viernes, 9 de mayo de 2014

Ya no soy yo, sino que es Cristo que vive en mí


Ya no soy yo, sino que es Cristo que vive en mí

Hechos, 9, 1-20; Sal. 116; Jn. 6, 53-60
‘El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mi y yo en él… yo vivo por el Padre, del mismo modo, el que me come vivirá por mí’. Hermoso lo que podemos vivir por la Eucaristía. Cómo tenemos que pensarlo, reflexionarlo, hacerlo vida nuestra.
Creemos Jesús y por esta fe llegamos a amarle; ya nos había dicho Jesús que ‘todo el que ve al Hijo y cree en él, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día’. Creemos en Jesús y lo amamos; creemos en Jesús y nos sentimos profundamente unidos a El; creemos en Jesús y nos llenamos de vida eterna, seremos resucitados en el último día. Quienes se aman de verdad llegan a una profunda comunión de vida, nacida desde ese amor. Es la comunión profunda que podemos vivir con Jesús desde nuestra fe en El. Es un vivir en Dios y Dios que vive en nosotros.
Hoy nos dice que quien come su carne y bebe su sangre ‘habita en mí y yo en él… el que me come vivirá por mí’. Porque creemos en El y lo amamos, El nos ofrece el Pan de vida para que le comamos y ese Pan de vida es Cristo mismo que se nos da, que se hace alimento para nosotros.  Y cuando le comemos viene a habitar en nosotros y nosotros en El. Algo bien hermoso.
Cuando tomamos cualquier alimento hacemos nuestro aquello que comemos de manera que lo que comemos se introduce en nuestro cuerpo, algo así como si se disolviera para pasar su energía o alimento a nuestro cuerpo, haciéndose una sola cosa con nosotros y haciendo crecer nuestra vida. Así Cristo, podemos decir, en nosotros; por eso nos dice que viene a habitar en nosotros y nosotros en El, nos hacemos una sola cosa con Cristo. Es como un llenarnos de Cristo, inundarnos de su vida, de manera que llegará a decir san Pablo que ya no es él quien vive sino que es Cristo quien vive en El. Es lo que vivimos en la Eucaristía. ‘Ya no soy yo, sino que es Cristo que vive en mí’.
Ya en otro momento del evangelio, en la despedida de la última cena nos dirá que si lo amamos y guardamos sus mandamientos el Padre y El vendrán a nosotros y harán morada en nosotros, habitará Dios en nosotros y nosotros en Dios. Es lo mismo que ahora nos está diciendo de la Eucaristía.
Qué dicha más grande podemos sentir por nuestra fe en Jesús; qué dicha más grande que nosotros podamos comer a Cristo y unirnos así a El. Todo esto que estamos reflexionando es muy hermoso y tenemos que rumiarlo intensamente en nuestro corazón para que podamos vivir con todo sentido y hondura la comunión con Cristo. Por eso hemos venido diciendo que recibir la Eucaristía, comer a Cristo no es cualquier cosa. Es cosa grande y maravillosa que tenemos que pensárnoslo muy bien para poderlo vivir con toda su profundidad. No lo podemos hacer de cualquier manera.
Cada vez que comulgamos tenemos que salir más cristificados, porque salimos llenos de Cristo, porque llevamos a Cristo con nosotros, porque Cristo habita en nosotros y nosotros hemos de habitar en Cristo. Tendríamos que sentirnos totalmente transfigurados; digo sí, transfigurados, como Cristo en el Tabor, porque Cristo con su luz y con su vida está en nosotros, nos inunda de vida y de amor, nos hace resplandecer con su luz.
Y todo esto tiene muchas consecuencias para nuestra vida. Cada vez que salimos de la Eucaristía después de comulgar tenemos que salir más llenos de amor, porque salimos llenos de Cristo. No tiene sentido que comulguemos y no amemos; no tiene sentido que queramos comer a Cristo pero no queramos entrar en comunión con los hermanos; no tiene sentido que vayamos a comulgar y sigamos encerrados en nuestros egoísmos y en nuestro orgullo; no tiene sentido que comamos a Cristo y no comulguemos con nuestros hermanos, y no los amemos, y les neguemos la palabra, y no seamos capaces de perdonarnos.
No hay Eucaristía sin amor porque Cristo, el que se ha hecho Pan de vida para nosotros, es amor; y en consecuencia si no hay amor en nuestra vida no podemos celebrar la Eucaristía, comer a Cristo en la Eucaristía. Si no hay amor en nosotros ¿cómo podemos decir que Cristo habita en nosotros y nosotros en El? Da mucho que pensar. ‘¿Adónde vamos a acudir si tú tienes palabras de vida eterna?’, terminaría diciendo Pedro.

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