viernes, 1 de junio de 2018

Profundidad y altura de miras en la vida para despojarnos del ropaje de la vanidad y la superficialidad


Profundidad y altura de miras en la vida para despojarnos del ropaje de la vanidad y la superficialidad

1Pedro 4,7-13; Sal 95; Marcos 11, 11-26

Eso no es sino ramaje, apariencia, luego no se recogerá cosecha. Recuerdo que con palabras parecidas en alguna ocasión le escuche a mi padre, agricultor, que aquello que veíamos en la huerta con tanto ramaje solo se podía quedar en eso y que luego no pudiéramos tener buena cosecha.
Así nos puede pasar en la vida, nos quedamos en muchas ocasiones en apariencias, palabras bonitas, hermosas promesas, muchos propósitos, pero luego en el fondo de la persona no hay nada, sino que todo se queda en lo superficial, en consecuencia, en la mentira y en la falsedad. Tenemos que aprender a trabajar la vida desde el fondo, poniendo buenos cimientos, dándole un buen cultivo, abonando de verdad con verdaderos valores nuestra existencia, no quedándonos nunca en lo superficial ni en la apariencia, dándole un buen y verdadero sentido a lo que hacemos, purificando todo lo que sea necesaria con una buena poda de ramas superficiales y también de ramajes de malas costumbres que serán un obstáculo para nuestro crecimiento personal, poniendo también metas altas y llenas de espíritu en nuestra lucha y en nuestro caminar.
Cuando vivimos en la superficialidad, aunque nos creamos que todo es bello y es fácil y nos sentimos hasta contentos porque no tenemos que esforzarnos tanto, nos hacemos daño a nosotros mismos, pero es que también podemos dañar a los demás. Es que para mantener esa apariencia y vanidad avasallamos cuanto encontremos a nuestro paso y nos volvemos manipuladores, egoístas, intransigentes con los demás sobre todo con aquellos que no nos ríen la gracia. Esa apariencia es una forma de creernos superiores y llenos de poder y todo lo que pueda ser obstáculo a ese endiosarnos a nosotros mismos, lo queremos quitar de en medio. Lo vemos en tantos que se creen poderosos.
Las imágenes que hoy nos ofrece el evangelio nos llevan por estos derroteros. Nos habla de una higuera frondosa, pero que no tiene higos; nos habla de un culto vació y superficial en el templo de Jerusalén reducido a una serie de sacrificios en los que todo se queda en lo material de manera que han cambiado el sentido de lo que tendría que ser el templo, casa de Dios y casa de encuentro para la significación de la persona. No es eso lo que quiere Jesús; le veremos maldiciendo la apariencia de aquella higuera que no da fruto, pero también purificando el templo para que no sea una cueva de ladrones. Cuánta superficialidad y cuantas manipulaciones, cuánta pérdida de valores y cuanta vanidad y apariencia. Faltaba la profundidad de la verdadera fe.
Es lo que finalmente nos quiere enseñar Jesús, que le demos esa profundidad y también esa altura de miras a nuestra vida. Pero eso, incluso, cuando vamos a acercarnos al Señor con nuestra oración hemos de saber hacerlo desde el interior de nosotros mismos con un corazón limpio de toda maldad. Pero para eso necesitamos una purificación. Con un corazón maleado en rencores y regimientos, un corazón que no sabe sanarse perdonando de verdad y siendo verdaderamente misericordioso con los otros no podemos acercarnos al Señor con la pretensión que nos escuche en nuestras peticiones. Y cuando os pongáis a orar, perdonad lo que tengáis contra otros, para que también vuestro Padre del cielo os perdone vuestras culpas’, nos dice el Señor.
Profundidad, pues, y altura de miras en la vida para despojarnos del ropaje de la vanidad y la superficialidad y así podamos dar verdaderos frutos de vida.


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