sábado, 28 de junio de 2014

Corazón de María, cofre precioso donde se guardan los tesoros más preciados del amor



Corazón de María, cofre precioso donde se guardan los tesoros más preciados del amor

Is. 61, 9-11; Lc. 2, 41-51
Si ayer contemplábamos el Sagrado Corazón de Jesús meditando sobre el tesoro inagotable de su amor por nosotros, hoy la liturgia nos invita a hacer esta memoria de la Virgen queriendo fijarnos en su Corazón Inmaculado.
Nos vamos a atrever a acercarnos calladamente a María para abrir ese cofre precioso de su Corazón y tratar de descubrir cuáles son los tesoros maravillosos que allí guarda. En el evangelio repetidamente se nos dice que ante todo lo que le iba sucediendo o iba sucediendo ante sus ojos ella ‘conservaba todo en su corazón’.
¿Qué podemos encontrarnos en el Corazón de María? Primero que nada nos damos cuenta que es la mujer llena de Dios. Como la llena de gracia la había saludado el ángel que le decía que Dios estaba con ella y así la vemos poseída de Dios. Si ayer cuando contemplábamos el corazón de Cristo escuchábamos que si nos amamos los unos a los otros, Dios habita en nosotros y nosotros en El, ¿qué podemos decir, entonces, del Corazón de María, rebosante siempre de fe y de amor?
Iremos, pues, contemplando cómo se suceden todas las virtudes en el corazón de María. Allí vemos resplandecer su fe, la fe de la mujer abierta siempre al misterio de Dios, que se dejaba asombrar por su presencia y por las maravillas que Dios iba realizando en ella. Es la mujer de la fe humilde, porque reconoce las maravillas del Señor y siempre se sentirá pequeña - ahí y así se manifiesta su grandeza - para estar siempre en disponibilidad total para Dios y para los demás.
Se llama a sí misma la humilde esclava del Señor, que siempre estará buscando y rumiando en su corazón cuanto le sucede para descubrir lo que es la voluntad del Señor. Recordemos cómomeditababa en su corazón las palabras del saludo del ángel o cómo preguntaba para entender lo que era la voluntad de Dios.  Se llamará a sí misma también la humilde esclava siempre dispuesta al servicio y correrá a la montaña de Judá donde sabe que podrá prestar sus servicios, o estará atenta allá donde pueda haber alguna necesidad para buscarle solución, como la vemos en las Bodas de Caná.
Y contemplamos la pureza y la santidad de vida en la que resplandecerán todas las virtudes. Ella es la imagen de la mujer fuerte y trabajadora, de la que nos había hablado la Biblia, pero contemplaremos de manera especial su fortaleza en los momentos de la prueba y del dolor. De pie la contemplamos junto a la cruz de Hijo en el momento de la entrega, como la mujer fuerte que también sabe hacer su ofrenda de amor, el sacrificio de su entrega en el sufrimiento con el que se une a la pasión redentora de Cristo; porque se siente fortalecida por la fuerza del Espíritu divino para realizar con firmeza esa suprema ofrenda del sacrificio de lo que más amaba, su Hijo; porque bien sabía que aquel dolor, aquella muerte en la cruz tendría un valor redentor para todos nosotros ya que bien entendía el significado del nombre de Jesús que salvará a todos de sus pecados.
Pero en esa fortaleza en el dolor y el sufrimiento florece también la virtud de la esperanza en la confianza total y absoluta en las palabras de Jesús que anunciaban tras aquella muerte vida y resurrección. No faltaba la esperanza y la confianza en el corazón de María, como quien se pone en las manos de Dios porque así se siente protegida y sostenida por el Señor confiando en el cumplimiento de sus promesas salvadoras. Es la esperanza de María en ese mundo nuevo del Reino de Dios que ella ya canta en el Magnificat porque sabe que todo puede cambiar, todo va a cambiar donde los hambrientos se van a ver colmados de bienes mientras los ricos van a ser despedidos sin nada. Es el cántico de la esperanza en el Reino nuevo que en Jesús se va a realizar.
Podríamos seguir ahondando en el Corazón de María porque se convierte para nosotros en una fuente inagotable de virtudes y valores que podemos imitar. Tratemos nosotros de meternos en ese corazón maternal de María, donde sabemos bien que tenemos nuestro lugar - todos cabemos en su corazón porque así lo hace grande el amor - porque es la madre que nos ha acogido como hijos desde que Jesús nos confiara en la cruz a su amor de Madre y así ya para siempre la podemos sentir junto a nosotros, o más bien, nosotros metidos en su corazón. No olvidemos que amar es meter en el corazón a aquellos que amamos y es lo que hace María con nosotros.
Sí, metámonos en el corazón María para empaparnos de sus virtudes y sus gracias. Cuanto necesitamos aprender de María, llenarnos de María, para así llenarnos de Dios. Nos dejamos contagiar por su fe, para abrir nuestro corazón y nuestra vida a Dios, para saber estar atentos como María a la acción de Dios que de tantas maneras se nos va manifestando en nuestra vida, pero que algunas veces andamos como ciegos y no sabemos sentir se presencia llena de amor.
Empapados en su amor, en el amor de María, aprenderemos mejor lo que es el amor verdadero, el servicio desinteresado, la entrega humilde y generosa, la disponibilidad total porque así podremos aprender a estar más cerca de los otros, que nada nos aleje de los hermanos, porque amándolos los metemos en nuestro corazón, pero es que además si aprendemos a amarnos así, sentiremos cómo Dios habita en nosotros para que nosotros habitemos también en El.
Metiéndonos de verdad en el corazón de María aprenderemos a ser fuertes en las tribulaciones y en las pruebas; el corazón Inmaculado de María, siempre lo contemplamos rodeado de una corona de espinas que florecen porque siempre en María estuvo la esperanza, sabía que tras la pasión y la muerte estaba la vida y la resurrección; aprendamos, pues, del corazón de María que por muy punzantes que puedan ser las espinas del dolor, del sufrimiento, de los problemas a los que tengamos que enfrentarnos en la vida siempre hay la esperanza de que todo tiene un sentido, siempre hay la esperanza de que si sabemos hacer una ofrenda de amor de nuestro sufrimiento nuestro dolor se convierte en corredentor con el de Cristo en la cruz, y que esas espinas van a florecer en el amor porque estamos contribuyendo con esa ofrenda y con nuestra oración desde el dolor a hacer ese mundo nuevo del Reino de Dios.
Mucho más podríamos seguir meditando al calor del corazón de María; simplemente sintamos su presencia de amor que nos habla de Dios, que nos llena de Dios, que nos conducirá siempre a la paz y al amor de Dios.

