sábado, 26 de julio de 2014

SAN JOAQUIN Y SANTA ANA, LOS PADRES DE LA VIRGEN

Una huella y un perfume que recibimos de nuestros mayores para aprender a hacer nuestro  mundo mejor

fiesta de los mayores y los abuelos

Eclesiástico, 44,  1.10-15; Sal. 131; Mt. 13, 16-17
‘Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron’, les decía Jesús refiriéndose a la suerte y a la gracia que ellos tuvieron de poder escuchar y estar con el Hijo del Hombre.
Sin querer forzar demasiado el evangelio y las palabras de Jesús podía estar refiriéndose a san Joaquín y Santa Ana a quien hoy estamos celebrando, los padres de María, la Virgen, que fueron los abuelos de Jesús. ¿Lo conocieron? ¿no lo conocieron? ¿Estarían ellos deseando también ver el día del Señor y no lo vieron?  El evangelio nos habla de aquel otro anciano que estaba en el templo también esperando la llegada del día del Señor y a quien el Espíritu Santo le hizo reconocer en aquel niño que llevaban José y María para su presentación en el templo al Mesías del Señor; ya recordamos cuanta era la alegría que desbordaba su corazón que ya solo deseaba morir  para seguir disfrutando de la presencia del Señor, porque ya sus ojos terrenales habían visto al Salvador que era la luz de todos los pueblos.
Por supuesto el evangelio no nos habla de san Joaquín y Santa porque tampoco entra en esas historias, llamémoslas, familiares; sólo una piadosa tradición nos habla de ellos, pero ya desde casi los primeros siglos del cristianismo así fueron considerados y a espaldas del lugar donde estuvo el templo de Jerusalén y muy cerca de la piscina probática - recordamos lo del paralítico que esperaba el movimiento de las aguas - se levanta una basílica muy antigua dedicada a Santa Ana y se tiene como el lugar del nacimiento de María.
Si una mujer anónima en el evangelio en medio de las gentes que escuchaban a Jesús prorrumpió en alabanzas a la madre que lo trajo al mundo - ‘dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron’ - nosotros quizá podríamos atrevernos a prorrumpir también en alabanzas para los padres de María; en cierto modo es lo que la Iglesia ha querido reconocer cuando los ha introducido desde siempre en el catálogo de los santos y que motiva la fiesta de este día.
Y es que si vemos las virtudes de María - salvo lo que es la gracia del Señor que así la enriqueció porque la había escogido para ser la madre del Hijo de Dios porque en su seno se encarnase el Verbo divino - también nosotros tenemos que cantar cánticos de alabanza para quien crió y educó a María en la que resplandeciera una fe y una humildad tan grande, como un amor tan exquisito y delicado. Todo en fin de cuentas es gracia del Señor, y lo que recibimos de los padres así hemos de verlo con ojos de fe.
En la rectitud y en las virtudes de los hijos podemos ver reflejados lo que fueron los padres, porque ellos, con lo que tienen en profundidad en sus vidas y en lo que enseñan a sus hijos no solo con sus palabras sino con su propio ejemplo, van dejando una impronta muy importante en ellos de manera que vienen como a marcar su vida y los hijos vienen a ser ese reflejo de los padres y de lo que les trasmitieron. Aunque el evangelio no nos diga nada de ellos, repito, en María estamos viendo como en un espejo lo que era también la fe, la humildad y la santidad de aquellos padres Joaquín y Ana que se convierten así también en los abuelos de Jesús. 
Al celebrar la fiesta de san Joaquín y santa Ana por ser los abuelos de Jesús, hace ya años que esa celebración se convierte en la fiesta de los mayores, la fiesta de los abuelos. Un reconocimiento de lo que vosotros, los mayores, nos habéis dejado con vuestra vida, pero también de lo que podéis seguir aportándonos. Un momento propicio para hacer una lectura con ojos de fe de lo que es la vida y en este caso la vida de los mayores, de nuestros mayores.
Aunque quizá en este momento pudieran venirnos a la memoria momentos tristes que nos hayan podido llenar de sufrimiento el corazón y la soledad que ya muchos sufrís también nos puede entristecer el alma, sin embargo creo que tenemos que recoger lo que ha sido vuestra vida en positivo y darle gracias a Dios por toda esa semilla de bien que habéis sembrado en los hijos y en cuantos os rodeaban, por esa semilla de bien que en el cumplimiento de vuestras responsabilidades habéis dejado sembrada en nuestro mundo con el deseo de hacerlo mejor.
Muchas huellas de cosas buenas habéis podido dejar sembradas en el surco de la vida de quienes os rodearon a lo largo de vuestra vida; pero también tenemos que decir que vuestra vida, porque estéis aquí, porque os veáis con muchos años y muchas limitaciones que van apareciendo en el cuerpo y en el espíritu, vuestra vida no es inútil; vuestra vida sigue teniendo una fecundidad muy grande. Con huellas de muchas cosas hermosas podéis seguir marcándonos los surcos de nuestra vida, la vida de quienes os rodeamos.
Será vuestro agradecimiento, y quiero comenzar por ello, por cuantas atenciones y por tanto cariño que podéis estar recibiendo de las personas que os cuidan y atienden. Es de corazones nobles ser agradecidos y reconocer cuanto recibimos de los demás. Y esa nobleza tiene que resplandecer en vuestro espíritu porque además será un buen aliciente para quienes estamos a vuestro lado para agradecer también cuanto de vosotros podemos recibir y de hecho recibimos. En eso queremos también aprender de vosotros. Grande es el cariño que también ustedes nos ofrecen y por lo que los que estamos cerca de vuestra vida les estamos profundamente agradecidos.
Pero todo eso bueno que habéis vivido, y que seguro que ha sido mucho y es bueno recordarlo y revivirlo, puede hacer rebrotar y florecer también en muchas cosas hermosas y positivas con las que podéis dejarnos el perfume de vuestra bondad, de vuestras inquietudes, de vuestras alegrías y esperanzas que ahora podéis compartir con nosotros, de muchas cosas que os ha ido enseñando la sabiduría de la vida y que no os podéis quedar para vosotros, sino que tiene que dejar una huella positiva en quienes os rodeamos y queremos recibir también vuestro cariño y con lo que tenemos que seguir aprendiendo a hacer mejor nuestro mundo.
Vosotros, queridos ancianos y ancianas, con vuestros muchos años y la experiencia de tantas cosas buenas de la vida, que ha sido vuestra experiencia y vuestro vivir, podéis ser como esas flores que se van deshojando pero que nos vais repartiendo esos pétalos perfumados que nos pueden llenar de color y de buen olor nuestras vidas. Ese deshojarse vuestra vida con el paso de los años no va a ser una pérdida porque nosotros iremos recogiendo esos pétalos perfumados de todas esas cosas buenas que nos ofrecéis para aprender también esa sabiduría de la vida que se desparrama de vosotros.
Como Joaquín y Ana dejaron su huella en María, también queremos que vuestras vidas con el perfume de tantas cosas buenas vaya dejando huella en nuestro mundo, porque así además contribuís a que entre todos los hagamos mejor.

