sábado, 3 de noviembre de 2012

La persona humilde y sencilla se ganará siempre el cariño de los que le rodean


La persona humilde y sencilla se ganará siempre el cariño de los que le rodean


Flp. 1, 18-26; Sal. 41; Lc. 14, 1.7-11

‘Todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido’. Esta sentencia de Jesús se la hemos escuchado muchas veces pero seguimos sintiendo la tentación y la apetencia de honores, reconocimientos y grandezas humanas.

Jesús había sido invitado a comer en casa de uno de los principales fariseos y allí estaba observando lo que hacían los invitados, iban escogiendo los que consideraban los mejores puestos, los puestos de honor en la mesa. Esto le da ocasión para dejarnos su enseñanza que no es otra que lo que ha sido siempre su manera de actuar en la vida.

El que había venido a servir y no a ser servido. Los discípulos aún se asombrarán cuando en la cena pascual él se ponga a lavarle los pies a cada uno de los discípulos. Es una lección que nos cuesta entender porque siempre está dentro de nosotros ese orgullo y ese amor propio. Queremos aparecer como importantes, que nos vean y reconozcan. Muchas veces y de muchas maneras sentimos esa tentación en nuestro corazón. Si aprendiéramos la lección que distintas, qué sencillas, qué humanas, qué fraternas serían nuestras relaciones.

Ahora les dice claramente a aquellos convidados que allá están dándose codazos por los puestos principales - cuántos codazos nos vamos dando por la vida -. ‘Cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto… no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú…’ Ya escuchamos en otro lugar que nos dice que los últimos serán los primeros y los que quieren ser los primeros van a ser los últimos.

Cuando escuchamos este texto no nos quedemos en la literalidad de sentarnos en un puesto o en otro en la mesa. Eso puede estar reflejando muchas actitudes en otros muchos momentos de la vida. Lo que nos está denunciando Jesús, y en consecuencia queriéndonos dar su enseñanza, es la prepotencia con que muchos van por la vida que parece que todo se lo saben, que son los únicos capaces de hacer las cosas y que los demás son unos ignorantes y unos inútiles.

Hay muchas maneras de manifestar esa prepotencia que humilla y hace daño al otro, que nunca es capaz de valorar lo que hacen los demás, que trata de manipular a las otras personas inutilizándolas quizá para ellos sobresalir. La soberbia es una máscara bien infame que nos ponemos para ocultar quizá nuestras propias debilidades o incapacidades, pero que hemos de saber que esa máscara un día se caerá y vamos tener que reconocer lo que es la realidad de nuestra vida.

Qué hermoso sería que fuéramos capaces de valorarnos unos a otros de verdad; que no me sintiera yo nunca envidioso porque el otro haga las cosas bien; que tenga una actitud humilde para querer aprender de los demás porque reconozcamos que todo no lo sabemos y siempre podemos ayudarnos unos a otros. Una actitud humilde y generosa con los otros nos ayuda a todos a crecer y a realizarnos de verdad y siempre el corazón humilde será capaz de ganarse el cariño y el respeto de los demás.

Esto nos vale en todas las facetas de la vida, de nuestra convivencia diaria o de los trabajos o responsabilidades que tengamos que desempeñar en la vida; esto nos vale en el camino de nuestra vida cristiana, en todo lo que afecto a todos los ámbitos de la Iglesia, como lo que es relación social que hemos de mantener siempre con los demás.

Son cosas que nos hacen pensar. Son lecciones que tenemos que aprender. Son valores que nos enseña a vivir Jesús para que en verdad vayamos construyendo en todo momento el reino de Dios.