viernes, 27 de junio de 2014

Si el Señor se enamoró de vosotros y os eligió… fue por puro amor



Si el Señor se enamoró de vosotros y os eligió… fue por puro amor

Deut. 7, 6-11; Sal. 102; 1Jn. 4, 7-16; Mt. 11, 25-30
Podría uno atreverse a decir que enamorarse es una locura de amor. ¿Por qué se enamora uno de alguien? Se le pregunta a dos enamorados por qué se han enamorado y quizá no sabrán responderte claramente; tratarán quizá de decirte que vieron algo en la otra persona que les atrajo y les llamó la atención, podrán enumerarte luego una serie de cualidades o bellezas que hayan descubierto en la otra persona, pero en el fondo quizá no saben bien por qué, cómo empezó, cuales son los motivos sino que apareció el amor, ese  fuego del amor que de alguna manera nos enloquece.
Me hago esta consideración de entrada - quizá alguien se dirá que no viene a cuento - precisamente en este día que estamos celebrando la fiesta del amor de Jesús; sí, es la fiesta del amor, porque decimos que es la fiesta del Corazón de Jesús y representamos la imagen de Cristo emergiendo de su pecho un corazón en medio de una llamarada. El fuego del amor de Dios por nosotros que así se nos manifiesta en Jesús y que lo centramos en esa imagen pero que quiere ir a algo muy hondo que es todo el amor que nos tiene hasta dar su vida por nosotros. ¿No es eso una locura de amor?
He comenzado mi reflexión con estas imágenes o ideas, partiendo precisamente de lo que se nos decía Moisés en el libro del Deuteronomio. Comienza diciéndonos que somos el pueblo elegido por el Señor para que fuéramos pueblo de su propiedad. ¿Por qué esa elección? Una locura de amor de Dios por su pueblo, tendríamos que responder. Así nos dice: ‘Si el Señor se enamoró de vosotros y os eligió… fue por puro amor vuestro…’
Sí, por puro amor; y les recuerda Moisés que no son un pueblo tan especial ni tan numeroso ni tan poderoso -‘sois el pueblo más pequeño’, les recuerda - sino simplemente por el amor que el Señor les tenía. Es hermosa la imagen, Dios que se enamoró de su pueblo, y en su locura de amor cuánto hizo por su pueblo, cuanto hace por todos nosotros, por toda la humanidad.
Algunas veces podemos pensar que somos nosotros los que amamos a Dios, es cierto, que reconociendo sus grandezas y su poder, pero san Juan nos viene a decir algo muy importante: el amor primero es el de Dios, la iniciativa la toma Dios. ‘En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados’. Es lo que tenemos que empezar a reconocer, el amor de Dios en nuestra vida.
¿Por qué nos ama Dios? Simplemente tenemos que decir, por puro amor suyo, no por nuestros merecimientos. Como nos dirá el apóstol en otro lugar de la Escritura ‘el amor de Dios consiste, en que siendo nosotros pecadores, El dio su vida por nosotros’. ¿Queremos mayor maravilla que nos manifiesta cómo Dios está enamorado de nosotros? Somos su criatura preferida.
Pero el amor ha de ser correspondido; es cuando nosotros hemos de dar nuestra respuesta de amor; y ahora, sí, que tenemos que decir que cuando contemplamos tales maravillas de amor de Dios por nosotros hemos de enamorarnos nosotros de Dios. No lo hacemos desde el temor, sino desde una respuesta de amor; pero una respuesta de fe y de amor que va a repercutir de manera maravillosa en nuestra vida.
¿Cuál es esa repercusión? Que por ese amor Dios quiere habitar en nosotros, permanecer para siempre en nuestro corazón y en nuestra vida. No tenemos que hacer otra cosa que abrir las puertas de nuestra fe y de nuestro amor.  Como nos dice hoy san Juan ‘si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud…’  Y volverá a decirnos más adelante ‘quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios’. Maravilloso, ‘Dios permanece en nosotros, nosotros en Dios’.
El amor siempre lleva a la unión más profunda entre aquellos que se aman. Profunda e intima unión de amor, podemos decir ahora, entre Dios y su criatura, entre el Padre que nos ama y el hijo que le responde con fe y amor. Termina diciéndonos: ‘Dios es amor,  y quien permanece en el amor, permanece en Dios, y Dios en él’. Es el arrobamiento más pleno por el amor porque es la locura de amor de Dios por nosotros, que ha de corresponderse, entonces, en una locura de amor por nuestra parte hacia Dios. 
De aquí podemos sacar ya todas las conclusiones en esta fiesta tan bonita del Corazón de Jesús. Dios nos manifiesta así su ternura y su amor por nosotros. ‘Te colma de gracia y de ternura’, como decíamos en el salmo, porque ‘el Señor siempre es compasivo y misericordioso’. Por eso nos invita a que vayamos con confianza hasta El porque no vamos a encontrar otra cosa que amor. Es el descanso de nuestra vida, el alivio en nuestros sufrimientos y tormentos, la dicha y la paz para nuestros agobios, la brisa fresca que nos suaviza en nuestras sequedades interiores, la salud y la vida para nuestro dolor y para tanta muerte como se nos mete en el corazón, el perdón para nuestros pecados, la gracia que nos fortalece, la luz que nos ilumina, la verdad que dará el sentido último a nuestra vida. ‘Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré’, nos dice.
Pero también hemos de pensar cómo hemos de imitar en nuestra vida ese amor que el Señor nos tiene; es el modelo de nuestro amor, la plantilla sobre la que hemos de construir nuestro amor para que sea verdadero. ‘Aprended de mí que soy manso y humilde corazón y encontraréis vuestro descanso’, nos dirá también. Mansedumbre, humildad, ternura, compasión, misericordia no son adornos que pongamos por fuera sino que serán cualidades hondas e indispensables que tengamos en lo más hondo de nuestra vida.
También nosotros hemos de desprender esos rayos del fuego del amor que contemplamos en el corazón de Jesús, porque así a todos hemos de amar, como a todos ama Cristo. Y no será porque vayamos a fijarnos solo en las cosas buenas para por esos motivos amar a los demás, sino como el enamorado, como lo hizo el Señor con nosotros, a todos sin distinción nosotros hemos de amar, por puro amor, como lo hizo el Señor.
Celebrar, pues, la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús no es para quedarnos simplemente embelesados contemplando su corazón como si ya nos desentendiéramos de todos y de todo, sino aprender de su amor, copiar su estilo de amor en nosotros para hacerlo de la misma manera y tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús. Porque si creemos en El como el Hijo de Dios y amamos, en que Dios se está apoderando de nosotros, - somos el pueblo de su propiedad, nos decía Moisés - está tomando posesión de nuestro corazón, habita y permanece en nosotros y nosotros en El, y ya no podremos amar sino con el mismo amor de Dios.
Démosle gracias a Dios por tanto amor y por esa revelación maravillosa que nos hace de lo más profundo de su ser. Con espíritu humilde, con corazón sencillo y sintiéndonos pequeños acudamos a Jesús.