Y pensad también que si sabemos hacer una ofrenda de nuestra vida al Señor, vuestro amor con todo lo bueno que deseáis hacer, pero también los sufrimientos que padecéis ya sea en vuestras limitaciones, debilidades y achaques que nos van apareciendo con el paso de los años, pero también de otras cosas que os hacen sufrir en el silencio de vuestro corazón en tantas soledades y recuerdos, puede ser como ese humo del incienso que se eleva al Señor que nos hace querer darle gloria al Señor con nuestra vida, pero que puede ser también un perfume - como el del incienso - que envuelva la vida de cuantos os rodean porque desde vuestra ofrenda van a ser gracia del Señor para nuestro mundo y para todos nosotros. Qué hermosa y valiosa puede ser vuestra vida cuando nos unimos en ofrenda al amor del Señor.

viernes, 25 de julio de 2014

La fiesta del Apóstol Santiago nos impulsa a ser misioneros y testigos del evangelio

La fiesta del Apóstol Santiago nos impulsa a ser misioneros y testigos del evangelio

Hechos, 4, 33; 5, 12.27-33; 12, 2; Sal. 66; 2or. 4,7-15; Mt. 20, 20-28
Ya un día a su paso por la orilla del lago Jesús lo había invitado junto con su hermano Juan a seguirle para hacerlos pescadores de hombres; lo mismo había hecho un poco más allá con Simón Pedro y su hermano Andrés. Pero es que había sido Andrés el que antes había llevado a su hermano Simón para que conociera a Jesús, diciéndole que habían encontrado el Mesías, como probablemente Juan le habría hablado a su hermano Santiago del que habían conocido allá en la ribera del Jordán.
Ahora Jesús los había invitado personalmente, como lo volvería a repetir cuando la pesca milagrosa tras una noche infructuosa, pero Pedro había echado las redes por la palabra de Jesús y había cogido una redada tan grande que las barcas se les hundían. También les diría entonces, ‘venid conmigo, y os hará pescadores de hombres’, y lo habían seguido dejándolo todo.  
Así habían estado con Jesús escuchándole a El directamente las explicaciones que no hacía a las multitudes y pronto Jesús había constituido el grupo de los doce, en el que en los primeros lugares de los llamados estaban ellos. Serían testigos de momentos especiales porque a Pedro, a Santiago u a Juan se los llevaba Jesús ya fuera en la resurrección de la hija de Jairo, ya fuera en lo alto del Tabor para la transfiguración, o ya sería al final en Getsemaní en aquella noche de agonía y oración en que le habían acompañado en lo hondo del huerto entre sus somnolencias.
Pero Santiago también sentía sus impulsos por estar con Jesús y por seguirle o por querer ser de los más cercanos. Eso quizá despertaría ambiciones especiales en su corazón, y ya por la cercanía con que Jesús se mostraba con ellos, o ya amparándose en los lazos familiares que les unían, les llevaría a la escena que hoy hemos contemplado en el evangelio. Jesús encauzará esos impulsos porque también Jesús necesitaba hombres con coraje a los que un día enviará hasta el fin del mundo para anunciar su evangelio del Reino de Dios. Bien veremos, según hermosa tradición, llegar en pocos años hasta el fin de la tierra entonces conocida por occidente para llegar hasta nuestra tierra hispana anunciando el evangelio de Jesús. Dios se vale también de lo que somos y valemos para realizar su obra.
Hoy en el evangelio lo veremos con su hermano Juan que se acercan capitaneados por su madre, podemos decir, hasta Jesús para hacerle una petición que ellos consideraban importante. En ese Reino que Jesús anunciaba alguien tendría que estar en primeros lugares cerca de Jesús para ayudarle en su tarea. ‘Ordena que estos dos hijos míos, será la madre la que lo pida, se sienten en tu reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda’.
No saben lo que piden, como les dirá Jesús. No les dice que realmente ellos no ocupen esos puestos, sino que expresará Jesús lo que son las condiciones para ocupar esos primeros puestos en su reino. Ese Reino de Jesús que tendrá su momento importante de proclamación constitutiva en medio de la entrega de su pasión ya anunciada y su muerte en la cruz, como supremo gesto de entrega hasta lo infinito. Será el cáliz del dolor y de la pasión, el cáliz de la entrega hasta el final y dar la vida, pero ¿ellos estarán dispuestos a beber ese cáliz? ‘¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?’
Como es normal en todo grupo cuando brillan las ambiciones de algunos, pronto comenzarán a florecer esas mismas ambiciones en los otros acompañadas de las malas hierbas de los recelos, las envidias y las desconfianzas.  ‘Los otros diez, al oírlo, se indignaron contra los dos hermanos’. Pero será la ocasión para que Jesús una vez más nos deje claras cuales con las condiciones del Reino.
No podemos andar a la lucha de los unos contra los otros como sucede en las cosas de nuestro mundo y sigue sucediendo cuando algunos comienzan a saborear las mieles del poder. ‘Los jefes de los pueblos los tiranizan y los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea el último, que sea vuestro esclavo’. Está claro cuales han de ser nuestras grandezas que tienen que pasar necesariamente por el servicio y por la humildad.
¿Aprendería la lección nuestro Santiago, hijo de Zebedeo, a quien hoy estamos celebrando? La tradición nos habla de ese camino largo que hizo para llegar a los confines de la tierra a anunciar el evangelio de Jesús, aunque no le fuera fácil. Pero también hemos escuchado hoy el relato de su martirio, siendo el primero de los apóstoles que muriera por el nombre de Jesús.
Hoy estamos celebrando la fiesta del Apóstol Santiago que para nosotros los españoles tiene tan especial significado, no solo por la tradición de haber predicado el evangelio en nuestras tierras hispanas, sino también porque conservamos su sepulcro en Compostela. Que con su guía y patrocinio se conserve la fe en España, como expresamos en el prefacio y las oraciones de la Misa. Creo que tenemos que pedirle que nos de también ese ímpetu que él tenía en ese deseo de estar cerca de Jesús y al mismo tiempo ese impulso misionero que le hizo llegar hasta nuestras tierras para el anuncio del evangelio.
A lo largo de los siglos no nos ha faltado a los españoles ese ímpetu misionero y han sido muchos los que a lo largo de todos los tiempos también se han ido a lo largo de todo el mundo haciendo ese anuncio misionero. Hoy necesitamos seguir cultivando ese espíritu misionero y evangelizador comenzando por nuestra propia tierra, tan necesitada de una nueva evangelización. Creo que podría ser algo que le pidiéramos hoy, y la lección que tomáramos de su vida para nosotros. 
Que en verdad seamos servidores del Evangelio, porque lo vivamos nosotros con toda intensidad, pero porque también con nuestra vida, nuestro ejemplo, nuestra palabra seamos anuncio y signo de evangelio para los que nos rodean.  Bien necesita el mundo que nos rodea de ese anuncio del evangelio, de esos testigos del evangelio que tenemos que ser nosotros.