viernes, 2 de noviembre de 2012


Un recuerdo de los difuntos desde la esperanza hecho oración


Ayer cuando celebrábamos la festividad de Todos los Santos nos sentíamos impulsados a mirar a lo alto para contemplar toda esa constelación maravillosa de la asamblea festiva de los santos nuestros hermanos que en el cielo cantan la gloria del Señor. Decíamos que la celebración nos llenaba de esperanza, porque eran hermanos nuestros, hombres y mujeres como nosotros que nos precedieron en su caminar por esta tierra con las mismas luchas y debilidades que nosotros y eso nos hacía reafirmarnos en ese camino de mirar a lo alto, en ese camino que nos lleva a la santidad siendo ellos para nosotros estímulo y ejemplo para nuestro caminar.
Con esa misma esperanza hoy queremos recordar a todos los que han muerto; no todos somos santos porque no siempre vivimos la total y radical fidelidad al Señor y al evangelio que nuestra fe nos pediría; por eso nuestro recuerdo desde esa esperanza se hace oración para invocar la misericordia del Señor sobre aquellos que han muerto para que el Señor les haga participar ya para siempre en ese reino de luz y de vida que es la plenitud del Reino de Dios en el cielo.
Miramos a Jesús, muerto y resucitado, y nuestra vida se llena de esperanza porque estamos contemplando la salvación que el Señor nos regala. El Señor siempre es misericordioso y compasivo y aunque nos sentimos abrumados por nuestras debilidades y pecados sin embargo tenemos la esperanza, la certeza en la esperanza, de que también nosotros estamos llamados a la resurrección.
Todo el que cree en Jesús está llamado a la vida y a la resurrección. Podemos recordar aquí las palabras de Jesús a Marta y a María que tantas veces hemos escuchado y meditado. ‘Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí aunque haya muerto vivirá; y todo el que está vivo y crea en mí, jamás morirá’.
En Jesús ponemos nuestra fe; queremos seguir su camino, queremos vivir su vida. Ponemos nuestra fe en Jesús y en Jesús encontramos el sentido más hermoso que podamos darle a nuestra vida. Qué importante que nos reafirmemos en nuestra fe, que hagamos crecer nuestra fe más y más.
Desde la fe cada una de las realidades de nuestra vida adquieren un nuevo sentido y valor. Desde la fe en Jesús nos enfrentamos a la muerte no como a un destino fatal e irremediable, sino descubriendo que en Jesús tenemos la victoria definitiva y total sobre la muerte, porque en Jesús estamos llamados a la vida, porque así como Cristo resucitó también nosotros resucitaremos con El. La muerte ya no es para el hombre un vacío al que no encontremos sentido, sino que en nuestra muerte corporal aunque demos fin a nuestra existencia terrena, sin embargo es una puerta que se abre a una vida sin fin.
Es por eso por lo que a nuestro vivir de cada día queremos darle un sentido hondo; no queremos vivir una vida vacía y sin sentido ni queremos apoyar nuestra vida solo en lo material y lo terreno, o en las riquezas o posesiones que deseemos poseer. No son las riquezas materiales las que llenan de sentido nuestra vida ni las que nos dan la felicidad más verdadera. Hay algo más hondo que sí da riqueza a nuestro existir y es todo lo que por amor hagamos y todo el bien que generosamente repartamos con nuestros semejantes.
Son esos valores vividos desde la responsabilidad e incluso desde el sacrificio los que llenarán nuestra vida de sentido. Será la generosidad de nuestro corazón la que nos hará sentir satisfechos de verdad por dentro, la búsqueda de lo bueno y de lo justo, lo que podamos hacer para que haya más paz en nuestra convivencia de cada día, la sinceridad y autenticidad con que vivamos nuestras relaciones con los demás.
Son consideraciones que nos hacemos para nuestra propia vida cuando estamos haciendo esta conmemoración de los difuntos, porque si tenemos puesta nuestra esperanza en el Señor y deseamos que el Señor en su misericordia los lleve a su Reino eterno, nosotros que aún caminamos por este mundo hemos de saber darle ese hondo sentido a nuestro existir desarrollando todos esos valores que luego en la plenitud de Dios vamos a vivir en una felicidad eterna.
Que el Señor acoja a nuestros seres queridos difuntos que hoy queremos recordar; que sea misericordioso con ellos, es la oración que por ellos hacemos; que Dios les conceda vivir en esa plenitud total de su presencia todo eso bueno que en su vida vivieron y que nosotros como sus descendientes de ellos también aprendimos. Sí, démosle gracias al Señor por cuanto aprendimos de nuestros padres, por cuantas lecciones recibimos en la vida de nuestros mayores, y que eso sea también un acicate para que nosotros dejemos a las generaciones que nos siguen un buen ejemplo de la vivencia de todos esos valores. 

jueves, 1 de noviembre de 2012


Contemplamos la constelación de todos los santos que en el cielo glorifican al Señor