jueves, 26 de junio de 2014

Unos fundamentos para nuestra vida que nos llevarán a la plenitud de nuestra existencia los encontramos en Dios



Unos fundamentos para nuestra vida que nos llevarán a la plenitud de nuestra existencia los encontramos en Dios

2Reyes, 24, 8-17; Sal. 78; Mt. 7, 21-29
¿Cuáles son los cimientos sobre los que fundamentamos nuestra vida? Uno en la vida se va haciendo unos criterios que son los que uno se rige y motiva para aquello que quiere hacer o cómo quiere hacerlo. En la medida en que vamos madurando vamos encontrando esos valores que son importantes para nosotros por los que luchar y los que le van a dar sentido a aquello que hacemos y vivimos.
Sin esos valores, sin esos principios caminaríamos como a la deriva y sin rumbo porque sería señal de que no hemos encontrado el norte y sentido de nuestra vida. Uno tiene que saber por qué lucha, qué es lo que busca y para qué trabaja, porque es encontrar sentido para nuestro vivir. Sin eso parece como que la tierra fuera arena movediza debajo de nuestros pies que nos hace que nos hundamos o no sepamos a qué agarrarnos o en qué apoyarnos. Lo malo sería que pasaran los años por nuestra vida pero aun andemos como infantilizados sin saber donde encontrar ese fundamento de nuestra vida.
Hoy nos habla Jesús de la construcción de un edificio que puede estar hecho sobre arena o sobre roca. Cuando lleguen los vendavales y las lluvias según sean los cimientos podrá o no podrá aguantar sus embates. Pero es una imagen que nos propone Jesús para que pensemos cuáles son nuestros fundamentos, nuestros cimientos. Es el edificio de nuestra vida, pero en su sentido más hondo; es el edificio de nuestra vida cristiana y es entonces cuando tenemos que plantearnos cuál ha de ser el fundamento de nuestro ser cristiano. Es en el fondo preguntarnos por nuestra fe; es preguntarnos donde encontramos el sentido y la razón de ser de nuestra fe y de nuestra vida cristiana. Algo que no podemos tomarnos a la ligera.
No nos basta decir que nosotros somos muy religiosos y que tenemos mucha fe si eso luego no se traduce en actitudes de nuestra vida, en lo que hacemos y en lo que vivimos. Ya nos dice Jesús ‘no todo el que me dice > entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en cielo’. Buscar la voluntad de Dios, cumplir la voluntad de Dios.
Decir que somos creyentes y en nuestro caso decir que somos cristianos no es simplemente una aceptación teórica de Dios sin mayores repercusiones para nuestra vida. No es simplemente contentar a Dios porque un día le hicimos unas promesas y ahora las cumplimos porque le habíamos pedido que nos ayudara en nuestros apuros. Tiene que ser algo mucho mas hondo, algo que cale hondo de verdad en nuestra vida. Es querer buscar la gloria de Dios, porque sintiendo que Dios es verdaderamente el centro de nuestra vida, queremos que luego todo lo que hacemos gire, por así decirlo, en torno al sentido de Dios.
¿Qué hizo Jesús? ‘Mi alimento es hacer la voluntad del Padre’, proclamó en una ocasión, como había dicho en su entrada en el mundo como nos dice la carta a los Hebreos ‘aquí estoy, oh Padre, para hacer tu voluntad’. El nos va manifestando continuamente a lo largo del Evangelio que es el enviado del Padre y como en todo hace lo que le dice el Padre. Y cuando llega el momento supremo de su entrega al inicio de la pasión, aunque desde su dolor pide que pase de El aquel cáliz que va a beber, sin embargo aceptará no que se haga su voluntad, sino la voluntad del Padre.
Es nuestro camino; es el fundamento ultimo que le vamos a dar a nuestra vida, porque además cuando nos sentimos amados de Dios hasta el punto de enviarnos a Jesús para darnos la salvación y hacernos por la fuerza del Espíritu sus hijos, nuestra respuesta no puede ser otra que buscar en todo lo que es la voluntad de Dios para cumplirla. Es lo que nos está enseñando hoy.
Por eso con la imagen del edificio construido sobre arena o sobre roca, nos está enseñando que lo haremos sobre uno u otro en la medida que escuchemos su Palabra y la pongamos en práctica.  ‘El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica, se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca…’ Por muchos que fueran los vendavales y tormentas no se hundiría la casa. Si edificamos nuestra vida en la Palabra de Dios, en lo que es la voluntad de Dios la tendremos bien fundamentada, porque en verdad habremos encontrado el sentido profundo de nuestra vida que nos dará la mayor felicidad como habíamos comenzado reflexionando.
Busquemos entonces los verdaderos fundamentos de nuestra vida, que solo en Cristo encontraremos en plenitud.

miércoles, 25 de junio de 2014

Quiere el Señor que demos fruto y que el fruto dure siempre para la gloria del Señor



Quiere el Señor que demos fruto y que el  fruto dure siempre para la gloria del Señor