jueves, 24 de julio de 2014

La escucha de la Palabra es siempre oración, porque es un diálogo de amor


La escucha de la Palabra es siempre oración, porque es un diálogo de amor


Jer. 2, 1-3.7-8.12-13; Sal. 35; Mt. 13, 10-17

Alguna vez quizá lo hemos pensado y hasta quizá expresado el sueño o el deseo de haber estado nosotros escuchando a Jesús como le escuchaban sus discípulos o aquellas gentes de Galilea o de cualquier parte de Palestina que acudían a El para escucharle. Pensamos y soñamos cuánto hubiéramos disfrutado escuchando de sus propios labios las palabras de Jesús; y hasta pensamos en la respuesta que nosotros hubiéramos dado con nuestra vida a lo que Jesús decía y enseñaba.
¿Sueños irrealizables? ¿deseos inalcanzables? ¿cierta envidia quizá de quienes sí pudieron oírle? Hoy le hemos escuchado decir a Jesús directamente a aquellos que sí le escuchaban y más directamente aún al grupo de los discípulos más cercanos ‘Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen. Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron’. No son simples sueños nuestros, hemos de reconocer.
Pero sí tenemos la suerte y la gracia de tener con nosotros siempre la Palabra de Jesús. Agradecidos tendríamos que estar porque los evangelistas dejándose inspirar por el Espíritu Santo nos dejaron por escrito las Palabras de Jesús con toda fidelidad para que nosotros podamos seguir escuchándolas, y agradecidos a la Iglesia que nos ha trasmitido a lo largo de los tiempos, también con la asistencia del Espíritu Santo, la Palabra de Dios con toda fidelidad.
Claro que esto nos exige también a nosotros una apertura grande de nuestro espíritu a esa Palabra de Dios que nos trasmite la Iglesia con el deseo de plantarla de verdad en nuestro corazón. Apertura de nuestro corazón con un espíritu grande de humildad porque es la verdadera llave que nos lo abre para que llegue a nosotros esa gracia, esa riqueza de la Palabra de Dios.
Los discípulos se acercaron a Jesús cuando llegaron a casa para preguntarle por qué hablaba en parábolas para la gente. Jesús les hace comprender que ellos tienen una riqueza grande de gracia cuando pueden escuchar y entender toda la revelación del misterio de Dios. De alguna manera está resaltando ese espíritu humilde, ese corazón abierto que ellos tienen para recibir ese mensaje de Dios; pero les hace comprender cómo han tantos que se cierran a ese misterio de la fe, a ese misterio de Dios y son incapaces de comprender el misterio que se les quiere revelar.
‘Está embotado el corazón de este pueblo, son duros de oído, han cerrado los ojos, para no ver con los ojos,  ni oír con los oídos, ni entender con el corazón, ni convertirse para que yo los cure’. Cuando ponemos o tenemos barreras entre nuestra vida y la Palabra de Salvación que se nos revela, no podrá llegar a nosotros esa semilla de gracia que nos haga renacer y que transforme nuestra vida. Oirán sin entender, mirarán sin ver, les dice Jesús.
Pero, siempre la pregunta que tenemos que hacernos, ¿nos pasará a nosotros eso? También tenemos el peligro y la tentación; también se nos pueden meter resabios de orgullo en nuestro corazón que se convierten en corazas y en barreras que no dejan pasar la gracia del Señor. Pidámosle con humildad al Señor que no nos pase eso, que no se nos cierre el corazón; que su gracia venza esas resistencias que nosotros podamos poner, cuando cerramos nuestros oídos porque nos llenamos de soberbia y de orgullo, de autosuficiencia y de vanidad. 
Con espíritu de oración hemos de acercarnos nosotros a la Palabra de Dios, no solo porque le pidamos esa gracia de ser humildes para escucharla y recibirla,  sino porque nos demos cuenta de que escuchar la Palabra es un diálogo; es entrar en un diálogo de amor, donde Dios nos habla y nosotros con humildad y amor le respondemos. Nuestra oración no puede ser un monólogo por nuestra parte donde solo vayamos a llevar una lista de peticiones, como quien lleva la lista de la compra,  ni es tampoco, porque así Dios lo quiere, un monologo de Dios a nosotros en que no podamos responderle. La escucha de la Palabra de Dios es siempre oración, porque es un diálogo de amor entre Dios y nosotros.

miércoles, 23 de julio de 2014

La alegoría de la vid y los sarmientos compendio del camino de la espiritualidad cristiana

La alegoría de la vid y los sarmientos compendio del camino de la espiritualidad cristiana

