miércoles, 30 de enero de 2013


Las nuevas actitudes de nuestro corazón para acoger la sementera de la Palabra de Dios

Hebreos, 10, 11-18; Sal. 109; M. 4, 1-20
Hace unos días escuchábamos que ante la aglomeración de la gente que venía a escuchar a Jesús pidió que le ‘tuvieran preparada una lancha, no lo fuera a estrujar el gentío’. Ya comentábamos entonces que en otros momentos del evangelio lo veríamos sentarse en la barca a la orilla del lago para enseñar a la gente. Es lo que hoy contemplamos en el evangelio. ‘Se puso a enseñar otra vez junto al lago y acudió un gentío tan enorme, que tuvo que subirse a una barca; se sentó y el gentío quedó en la orilla. Les enseñó mucho rato en parábolas como El solía enseñar’.
Les hablaba en parábolas del Reino de Dios. En ese lenguaje tan sencillo de las parábolas llenas de imágenes enseñaba a los pobres y a los sencillos que eran los que mejor sabían acoger la Palabra de Dios. Se complace en los humildes. Y serán los sencillos y los pequeños a los que se les revelará el Misterio de Dios, el Misterio del Reino de Dios.
Son necesarias unas actitudes nuevas en el corazón para poder acoger los misterios del Reino. Es una semilla que es sembrada en todo campo y todo campo debería de ser apto para acoger en su seno esa semilla que germine y llegue a dar fruto. La semilla es buena, pero sucede que no siempre esa tierra está debidamente preparada. Hoy nos está queriendo enseñar Jesús cual ha de ser la preparación de esa tierra, cuáles han de ser las actitudes de nuestro corazón.
La tierra arada y preparada para la sementera es una tierra abierta y limpia para que pueda en ella caer la semilla enterrarse para germinar y poder llegar a dar fruto. Los corazones endurecidos con la caparazón del orgullo o de la autosuficiencia, los corazones maleados por el pecado, los corazones que no tienen metas que vayan más allá de lo que tienen inmediatamente delante para buscar una satisfacción pronta y fácil, no son precisamente una tierra buena.
Es necesario dejar meter la reja del arado que revuelva la tierra y arranque todas las malas hierbas, abrojos y zarzales que ahogarán la buena semilla o la planta que comience a surgir o las tijeras de poda que limpiarán de ramajes inútiles que harían infructuosa la planta sembrada. Podría pensar la tierra que es dolorosa esa reja que desgarra la tierra, pero será lo único que la urdirá y la limpiará para que pueda ser tierra preparada. Pensemos en lo que tiene que hacer el buen agricultor para preparar la tierra para la siembra y cuántos sacrificios además han de hacer para el buen cultivo de la tierra y poder llegar a obtener generosos y abundantes frutos.
Dolorosa nos puede resultar la postura y la actitud de la penitencia y de la conversión del corazón que nos hará dar la vuelta la vida arrancando los vicios y las malas costumbres que se nos hayan enraizado, pero es el camino que nos llevará a ser esa tierra buena. Trabajoso será el camino que hemos de recorrer cuando queremos vivir nuestra vida cristiana con toda intensidad, pero solo los esforzados alcanzarán el Reino de los cielos, como nos sugiera Jesús en el Evangelio. ‘Dad los frutos que pide la conversión’, les decía el Bautista a quienes iban a él y los invitaba a preparar sus caminos para la llegada del Señor.
La parábola que nos describe esos tipos distintos de tierras en las que podrá germinar o no esa semilla plantada es muy rica en sugerencias para todo lo que hemos de hacer en nuestra vida para ser esa tierra buena que acoja la semilla de la Palabra de Dios. Vamos a querer acogerla con espíritu humilde y de sinceridad, reconociendo también cuantas cosas quizá haya que renovar en nuestra vida. Vamos a pedirle a pedirle al Señor que nos conceda la sabiduría del Espíritu divino para que podamos en verdad no solo comprender mejor, sino mejor llevar a nuestra vida todo ese mensaje de salvación que Jesús nos anuncia cuando nos invita a vivir el Reino de Dios.
Mucho nos hace reflexionar esta parábola, como mucho será la que tengamos que cambiar en nuestro corazón para ser esa tierra buena. Que el Señor nos conceda el don de la conversión del corazón.

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