                                                                                           2Reyes, 22, 8-13; 23, 1-3; Sal.118; Mt. 7, 15-20
‘Por sus frutos los conoceréis’, viene a decirnos Jesús. Quiere el Señor que demos fruto y que el  fruto dure. Como nosotros, si tenemos un árbol frutal en nuestra huerta o nuestro jardín, lo que queremos es que dé fruto y que no esté dañado para que nos dé buenos frutos.
Si nos fijamos, de una forma o de otra, de esto nos habla repetidas veces Jesús en el Evangelio. La semilla arrojada a la tierra se siembra para que broten nuevas plantas que nos den frutos; si el propietario tiene una viña y la prepara debidamente y la encarga al cuidado de unos labradores es porque quiere al final recoger sus frutos; cuando en el mismo terreno se mezclan plantas buenas y malas hiervas, se espera a la hora de la recolección del fruto para separar la buena cosecha de lo que está dañado esperando tener buen resultado; el propietario que va a buscar higos a la higuera que tiene plantada en su huerta lo que quiere es encontrar fruto, si no da fruto se corta o se arranca, aunque habrá el buen labrador que la podará, la abonará y la cuidará con la esperanza de que al año siguiente pueda recoger buenos frutos.
Como vemos, muchas son las imágenes repetidas que se nos ofrecen en el evangelio aunque no siempre sea con temas agrícolas, por así decirlo, porque el rey que entrega los talentos a sus empleados, espera recoger sus frutos, sus ganancias a la vuelta. No quiere el Señor que seamos unos inútiles e inservibles que no demos fruto. Pero, ¿cómo nos dirá el Señor que hemos de hacer para que al final demos buenos frutos?
En las distintas imágenes que hemos ido repasando en el evangelio podemos decir que ya vamos v viendo cuáles han de ser las pautas. Un árbol para que dé buen fruto ha de ser cuidado, debidamente podado para quitar lo inservible o que pueda causar daño, y además debidamente abonado. Es lo que el Señor está pidiendo de nosotros y ofreciéndonos para nuestra vida.
Hay otro momento en el evangelio en que Jesús nos hablará de la vid y de los sarmientos y como los sarmientos han de estar bien unidos a la vida para que puedan dar fruto. Y nos habla de la poda para que todo sarmiento seco que no dé fruto se corte y se elimine, pero nos habla también de cómo nosotros tenemos que estar unidos a El  para poder dar fruto. ‘Sin mí no podéis hacer nada’, nos viene a decir.
En lo que hemos escuchado hoy en el evangelio viene a prevenirnos contra ‘los falsos profetas que se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos’. Y nos dirá que por sus frutos los conoceréis, porque un árbol dañado no puede dar frutos buenos, pero un árbol sano tendría que dar siempre frutos buenos. Nos previene para que no  nos dejemos engañar y sepamos discernir bien quien son los que están de parte del Señor.
Pero nos puede venir bien la reflexión para nuestra propia vida, para los frutos que nosotros hemos de dar a tanta gracia que recibimos del Señor. ¿Cuáles son los frutos que damos en nuestra vida? podríamos preguntarnos. Ya sabemos que han de ser frutos de santidad y de amor, serán nuestras buenas obras y la justicia y rectitud con que vivamos nuestra vida, será nuestro compromiso con nuestra fe y desde nuestra fe con el mundo que nos rodea para hacerlo mejor; pero eso nos exigirá cómo hemos de vivir nosotros unidos a El con nuestra oración, escuchando su Palabra, abriéndonos a su gracia, alimentándonos continuamente de sus sacramentos, dejándonos conducir por el Espíritu del Señor, viviendo nuestra comunión de Iglesia.
El camino de santidad que hemos de vivir no lo podemos hacer solo por nosotros mismos y solo con nuestras fuerzas. Será la fuerza de la gracia, la fuerza del Espíritu de Dios que mueva nuestros corazones y nuestra voluntad. Por eso es tan necesaria nuestra unión con el Señor. Pidámosle al Señor que no nos falte nunca su gracia, que sintamos la fortaleza de su Espíritu en nosotros para que lleguemos a  dar esos buenos frutos que nos pide.

martes, 24 de junio de 2014

La fiesta de san Juan Bautista nos hace a nosotros también precursores para hacer un anuncio nuevo del Evangelio

La fiesta de san Juan Bautista nos hace a nosotros también precursores para hacer un anuncio nuevo del Evangelio

Is. 49, 1-6; Sal. 138; Hechos, 13, 22-26; Lc. 1, 57-66.80
‘Se enteraron los vecinos y parientes de que el Señor le había hecho una gran misericordia, y la felicitaban… y corrió la noticia por toda la montaña de Judea…’ No podemos menos que comenzar recordando estas palabras del evangelio porque están en plena sintonía con la alegría con que el pueblo cristiano celebra también el nacimiento de Juan el Bautista. Fue una conmoción por toda la montaña de Judea, todos se alegraban en su nacimiento y parece que nosotros queremos seguir prolongando esa alegría en este día de fiesta que con muchas tradiciones incluso algunas no tan cristianas, también hemos de decirlo, seguimos celebrando hoy la fiesta del nacimiento del Precursor.