Gal. 2, 19-0; Sal.33; Jn. 15, 1-8
Escuchamos en el evangelio la conocida alegoría de la vid y los sarmientos. Una rica imagen que nos ofrece el evangelio y que me atrevería a decir que compendia de forma muy hermosa el camino de nuestra espiritualidad. Es la imagen de la vid que ha de ser cuidada, pero cuyos sarmientos han de estar profundamente unidos a la cepa, a la vid, porque de lo contrario no tendrían vida por si mismos ni podrían dar los hermosos frutos que de ellos se esperarían; pero vid y sarmientos que han de ser bien atendidos y cuidadosamente podados para quitar lo inservible, lo que le restaría savia y vida para que puedan producir los mejores frutos.
He dicho que puede ser un hermoso compendio del camino de nuestra espiritualidad, pero no de una espiritualidad cualquiera sino de nuestra espiritualidad cristiana. Hay en el corazón del hombre un ansia y una sed de infinito y de plenitud; sentimos hondamente dentro de nosotros que somos algo más que materia, porque somos seres espirituales y estamos llamados a darle una trascendencia a nuestra vida que va más allá de nuestras funciones corporales y meramente animales, podríamos decir.
Pero ese ser espiritual no lo vivimos nosotros de cualquier manera; además ser espiritual es algo más que decir que rezamos mucho porque creemos en Dios, o que le tenemos mucha devoción a los santos y tenemos muchas imágenes con nosotros, ‘muchos santitos’; tampoco se trata de esas fuerzas o energías positivas, como se dice ahora, que todos llevamos dentro o que nos puedan hacer tener como unos poderes especiales. Hoy muchos por ahí nos hablan de que son muy espirituales, porque creen en las fuerzas de los espíritus, porque dicen que tienen una energía espiritual o porque dicen que nos pueden leer la mente o lo que nos ha pasado o nos puede pasar. Hay además una utilización de muchos signos religiosos cristianos por esas personas para hacernos creer en sus poderes y hacérsenos pasar por seres espirituales, dándole un sentido mágico a todo lo religioso y espiritual. Tenemos que tener cuidado con todas esas cosas que nos crean profunda confusiones.
Hablaba al principio de esa sed de espiritualidad que hay en el fondo del corazón de todo hombre, de toda persona, pero nosotros tenemos una fuente que de verdad nos lleva a Dios  y a tener una profunda espiritualidad que nosotros además apellidamos cristiana. Es que en Cristo tenemos el fundamento; su Palabra es la que de verdad ilumina nuestra vida por dentro y no será un espíritu como energía que vaga por el mundo quien nos haga crecer interiormente, sino que es el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo que Jesús nos prometió el que nos va a llenar de esa vida de Dios en quien de verdad va a encontrar el hombre su plenitud.
Es el Espíritu Santo, el Espíritu divino, no una energía como si fuera una fuerza que sale de un imán, el que de verdad nos llena de vida y nos eleva para darle verdadera profundidad a nuestra existencia. Es necesario, pues, mantener nuestra unión con Dios, con su Espíritu divino, que es el que nos llena de vida y nos hace tender a lo más grande, a lo más noble, a lo verdaderamente espiritual.
Jesús nos habla de la necesaria unión de los sarmientos y la vid, ya lo hemos comentado, que es hablarnos de esa unión con Dios que mantenemos con nuestra oración, con la escucha de la Palabra de Dios, con la gracia de los sacramentos que nos hace partícipes de esa vida de Dios. Una persona verdaderamente espiritual tiene que ser una persona de oración profunda, que sepa sentir y vivir la experiencia de la presencia de Dios en su vida; una persona verdaderamente espiritual ha de ser alguien abierto a Dios y a su Palabra, porque ahí encontrará el camino de su vida y la luz para ese camino; una persona verdaderamente espiritual es alguien que está en continuo crecimiento en su interior, pero que le hará purificarse continuamente de todo aquello que va manchando su vida y que sería una rémora que le impidiera avanzar hacia Dios.
Es lo que nos ha explicado en las imágenes de la alegoría de la vid Jesús en el Evangelio. Es lo que nos llevará a que demos frutos de amor y de santidad en nuestra vida. Una persona impregnada de la espiritualidad cristiana será siempre una persona que derroche amor, compromiso por los demás, generosidad, desprendimiento, deseos de bien y de bondad, que se mostrará siempre sincera y veraz en su vida, que obrará en todo momento con toda rectitud.

