domingo, 7 de abril de 2013


Seguimos viviendo y celebrando la Pascua del Señor

Hechos, 5, 12-16; Sal. 17; Apoc. 1, 9-19; Jn. 20, 19-31
Seguimos celebrando la Pascua. Seguimos queriendo vivir con igual intensidad que lo hacíamos el domingo de la resurrección del Señor la alegría de la pascua. No puede decaer. La liturgia de la Iglesia en su sabiduría ha querido prolongar durante estos ochos días la misma solemnidad para que sigamos viviendo intensamente a Cristo resucitado. Se prolongará cincuenta días del tiempo pascual hasta que lleguemos a Pentecostés. Lo seguiremos repitiendo - que no solo es repetir sino mucho más porque es celebrar y vivir - cada domingo cuando celebremos el día del Señor en la memoria del día en que el Señor resucitó.
Todo eso será posible porque estamos impregnados por el Espíritu de Cristo resucitado que nos hace gustar la misericordia del Señor, que reanima la fe del pueblo cristiano con la celebración de la Pascua, que nos hace recordar la riqueza grande del bautismo que hemos recibido por el que participamos del misterio de su muerte y resurrección, que nos hace vivir con gozo hondo nuestra fe manifestando a todos lo que es la alegría del cristiano en todo momento de su vida.
Su Espíritu fue el regalo de Pascua a sus discípulos como escuchamos hoy en el evangelio. Por la fuerza de su Espíritu nos llenamos de paz con el perdón de los pecados y se nos acaban los miedos y temores; por la fuerza del Espíritu en el Bautismo hemos comenzado a ser hijos de Dios, partícipes de su vida divina; con la presencia de su Espíritu en nosotros nos llenamos de esperanza y comenzamos a amar de una manera nueva con el amor que El con su entrega nos enseñó.
Es de lo que nos está hablando la Palabra que hoy se nos ha proclamado. En el evangelio hemos contemplado el encuentro de Cristo resucitado con los apóstoles reunidos en el cenáculo. ‘Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos’.
Muchos temores quedaban en sus corazones. La experiencia por la que habían pasado de la crucifixión y muerte de Jesús había, podíamos decir así, desestabilizado sus vidas. Parecía que sus esperanzas se acababan. Como dirían los discípulos que marchaban a Emaús ‘nosotros esperábamos que el fuera el futuro liberador de Israel’. Ahora temían incluso por sus vidas si acaso no les pudiera pasar lo mismo olvidando quizá todo lo que Jesús les había anunciado. ‘Estaban con las puertas cerradas por miedo a los judíos’.
Pero Jesús está allí en medio con un anuncio de paz. Aunque se sienten turbados con su inesperada presencia ‘se llenaron de alegría al ver al Señor’ como comenta el evangelista. ‘Paz a vosotros’, les repite por dos veces Jesús. Y les regala su Espíritu para el perdón de los pecados. Su Sangre había sido derramada en el Sacrificio de la nueva y eterna Alianza para el perdón de los pecados. La misericordia del Señor se derramaba sobre ellos y sus corazones se sentían para siempre inundados de paz.
Les había costado aceptar la cruz porque, ya desde los primeros anuncios que había hecho Jesús de su pasión, se habían rebelado contra esa posibilidad. Recordemos las reacciones de Pedro y lo que les costaba entender las palabras de Jesús. Tampoco quizá habían terminado de entender todo lo que Jesús había realizado y dicho en la última cena. Pero ahora derramando su Espíritu sobre ellos podrían terminar de comprender lo que es la misericordia divina y lo que es la paz que alcanzamos cuando así nos sentimos amados, con esa ternura de Dios - ¿misericordia no significaba algo así como la ternura de Dios? - y en El ya nos veremos liberados para siempre de todas nuestras culpas. Por eso hablamos en hoy del domingo de la misericordia, por eso podemos sentir de manera intensa ese saludo de paz de Jesús ya para siempre para nosotros.