Era el precursor, el que venía delante; así estaba anunciado por los profetas - y no es necesario recordarlo ahora con todo detalle porque muchas veces a lo largo del año, sobre todo en Adviento, lo recordamos - y así lo proclamaría Zacarías en su cántico de alabanza al Señor a la hora de la circuncisión. ‘Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor para preparar sus caminos, para anunciar a su pueblo la salvación por medio del perdón de los pecados’.
El venía delante, y tendríamos que decir, que nosotros hemos de ir detrás; no solo porque hemos de ir realizando en nuestra vida lo que Juan nos señala y la Iglesia nos reitera una y otra vez para prepararnos  para acoger al Señor en nuestra vida, sino que además vamos detrás porque realmente queremos seguir a Cristo - El va delante señalándonos caminos - y queremos seguir sus huellas, por así decirlo, pisar en las misma huellas que nos va dejando el paso de Jesús que es lo mismo que imitar su vida.
Nos alegramos nosotros, sí, en la fiesta del nacimiento de Juan, pero por todo lo que Juan va a significar para nosotros, como para la vida de la Iglesia, en su mensaje que nos prepara para acoger el mensaje de Cristo en nuestra vida. Porque eso es lo importante, acoger el mensaje de Cristo; estamos cansados ya de celebrar muchas fiestas que llamamos cristianas, pero que se quedan en lo superficial, porque no ahondamos lo suficiente en lo que es el mensaje de Cristo por el que nos queremos alegrar y por el que queremos realizar nuestra acción de gracias al Señor. 
Se multiplican las fiestas en nuestro entorno - y no digamos nada con lo festejeros que somos los de nuestra tierra -, fiestas que decimos celebramos en torno a una imagen sagrada, ya sea del mismo Señor, de la Virgen o de cualquiera de los santos. Y ¿en qué consisten esas fiestas que realizamos? Mucha alegría, sí, y mucha fiesta, mucho jolgorio y mucho despilfarro en muchas ocasiones en gastos de cosas que al final poco nos van a dar, pero el mensaje del evangelio, los motivos hondos por los que tendríamos que celebrar esa fiesta recordando algún aspecto del misterio de Cristo o los ejemplos que podemos tomar de la Virgen o de los santos que celebramos, se nos quedan en nada, se quedan diluidos en medio de otras cosas.
Hemos de reconocer que es buena la fiesta y la alegría compartida, los encuentros que realizamos y las cosas juntas que hacemos; es cierto que tendríamos que promover muchas cosas  que busquen ese encuentro profundo entre las personas, porque tenemos el peligro del individualismo y de que, a pesar de que hoy tenemos tantos medios para comunicarnos, sin embargo vivamos en profundas y tremendas  soledades. Hay al peligro también de que muchas de esas fiestas que tendrían que provocar esos encuentros, al final tampoco lo logren y sigamos tan aislados como siempre.
Pero  una fiesta cristiana tendría que ser mucho más que eso, primero porque su sentido religioso tendríamos que vivirlo con profundidad, y luego porque desde el mensaje del evangelio que empapa o tiene que empapar nuestra vida mucho más tendríamos que hacer para que Cristo en verdad esté más presente en la vida de los hombres, mucho más allá de una imagen que podamos tener de mucha devoción, o quizá unas medallas u otros signos religiosos que llevemos colgados al cuello.
Con esto estoy llegando a otro punto de reflexión en sintonía con lo que decíamos al principio de que Juan iba delante y nosotros habríamos de ir detrás. Sin desdecir nada de lo que entonces decíamos sí me atrevo a dar un paso más en nuestra reflexión; ante este mundo que nos rodea, que además hemos de reconocer que está tan paganizado, nosotros también como Juan Bautista tendríamos que ser precursores; sí, nosotros también tendríamos que ir delante, porque con nuestra vida y con nuestra manera de  pensar y actuar tendríamos que ser signos ante los que nos rodean que hablen de Cristo, que hablen de una nueva trascendencia de la vida; signos que nos convirtamos en revulsivos para que otros se sientan atraídos por el mensaje del evangelio, o para que por nuestras palabras y nuestra vida alguna vez escuchen esa Buena Nueva de Jesús.
Creo que es misión que también tenemos ante nuestro tiempo, porque es necesaria esa nueva evangelización, ese nuevo anuncio del evangelio en medio de nuestro mundo que tantas veces se ha hecho oídos sordos ante  su mensaje.
La fiesta de san Juan nos llena de alegría, pero también es un mensaje provocador para nosotros, para que descubramos un sentido nuevo para nuestra vida desde la fe, pero también para que ayudemos a los demás a encontrarse con Cristo que quiere llegar a sus vidas y se va a valer de nosotros.