Es que en ese camino de la verdadera espiritualidad cristiana ya solo viviremos para Dios y dejaremos que Dios habite para siempre en nuestra vida; más aún, no es nuestra vida, sino que es la vida de Dios que habita en mí, como nos ha dicho san Pablo.

martes, 22 de julio de 2014

Me levanté y recorrí la ciudad por las calles y las plazas, buscando al amor de mi alma…

Me levanté y recorrí la ciudad por las calles y las plazas, buscando al amor de mi alma…

Cantar de los Cantares, 3, 1-4; Sal. 62; Jn. 20, 1-2.11-18
‘Mujer, ¿por qué lloras?’, le preguntan dos veces a María, la de Magdala, que estaba fuera, a la entrada del sepulcro, llorando. Primero fueron los ángeles que, vestidos de blanco, estaban sentados, uno a la cabecera y otro a los pies donde había estado el cuerpo de Jesús.
‘Al amanecer había ido María al sepulcro, cuando aun estaba oscuro, y vio la loza quitada del sepulcro’. Había corrido a decirlo a Simón Pedro y a Juan, y ahora allí estaba llorando a la entrada del sepulcro. ‘Se han llevado a mi Señor y no sé donde lo han puesto’.
Grande era el amor de María por Jesús, que la había liberado de siete demonios, como dice el evangelista Marcos. ¿Será la misma María que se había atrevido a entrar en casa de Simón el fariseo para perfumar los pies de Jesús y lavárselos con sus lágrimas? Da igual. Mucho amor había en su corazón, porque sus muchos pecados se le habían perdonado. Había llegado hasta el pie de la cruz de Jesús. Era una de los pocos que llegaron hasta el Calvario con Jesús. Luego había mirado bien donde lo habían puesto para venir a embalsamarlo debidamente. Ahora no estaba allí el cuerpo del Señor. ¿Se lo habían robado? ¿Lo habían llevado a otra parte?
Ella estaba dispuesta a cargar con él si le decían donde lo han puesto. Por segunda vez le han preguntado del por qué de sus lágrimas y además le habían preguntado también ‘¿a quién buscas?’ ¿A quien iba a buscar sino a quien era el amor de su vida? Se había sentido profundamente amada del Señor que le había perdonado sus muchos pecados, y ahora tenía que seguirle amando. Tenía que saber donde encontrarle.
Pero Jesús estaba allí. Era quien le había preguntado. Solamente llamarla por su nombre ‘¡María!’ había suficiente para que a través del velo de sus lágrimas pudiera reconocerle. ‘¡Rabboni! ¡Maestro!’ y se había postrado a los pies de Jesús una vez más.
Pero para ella había una misión. Como dice de ella la liturgia bizantina era ‘Apóstol de los Apóstoles’. Había de ir a anunciar a los demás que era verdad que Cristo había resucitado. Si antes había corrido por las calles de Jerusalén loca de dolor porque no había encontrado el cuerpo del Señor Jesús, ahora correría pero loca de alegría para hacer el gran anuncio de la resurrección, para llevar la alegría pascual al resto de los discípulos.
‘Lo busqué y no lo encontré; me levanté y recorrí la ciudad por las calles y las plazas, buscando al amor de mi alma… ¿viste al amor de mi alma? Apenas los pasé, encontré al amor de mi alma’. Así escuchábamos el texto del Cantar de los Cantares, que bien podemos aplicar a María Magdalena a quien hoy estamos celebrando, pero que tendría que ser el cántico que saliera de lo hondo de nuestro corazón en ese deseo de encontrar a Dios, de encontrarnos con el que es el amor verdadero, el amor de nuestra vida.
‘¿A quién buscas?’, le preguntan a María y sería la pregunta que nos hiciéramos a nosotros mismos. ¿A quién buscamos? Ese tendría que ser el deseo hondo de nuestra alma, buscar a Dios y encontrar a Dios, buscar el amor verdadero y encontrarnos con quien es el amor verdadero de nuestra vida. Que no haya tinieblas en nuestros ojos para que podamos ver a Dios; que no haya velos de tinieblas de pecado en nuestra alma para que podamos encontrarnos con Jesús y recibir de El la salvación.
Eso tendría que ser siempre nuestra oración; ese llenarnos de Dios, porque con El nos encontramos y nos llenamos de alegría tendría que ser siempre el sentido de nuestras celebraciones. Ese tiene que ser el ardor que sintamos en nuestro corazón, como aquellos discípulos de Emaús para correr a la Jerusalén de la vida para encontrarnos con los hombres de nuestro tiempo y proclamar con toda valentía nuestra fe en la resurrección del Señor y todo lo que es la esperanza de nuestra vida.