Pero decíamos también que la celebración de este domingo viene a reanimar la fe del pueblo cristiano. El evangelio nos dice que Tomás no estaba entre ellos en esa primera aparición de Cristo resucitado a los discípulos. Le comentan ‘hemos visto al Señor’, pero a Tomás le cuesta creer. Quiere pruebas; quiere palpar por si mismo. ‘Si no veo en sus manos las señal de sus clavos, si no meto el dedo en el agujero de sus clavos y no meto la mano en su costado, no creo’. No ha sido el único que ha puesto en duda la resurrección del Señor que bien sabemos que eso se repite a lo largo de la historia de todos los tiempos. Que también pueden ser nuestras dudas, que nosotros también las tenemos en muchas ocasiones, que no siempre aceptamos todo con fidelidad, que hacemos nuestros distingos para ver lo que aceptamos y lo que no aceptamos, que nos hacemos nuestras reservas.
‘A los ocho días estaban otra vez dentro los discípulos y Tomas con ellos. Y llegó de nuevo Jesús, estando las puertas cerradas, se puso en medio’ y saludo de la misma manera, con la paz. Se dirige a Tomas ofreciéndole sus manos y su costado para que realice aquellas pruebas que había pedido. Pero no será necesario porque Tomás caerá a sus pies: ‘¡Señor mío y Dios mío!’ Será la exclamación y la proclamación de fe. ‘¿Por qué me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto’.
El testimonio de lo que contemplamos en la reacción de Tomás con sus dudas y con su proclamación de fe nos ayudan también a nosotros en nuestra fe. ‘Se reanima la fe de tu Iglesia’, como decíamos en la oración litúrgica. Todo sucede como en ejemplo para nosotros. Queremos proclamar nuestra fe no solo con nuestras palabras sino con toda nuestra vida. Ya no tienen que quedar dudas ni temores. Con Cristo resucitado y la fuerza de su Espíritu nos sentimos fuertes en nuestra fe y frente a todos los avatares que nos pueda presentar la vida.
Recitamos el Credo, resumen de nuestra fe, le damos nuestro Sí al Señor, pero queremos crecer en nuestra fe, queremos alimentar nuestra fe, queremos formarnos debidamente en nuestra fe conociendo cada vez con mayor hondura el misterio de Dios para que podamos llegar a dar razones de nuestra fe y de nuestra esperanza. Es necesario conocer bien lo que creemos para que podamos proclamarlo con toda claridad y valentía.
Testimonio que daremos con nuestras palabras sabiendo bien lo que creemos, pero testimonio que hemos de dar con las obras de nuestra vida. El texto de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado en la primera lectura nos habla de cómo ‘crecía el número de los creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor’. El Espíritu del Señor estaba en medio de aquella comunidad y crecían más y más en la fe y en el amor.
‘Hacían muchos prodigios y signos en medio del pueblo’; eran los prodigios del amor que se manifestaba en la comunión que vivían entre ellos porque ‘en el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo’; eran los prodigios del amor ‘donde nadie pasaba necesidad’ y todo se remediaba todo sufrimiento en el ejercicio de la caridad. ‘Acudían llevando enfermos y poseídos del espíritus inmundos y todos eran curados’.
Sigamos viviendo con toda intensidad la Pascua del Señor. Que no decaiga nuestro espíritu ni se enfríe nuestra fe. Acojámonos a la misericordia del Señor y nos llenaremos de paz. Consideremos bien la grandeza a la que nos ha elevado Cristo cuando El se ha abajado para tomar nuestra naturaleza, nuestra vida. Recordemos el Bautismo de nuestra fe y la riqueza de gracia que se ha derramado sobre nosotros. Seamos en verdad conscientes de que por la sangre de Cristo hemos renacido a una vida nueva.
Demos gracias al Señor porque es bueno, porque su misericordia es eterna. Aleluya, cantemos al Señor.

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