lunes, 23 de junio de 2014

Unas relaciones personales basadas en la sinceridad y en la confianza para una felicidad verdadera



Unas relaciones personales basadas en la sinceridad y en la confianza para una felicidad verdadera

2Reyes, 17, 5-8.13-15.18; Sal. 59;Mt. 7, 1-5
El mensaje que Jesús nos ofrece es un mensaje de salvación, pero hemos de saber reconocer que en esa salvación que Jesús nos ofrece lo que quiere es el bien y la felicidad del hombre. Eso significa que abarca todos los aspectos de la vida con lo que todo el ámbito de nuestras relaciones personales entre unos y otros queda enmarcado en ese deseo de Jesús del bien y la felicidad del hombre, de toda persona. En todo lo que son nuestras relaciones humanas Jesús quiere iluminarnos con la luz del evangelio, porque de la rectitud y bondad de esas relaciones entre unos y otros va a depender también nuestra felicidad.
Me gusta recordar aquellas primeras páginas de la Biblia en las que vemos que Dios quiere la felicidad del hombre y cuando se produce esa ruptura del hombre consigo mismo, del hombre en su relación con los demás y del hombre con su creador es cuando entramos en un mundo de infelicidad y de dolor para el corazón humano. Y es ahí donde aparece inmediatamente ese anuncio de salvación, ese anuncio de quien va a venir a traer la salvación que viene a restaurar esas relaciones rotas y perdidas.
Nos baste ver que tras la desobediencia y el pecado donde el hombre se destruye a sí mismo inmediatamente aparecen las discordias, las desconfianzas, el orgullo, las culpabilidades que se echan los unos a los otros con una falta terrible de solidaridad.
Hoy nos habla Jesús en el sermón del monte, donde se nos presenta por así decirlo todo un programa evangélico de lo que ha de ser el Reino de Dios, se nos habla, digo, de esas relaciones entre unos y otros que se rompen con nuestras desconfianzas y orgullos; aparecen los juicios y las condenas, así como el orgullo de creerse mejor o superior al otro.
Jesús nos habla de que no hemos de juzgarnos los unos a los otros, porque ‘la medida que uséis la usarán con vosotros’. ¿Por qué entramos en ese mundo de juicios y de condenas mutuas? ¿No será en cierto modo una falta de confianza en el otro y de que el otro pueda hacer una cosa son rectitud y con buena intención? ¿No pudiera ser también de alguna manera que nos dejamos arrastrar por el orgullo y nos consideramos superiores o mejores que los demás porque nosotros nos creemos que somos los únicos que hacemos las cosas bien? ¿no será una falta de madurez por nuestra parte que nos impide ser humildes de verdad para reconocer que también nosotros tenemos fallos y podemos hacer las cosas mal?
Es importante que nos preguntemos por qué hacemos juicios de los otros, qué es lo que tenemos en nuestro interior para ser tan inmisericordes con los fallos o las faltas de los demás, mientras nosotros siempre nos queremos encontrar disculpas para hacer lo que hacemos cuando tenemos fallos o hacemos las cosas mal. Mucho de todo eso que hemos mencionado puede haber en nuestros juicios y condenas. Jesús quiere que cambiemos esas actitudes hondas de nuestro corazón que a la larga no nos van a hacer más felices sino todo lo contrario.
Qué distintas serían nuestras mutuas relaciones cuando hay verdadera confianza en los demás y arrancamos de nosotros esos orgullos. Es necesario que aprendamos a aceptarnos mutuamente, también con nuestros posibles defectos y fallos porque reconocemos que también nosotros los tenemos. Unas relaciones basadas en esa sinceridad y esa confianza serán mucho más humanas y a la larga a todos nos ayudarán a crecer más como personas. Por eso decíamos que la luz del evangelio nos va iluminando también esas cosas que nos parecen menos importantes, pero que nos ayudarán a ser más humanos, más comprensivos, a tener unas relaciones más amigables y llenas de bondad.
Que el Señor nos dé humildad y buen corazón arrancando de nosotros todo atisbo de soberbia y orgullo. Que nos dé fortaleza para ser sinceros y quitar los miedos de las desconfianzas y seamos capaces siempre de aceptarnos mutuamente como somos. Que sepamos tendernos la mano para ayudarnos y caminar juntos y corregirnos y dejarnos corregir también cuando sea necesario.