Que con la intercesión y el ejemplo de María Magdalena, como pedimos en la oración litúrgica de esta fiesta. Tengamos la fuerza del Espíritu en nosotros para anunciar siempre a Cristo resucitado y verle un día glorioso en el Reino de los Cielos

lunes, 21 de julio de 2014

Sólo descubriendo todo el inmenso amor que Dios nos tiene crecerá más y más nuestra fe

Miqueas, 6, 1-4.6-8; Sal. 49; Mt. 12, 38-42
‘Si  no lo veo, no lo creo’, es proverbial recordar esta frase de Tomás cuando negaba que Jesús hubiera resucitado y pedía pruebas que le convencieran, sin embargo estuvo abierto a la fe pues cuando se encontró con Cristo resucitado creyó y no necesitó de aquellas pruebas que pedía.
Pero también es proverbial el decir que no hay peor sordo que el que no quiere oír ni peor ciego que el que no quiere ver; muchas veces quizá hemos repetido estas frases ante personas que por más que les expliquemos las cosas y tengan delante las pruebas no quieren creer. Quizá serían las más apropiadas para describir la actitud de aquellos escribas y fariseos que vienen pidiendo una vez más señales a Jesús para creer en El.
‘Maestro, queremos ver un milagro tuyo’, le dicen. A estas alturas del evangelio ya han podido contemplar más de un milagro realizado por Jesús, pero aún piden más. Son como el ciego que no quiere ver aunque esté viendo porque las cosas están palpables ante sus ojos. Ya con ocasión del milagro del ciego de nacimiento que Jesús envió a lavarse a la piscina de Siloé, después de toda la diatriba que se armó Jesús sentenciará al final: ‘Yo he venido a este mundo para un juicio: para dar la vista a los ciegos y para privar de ella a los que creen ver’. Y dice el evangelista que algunos fariseos al escuchar estas palabras de Jesús le dijeron: ‘¿Acaso también nosotros estamos ciegos?’ A lo que Jesús les respondió: ‘Si estuvierais ciegos no seríais culpables; pero, como decís que veis, vuestro pecado permanece’.
Jesús podría haberles replicado a la petición que hoy le vemos que le hacen haciendo una relación de todos aquellos signos y milagros que había realizado. Cuando vinieron los discípulos de Juan preguntando en su nombre si era el que había de venir o habían de esperar a otro, Jesús realizará milagros en su presencia curando enfermos, y les mandará que le cuenten a Juan lo que han visto y oído: ‘Los ciegos ven, los inválidos pueden caminar, los leprosos quedan limpios y los muertos resucitan’.
Pero es que en los enviados de Juan hay sinceridad en la petición, en el caso de los fariseos ahora lo que hay es cerrazón en su corazón. Por eso, la respuesta será distinta. Ahora les va a decir que ellos van a ser juzgados por aquellos paganos que escucharon la predicación de Jonás y se convirtieron o por la reina del Sur que vino desde lejanas tierras para escuchar la sabiduría de Salomón; y como les dice ‘aquí hay uno que es más que Salomón’.
El signo de Jonás será el gran signo, porque es imagen y es anuncio de lo que será la muerte y la resurrección de Jesús. ‘No se le dará más signo que el del profeta Jonás. Tres días y tres noches estuvo Jonás en el vientre del cetáceos; pues tres días y tres noches estará el Hijo del Hombre en el seno de la tierra’, en clara alusión a su muerte y resurrección.  Y las gentes de Nínive creyeron la predicación de Jonás y se convirtieron con sinceridad al Señor. ‘Y aquí hay uno que es más que Jonás’, les dice.
Pero la pregunta que tenemos que hacernos para nuestra vida, porque en todo esto hemos de saber hacer una lectura de nuestra vida y de lo que el Señor quiere decirnos, sería ¿y nosotros creemos? ¿También estaremos pidiendo signos y señales, milagros a cada momento para creer?
Nuestra fe, por supuesto, no es simplemente cerrar los ojos y decir sí ciegamente. Claro que surgen dudas en nuestro interior y nos hacemos también preguntas; es que tenemos que asumir de una forma madura nuestra fe. Por encima de todo ponemos nuestra confianza en el Señor y creemos en su Palabra, pero esa Palabra y ese mensaje de salvación que escuchamos hemos de saberlo rumiar en nuestro interior para hacerlo en verdad vida de nuestra vida. Tenemos una razón y una inteligencia con la que hemos de saber razonar y entender bien todo el contenido de nuestra fe.
Pero en el camino de la vivencia de nuestra fe entra también y de una forma muy importante el corazón. Y digo que entra de forma importante el corazón en el sentido de que abrirnos al misterio de Dios es abrirnos a su misterio de amor; será descubriendo todo ese inmenso amor que Dios nos tiene como crece más y más nuestra fe; abriéndonos a ese misterio de amor veremos y sentiremos cómo Dios se hace presente en nuestra vida y llegaremos a descubrir cuántas maravillas realiza cada día en nosotros.

