martes, 12 de febrero de 2013


La verdadera nobleza no está en la apariencia sino en lo que llevamos en el corazón

Gn. 1, 20-2, 4; Sal. 8; Mc. 7, 1-13
La grandeza y el valor de lo que hacemos o de lo que somos no lo podemos medir por las apariencias ni por el mero cumplimiento de unas normas o unas reglas. Manifestaremos mejor la grandeza y la hondura de la persona en la medida en que seamos más auténticos y así nos manifestemos.
La verdadera nobleza de la persona no está en lo que aparentamos ser sino en lo que somos en lo más hondo de nosotros mismos y en la veracidad y autenticidad con que nos manifestemos en la vida, aunque tengamos fallos y debilidades. Es eso lo que va a manifestar lo profundo que hay en el corazón y es ahí donde podemos medir la verdadera grandeza. En ocasiones en la vida nos podemos encontrar personas con las que estaremos o no estaremos de acuerdo con sus opiniones o su sentido de la vida, pero si vemos congruencia y autenticidad en lo que hace y dice eso nos llevará a valorarla por encima incluso de sus propias ideas con las que estaremos de acuerdo o no.
Esto que decimos humanamente hablando, hemos de decirlo de nuestra religiosidad y de nuestras expresiones de fe y de los comportamientos religiosos que tengamos en la vida. No nos vale aparentar, hacer las cosas para que nos vean, o simplemente cumplir porque haya que cumplir. Cuando hacemos las cosas así nos sucederá que nos faltará hondura en lo que hacemos y aunque digamos que somos cumplidores, nuestro corazón puede estar muy lejos de una autentica religiosidad y de una auténtica relación con Dios. Es más, podemos ser cumplidores pero lo hacemos a regañadientes y a la larga protestando o rebelándonos en nuestro interior sin darle autenticidad a lo que hacemos.
Es lo que nos denuncia el pasaje del evangelio que hoy escuchamos. Vienen poco menos que a reclamarle a Jesús porque sus discípulos no se lavan las manos al volver de la plaza, y eso lo consideraban una causa de impureza. Se están quedando en minucias y como Jesús les dice su corazón está bien lejos del Señor. ‘Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí; el culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos’.
Cuando comentamos este pasaje tenemos la tendencia a hacernos muchas reflexiones sobre la actitud hipócrita de los fariseos, de manera que incluso ya la llamamos actitud farisaica, pero nos cuesta más reflexionar y analizarnos a nosotros mismos por si acaso tenemos también actitudes semejantes en nuestra relación con Dios o con el cumplimiento de lo que decimos tiene que ser nuestra religiosidad o vida cristiana. Algunas ves, sin embargo, damos la impresión que aún nosotros no hemos superado las posturas de los fariseos del siglo primero del cristianismo, de los tiempos de Jesús, que nos denuncia el evangelio, pero que realmente nos está denunciando a nosotros también. Seamos sinceros con nosotros mismos.
No es que no tengamos que cumplir los mandamientos o que no tengamos que hacer las recomendaciones que se nos hacen en todo lo que tendría que ser nuestra vida cristiana. Pero es que en todo eso tenemos que partir de una auténtica fe y de un autentico amor que le tengamos a Dios y a los hermanos, para que tengamos una religiosidad profunda. Esa religiosidad que no podemos medirla por la cantidad de ‘cositas’ o prácticas que realicemos sino que tiene que partir siempre de un auténtico encuentro con el Señor, de una auténtica vida de gracia, de un amor verdadero y profundo no hecho solo de palabras sino porque pongamos toda nuestra vida en ese amor que le tenemos a Dios y que en consecuencia le tenemos también a los demás.
Ahora vamos a comenzar la cuaresma y la Iglesia nos ofrece toda una serie, podríamos llamarlo así, de prácticas y de acciones que nos ayuden a vivir el verdadero sentido de la cuaresma como un camino que vamos a recorrer preparándonos hondamente para vivir las celebraciones de la Pascua del Señor. No es una acumulación de actos o de prácticas religiosas o de penitencia en lo que tenemos que quedarnos. Tiene que ser algo hondo porque en verdad vivamos unas actitudes auténticas de conversión al Señor.
Todo eso que realicemos tiene que irse plasmando de verdad en nuestra vida, en nuestras actitudes profundas, en la conversión de nuestro corazón, en el crecimiento de nuestra fe y de nuestro amor, en el comportamiento en consecuencia y en el trato que tengamos con los que nos rodean. No es la apariencia que nos llevaría a la vanidad, sino las actitudes profundas de nuestro corazón.

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