domingo, 22 de junio de 2014

Una nueva comunión de amor que nos tiene que hacer entrar en comunión con nuestros hermanos



Una nueva comunión de amor que nos tiene que hacer entrar en comunión con nuestros hermanos

Deut. 8m 2-3.14-16; Sal. 147; 1Cor. 10, 16-17; Jn. 6, 51-58
 Nos reunimos en torno a la mesa de este sacramento admirable, para que la abundancia de tu gracia nos lleve a poseer la vida celestial’. Es lo que hoy aquí nos congrega en esta fiesta del amor. No se cansa Dios de amarnos y de seguir dándonos pruebas maravillosas de su amor como este Sacramento de la Eucaristía que hoy estamos celebrando. Que la abundancia de gracia que se derrama de la Eucaristía nos inunde de vida eterna.
Para saciar el hambre de los hombres, Dios hizo bajar el maná en el desierto. Lo necesitaba aquel pueblo que caminaba en un duro peregrinar. No era un camino de rosas el que iban realizando por el desierto; muchas eran las espinas que iban apareciendo en aquel duro camino, el hambre, la sed, el cansancio, las dudas que los atormentaban de si realmente merecía la pena atravesar aquellos desiertos, la incertidumbre de lo que iban a encontrar aunque se les prometiera una tierra que manaba leche y miel. Pero Dios estaba con ellos y los alimentaba con el maná, un hermoso signo del verdadero pan del cielo que un día Jesús nos daría.
En el evangelio veremos que para saciar el hambre de los hombres, allá en el descampado Jesús multiplica los panes; muchas veces hemos escuchado el relato de ese milagro de Jesús; era el signo de un pan nuevo pero que tendría que ir acompañado de unas actitudes nuevas. Fue necesaria la colaboración de los apóstoles que buscaban donde hubiera pan y el ofrecimiento generoso para compartir de quien tenía unos pocos panes, pero la muchedumbre había comido un pan nuevo como signo y anticipo también de algo nuevo que significaba el Reino nuevo anunciado por Jesús.
Pero al fin, para saciar definitivamente el hambre de los hombres, Dios mismo se hizo pan, para partirse en una ofrenda nueva de amor y para dejarse comer y pudiéramos tener entonces ya una vida nueva para siempre. Ahora sí que sería el verdadero pan de vida bajado del cielo para que el que lo comiera no supiera lo que era morir para siempre.
Les costó a las gentes de Cafarnaún terminar de entender lo que Jesús les hablaba de ese pan que comiéndolo daría vida para siempre, sobre todo cuando Jesús les dice que El es ese ‘Pan vivo bajado del cielo’ y que ‘el que coma de ese pan vivirá para siempre’. ¿Nos costará a nosotros también? ¿llegaremos a terminar de entender lo que significa comer de ese Pan vivo que Cristo nos da? Podría parecer que no siempre lo tenemos muy claro ni es tan firme la fe que tengamos en las palabras  de Jesús.
Sigamos tratando de ahondar en lo que Jesús quiere decirnos y lo que ha de significar para nuestra vida este misterio de amor que Cristo nos revela. Había pedido Jesús fe en El para poder tener vida. ‘Mi Padre, les había dicho, quiere que todos los que vean al Hijo y crean en El, tengan vida eterna, y yo los resucitaré en el último día’. La fe que tenían en Jesús tenía sus lagunas porque les costaba entender y aceptar las palabras de Jesús sobre todo cuando les diga que tienen que comer su carne y beber su sangre para poder tener vida. ‘Si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros’. Y ahora repitiendo casi de forma textual lo que les había dicho de la voluntad del Padre de que habían de creer en El, les dirá también que ‘el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día’.
Creer en Jesús significará comerle y quien le coma se llenará de vida eterna, quien le coma está llamado a la resurrección en el último día. Y es que comer a Cristo es hacer que Cristo habite en nosotros y nosotros en El. Comer a Cristo significa llenarnos de vida para que sea su vida la que esté en nosotros para siempre. Pero tenemos que decir más, el que se llena de la vida de Cristo está dejándose inundar de su amor ya para siempre y el que come a Cristo ya no podrá hacer otra cosa que amar con un amor como el de Cristo.