Será así que con toda sinceridad nos acercaremos a Dios, pero dejaremos que Dios se acerque y penetre en nosotros llenándonos de su vida y de su amor.

domingo, 20 de julio de 2014

Enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser humano y diste a tus hijos la dulce esperanza de que, en el pecado, das lugar al arrepentimiento

Enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser humano y diste a tus hijos la dulce esperanza de que, en el pecado, das lugar al arrepentimiento

Sab. 12, 13.16-19; Sal. 85; Rm. 8, 26-27; Mt. 13, 24-43
‘Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre’, viene a ser la conclusión de estas parábolas que nos propone Jesús y de sus explicaciones. Para mí son palabras de consuelo y de esperanza, porque a pesar de las oscuridades o de las maldades en que nos veamos envueltos en este camino de la vida al final hay una luz, al final podremos brillar con esa luz si hemos sabido mantener la esperanza y hemos tratado de ser fieles.
Muchas veces decimos que estamos aquí en medio de un valle de lágrimas; es lo que expresamos en esa oración a la Virgen en la que la invocamos como madre y reina de misericordia, a quien acudimos para que después de este valle de lágrimas con ella podamos también alcanzar la gloria del cielo. Es cierto que muchas veces la vida se nos hace dura, son muchos los contratiempos o las tentaciones que tenemos que sufrir y aunque quisiéramos que todo fuera bueno sabemos que el mal y el bien se entremezclan en nuestros corazones, pero también es la realidad del mundo en el que vivimos.
Dios creó el mundo bueno; recordemos aquella primera página de la Biblia en que se nos habla de la creación; ‘y vio Dios que todo era bueno’; así salió de las manos del Creador. Como la buena semilla sembrada en el campo de la vida, tal como nos habla hoy la parábola que Jesús nos ha propuesto.
Pero apareció el mal que pervirtió el corazón del hombre, como nos dice la Biblia. En la parábola se nos habla del maligno que sembró la mala semilla, la cizaña donde el propietario había sembrado buena semilla. ‘¿No sembraste buena semilla en tu campo? ¿de dónde sale la cizaña?’, se preguntan los criados cuando ven aparecer la cizaña en medio de las buenas espigas. ‘Un enemigo lo ha hecho’, es la respuesta.
La parábola es un buen retrato de nuestra vida y de nuestro mundo. Y digo también un retrato de nuestra vida porque no nos podemos poner como fuera del cuadro, como si fuéramos simplemente espectadores y a nosotros eso no nos tocara porque los malos son los otros. Ese mal se nos mete también en nuestro corazón; y aquí tendríamos que decir aquello de que ‘el que esté sin pecado que tire la primera piedra’. Tenemos, es cierto, buenos sentimientos y buenos deseos; queremos obrar con rectitud y hacer las cosas bien; pero bien sabemos que no siempre es así, que somos débiles y pecadores y muchas veces hemos dejado meter el mal en nuestro corazón y no todo lo que hacemos es bueno.
Con realismo tenemos que saber leer la parábola y nuestra vida, pero también con la esperanza que el Señor quiere ofrecernos. Aquellos criados querían arrancar la mala cizaña, pero el propietario tiene otra forma de entender las cosas. Las deja crecer juntas, la buena y la mala cimiente, espera hasta el final, donde será el juicio definitivo. Mientras, podríamos decirlo así, está la esperanza del Señor sobre nosotros.
Cuando vemos el mal que nos rodea - y en eso nos es más fácil ver el mal que nos rodea que el propio mal que hay en nosotros - sentimos el impulso de pensar que por qué no se arranca de una vez para siempre ese mal del mundo; si Dios es tan poderoso y tan bueno y justo, pensamos, por qué con su poder no castiga ya todo ese mal que existe fulminando con un rayo que los destruya a todos los que obran el mal. Así pensamos. Pero ¿cuál es el pensamiento de Dios?
La parábola nos está dando pistas porque nos está hablando de la paciencia misericordiosa de Dios que siempre espera nuestro cambio y nuestra conversión. Cuánto nos habla Jesús de la misericordia de Dios a lo largo del evangelio; cómo se manifiesta Jesús siempre misericordioso y compasivo buscando el cambio y la conversión del pecador.
