría palabras en su boca. Ahora les dice que no tengan miedo.
Si Dios protege a los pajarillos del campo o cuida de la belleza de las flores nosotros valemos mucho más y Dios siempre cuida de nosotros. Por eso en ese caminar muchas veces incierto por los caminos de la vida no hemos de dejarnos aturdir por el temor, no podemos perder la paz del corazón. Algunas veces quizá nos sentimos tan confundidos que no sabremos como reaccionar; no podemos perder la paz, con nosotros en la vida camina el Señor y su Providencia nos protege. Es la confianza de los hijos.
La verdad y la luz han de resplandecer porque creemos en el que ha vencido a la muerte y ha salido vencedor sobre las tinieblas. Nos tenemos que confiar a su luz, nos tenemos que dejar guiar por la fuerza del espíritu, tenemos que arriesgarnos en la vida y no ya por nosotros mismos, sino en nombre del evangelio que anunciamos por ese mundo que queremos hacer mejor.

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