Y esto tendrá muchas consecuencias para nosotros, porque comiendo ese pan bajado del cielo, que ya sabemos que es Cristo mismo, ya nuestra vida va a tener un nuevo sentido y valor y ya seremos capaces de hacer ese peregrinar por la vida, por muy duro que se nos presente, con una nueva fuerza, con un nuevo sentido, con una nueva ilusión. Es que ‘el que come mi carne y bebe mi sangre habita en mi y yo en El’, que nos dirá Jesús.
Con Cristo a nuestro lado se nos acaban las dudas y los cansancios porque El es nuestro alimento y el agua viva que sacia nuestra sed. Merecen la pena nuestras luchas por ser ese hombre nuevo que tenemos que hacer y por trabajar por lograr ese mundo nuevo que tenemos que construir. El pueblo que peregrinaba por el desierto se fue amasando como pueblo, el pueblo de la antigua alianza, en aquel peregrinar lleno de pruebas y dificultades con la presencia de Dios en su peregrinar, pero ya nosotros desde Cristo y nuestro bautismo nos sentimos ese pueblo nuevo, ese pueblo de la nueva y eterna alianza.
Habiendo comido a Cristo, Pan vivo bajado del cielo y pan de vida para nosotros, y habitando ya Cristo en nosotros desde la Eucaristía con que nos alimentamos no podemos soportar que haya a nuestro lado hombres y mujeres con hambre, que pasen necesidad o se vean hundidos en sus problemas. De Cristo en la multiplicación de los panes aprendimos cómo nosotros también tenemos que poner a disposición nuestros panes y multiplicarlos todo lo que haga falta para ese compartir generoso y en justicia con los demás.
Saciarnos de Cristo comiéndolo en la Eucaristía nos compromete, y de qué manera, a vivir una nueva comunión, un nuevo sentido del amor y la justicia con todos los que están a nuestro lado. Decíamos que para saciar el hambre de los hombres Dios mismo se hizo pan que se parte y se reparte para poder llenar de vida a todos los hombres.
Comer a Cristo en la Eucaristía, como decíamos antes, hace que Cristo habite en nosotros y nosotros en El, lo que tendrá que hacer que de la comunión salgamos en verdad cristificados, convertidos en otros Cristos, si Cristo en verdad habita en nosotros, y como Cristo y con Cristo hemos de saber nosotros hacernos pan para partirnos y para repartirnos entre y con los demás, para dejarnos comer por los demás desde nuestra entrega de amor. No son ya cosas de  las que tenemos que desprendernos para compartir, sino que hemos de ser nosotros mismos los que nos hemos de partir y repartir en el servicio del amor hacia los demás.
Decíamos que a las gentes de Cafarnaún les costaba entender lo que Jesús les estaba diciendo cuando les estaba anunciando el misterio de la Eucaristía. Nos preguntábamos si acaso a nosotros nos costaría también. Creo que ya no es tanto entender las Palabras de Jesús que muchas veces las hemos escuchado, sino el vivir lo que Jesús nos está diciendo, hacerlo vida en nosotros después de comerle a El. 
Nos es fácil quizá confesar nuestra fe en la presencia de Cristo en las especies sacramentales del pan y el vino de la Eucaristía y decir que es verdadera y realmente el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Lo que quizá ya no sea tan fácil es esa cristificación que se ha de realizar en nuestra vida cada vez que venimos a comulgar. Venir a comulgar a Cristo es hacernos nosotros comunión para los demás viviendo un mismo sentido de amor que el de Cristo. Ir a la comunión eucaristía no lo podemos hacer con todo sentido si no vamos también a la comunión con el hermano partiéndonos y repartiéndonos nosotros por el amor que ya no es solo repartir o compartir cosas, sino que es  dejarnos comer por el hermano, porque así por amor nos damos.
Fiesta del amor, decíamos al principio, que es esta fiesta de la Eucaristía que hoy estamos celebrando. Fiesta y compromiso del amor tenemos que reconocer que es porque de otra manera sin comprometernos no tendría sentido. Es el día de la Caridad, no solo porque sea el día de Cáritas como una invitación a compartir con los hermanos más necesitamos a través de esa obra comprometida de la Iglesia, sino porque comiendo a Cristo nos vamos a impregnar de la caridad de Cristo porque así nos llenamos de su vida.
Riqueza de vida y de gracia que Cristo nos regala. Cuánto tenemos que dar gracias a Dios y con qué intensidad de amor y compromiso hemos de vivir nuestras Eucaristías.