De ello nos hablaba ya el sabio del Antiguo Testamento que escuchamos en la primera lectura. ¿En qué se manifiesta el poder del Señor? ‘Tu poder es el principio de la justicia, y tu soberanía universal te hace perdonar a todos… juzgas con moderación y nos gobiernas con gran indulgencia… obrando así, enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser humano y diste a tus hijos la dulce esperanza de que, en el pecado, das lugar al arrepentimiento’. ¡Qué bellas y consoladoras palabras! El Señor nos manifiesta su poder y grandeza no en la fuerza, sino en la misericordia y el perdón. Por eso, teníamos que decir con el salmo, ‘Tú, Señor, eres bueno y clemente’.
Dios nos espera. Su misericordia está siempre presente. Y ese amor y esa misericordia del Señor tiene que movernos a la conversión, a que seamos buena semilla, buena planta que demos buenos frutos. Y de la misma manera que sentimos y experimentamos esa misericordia del Señor sobre nuestra vida, así hemos de mostrarnos nosotros con los demás. ¿Quiénes somos nosotros para condenar? ¿Por qué tenemos que estar siempre mirando que el mal está en los otros y no somos capaces de ver lo malo que hay también muchas veces en nuestro corazón? Por eso, como nos decía el sabio del antiguo testamento ‘enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser humano’. Podríamos recordar otras parábolas del evangelio.
Nos queda pensar, siguiendo con el evangelio que hoy hemos escuchado, que esa buena semilla que hay en nosotros, aunque sea pequeña como un grano de mostaza, hemos de plantarla también para que se haga planta grande que llene de vida nuestro mundo. Esas pequeñas semillas de nuestro amor y nuestra bondad, esos buenos deseos que tenemos ahí dentro de nuestro corazón en la búsqueda de lo bueno, de la verdad, de lo que es justo, vayamos sembrándolas en nuestro mundo porque así desde esas pequeñas cosas que hacemos podemos irlo en verdad transformando.
Nos habla también Jesús, en la otra parábola, de la levadura que hace fermentar la masa. Esa fe que tenemos en nuestro corazón, esos valores del evangelio de los que nosotros queremos impregnar nuestra vida, ese sentimiento espiritual que nos hace tender hacia arriba y nos hace buscar cosas grandes tienen que ser granos de levadura que nosotros vayamos metiendo en la masa de nuestro mundo, tantas veces tan materialista, tan afanado por el consumismo, tan deseoso de placeres terrenales que le impiden dar trascendencia a la vida.
Vayamos llevando esa levadura que tenemos en nuestra vida a ese mundo que nos rodea, y aunque nos parezca que poco podemos hacer, sabemos que basta un puñado pequeño de levadura para que haga fermentar toda la masa. Es lo que podemos hacer con lo que tenemos de bueno en nosotros, con nuestra fe y con nuestros sentimientos espirituales; es lo que podemos hacer acompañando a nuestro mundo y sus problemas con nuestra oración y la vivencia de esos valores espirituales y así podremos hacer en verdad que nuestro mundo sea mejor.
Comenzábamos recordando las palabras finales de Jesús a los comentarios que hizo sobre la parábola; ‘entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre’, y decíamos que esas palabras eran de gran consuelo y esperanza. Pero diría más, son palabras también que nos comprometen; hemos de brillar como el sol en el Reino de nuestro Padre; han de brillas nuestras buenas obras, como nos dirá Jesús en otro lugar del evangelio, para que todos den gloria al Padre del cielo; hemos de resplandecer porque tenemos que ser buena semilla, levadura que transforme nuestro mundo.
Es el compromiso de nuestra fe que tenemos que vivir de forma concreta ahí en ese terreno de nuestra vida de cada día. Cada día tenemos que hacer un poco mejor el ambiente en el que vivimos, la familia, los amigos de los que nos rodeamos, el lugar de nuestro trabajo, allí donde hacemos nuestra convivencia. Nos quejamos tantas veces que vemos tanto egoísmo, tanto materialismo, tantas maldades. No nos quejemos sino pongamos nosotros bondad, amor, solidaridad, alegría, paz, esperanza, ilusión. Contagiemos, como levadura, de todo eso a los que nos rodean.
Y que nunca, de ninguna manera, nosotros seamos cizaña porque nos domine el egoísmo o la maldad. En eso tenemos que aprender a superarnos cada día. Y lo podemos hacer porque el Espíritu del Señor está en nosotros y El ora en nuestro corazón con gemidos inefables, como nos decía san Pablo, para pedir lo que mas nos conviene; pidamos esa conversión de nuestro corazón para ser siempre buena semilla para los demás, levadura para nuestro mundo.