Apoc. 7, 2-4.9-14; Sal. 23; 1Jn. 3, 1-3; Mt. 5, 1-12
Hay personas a las que les gusta subir en la noche a las altas montañas - en nuestro caso, por ejemplo irse a Izaña o Las Cañadas del Teide, nuestras más hermosas montañas - para contemplar en una noche despejada y sin luna, y sin los reflejos de las luces artificiales de nuestras ciudades, las estrellas, las constelaciones, y toda la maravilla del firmamento que podemos contemplar con nuestros ojos.
Es una gozada de espectáculo que nos ofrece la naturaleza. Es una experiencia bella y rica en sensaciones y parece como que el espíritu se eleva para irse tras las estrellas y más allá incluso. Sí, hay que irse a esas alturas donde las luces artificiales de nuestras ciudades no nos impidan ver ese cielo estrellado, porque esas luces como que nos encandilan y nos impedirán contemplar en toda su pulcritud la belleza del firmamento.
Pues bien, creo que la fiesta que celebramos hoy es algo así como irnos a lo alto para ver las estrellas y es que al contemplar a todos los santos que hoy celebramos es como ver esas estrellas luminosas o tintineantes que nos atraen y nos hacen mirar también a lo alto, elevando nuestro espíritu y diciéndonos que en verdad es posible trascender nuestra existencia terrena y tenemos capacidad de ver y poder alcanzar también esa vida de eternidad. Contemplamos, sí y aprovechemos la riqueza de la imagen, el cielo estrellado de la gloria del Señor en todos los santos que cantan la gloria del Señor.
Hemos de cuidar, si, que luces caducas y artificiales pudieran distraernos o impedirnos encontrarnos con la verdadera luz de nuestra vida. Igual que decíamos que las luces artificiales de la tierra podían impedirnos contemplar la belleza de las estrellas del firmamento porque podían encandilarnos, así no podemos dejarnos seducir por esos luces caducas sino que contemplando ese firmamento maravilloso de las estrellas de todos los santos podamos aspirar con seguridad y sin miedo a una santidad semejante a la suya que para nosotros es ejemplo y estímulo de la verdadera santidad.
Celebrar la fiesta de todos los santos es contemplar, sí, esas estrellas, que no nos ofrecen su luz propia, aunque las estemos llamando estrellas, sino que nos estarán reflejando la luz del verdadero y único Sol de nuestra existencia, porque nos harán elevarnos hacia Dios. Nos están señalando un camino que nos eleva y que nos trasciende; nos estarán señalando el camino que nos impulsa hacia lo alto, hacia la verdadera santidad, siendo para nosotros ejemplo y estímulo de ese nuestro caminar.
El Apocalipsis nos habla de muchedumbres innumerables que nadie puede contar y nos está señalando que si así ahora en el cielo pueden cantar la gloria de Dios es ‘porque lavaron y blanquearon sus vestiduras en la sangre del Cordero’, porque un día en su vida supieron decir Sí a Dios y al amor y su vida desde entonces se transformó, se transfiguró por la fuerza del Espíritu - ya para siempre serán los hijos de Dios - para seguir el camino que Jesús nos señala en los evangelios y nos describe tan bien en las Bienaventuranzas.
Ahora cantan ya eternamente en el cielo la alabanza y la gloria del Señor. ‘Hoy nos concedes celebrar la gloria de tu ciudad santa, la Jerusalén celeste que es nuestra madre, donde eternamente te alaba la asamblea festiva de todos los santos, nuestros hermanos’, como decimos en el prefacio.
‘¿Quiénes son y de dónde han venido?’ se pregunta la visión del Apocalipsis. Son, sí ‘la asamblea festiva de todos los santos, nuestros hermanos’; porque son nuestros hermanos, hombres y mujeres como nosotros que nos han precedido en el camino de la vida y que también con sus luchas y con sus debilidades como nosotros, sin embargo se mantuvieron fieles, caminaron ese camino de fidelidad a Dios y al amor, dejando transformar su vida por la gracia del Señor, como ya antes decíamos.
Porque en la fe supieron decir siempre ‘sí’ a Dios y se dejaron iluminar y conducir por su Palabra sintieron que Dios era su única y verdadera riqueza porque, no en los bienes terrenos sino en Dios en donde iban a alcanzar la verdadera plenitud. Desde Dios para siempre iban a encontrar el sentido y el valor para su existencia y ya ninguna luz artificial y humana podría encandilarles para separarles de ese camino de las bienaventuranzas que habían emprendido.
El Papa cuando nos convocaba con la Porta Fidei a este año de la fe nos decía: ‘Durante este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo, «que inició y completa nuestra fe» (Hb 12, 2): en él encuentra su cumplimiento todo afán y todo anhelo del corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al drama del sufrimiento y el dolor, la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y la victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene su cumplimiento en el misterio de su Encarnación, de su hacerse hombre, de su compartir con nosotros la debilidad humana para transformarla con el poder de su resurrección. En él, muerto y resucitado por nuestra salvación, se iluminan plenamente los ejemplos de fe que han marcado los últimos dos mil años de nuestra historia de salvación’.
Pues bien, hoy en esta solemnidad contemplamos a los santos, los que se dejaron conducir por la fe que les llevaba a Jesús y en Jesús encontraban todo el sentido y valor para su vida. Son para nosotros ejemplo y estímulo. En sus vidas queremos leer las Bienaventuranzas de Jesús. A ellos los llamamos hoy bienaventurados, los llamamos dichos, felices porque vivieron ese camino del evangelio y hoy viven la plenitud del Reino de Dios.
‘De ellos es el Reino de los cielos’ porque supieron ser pobres y puros de corazón, misericordiosos y amantes de la paz, sintieron fuertemente en su corazón el hambre por la justicia y la verdad y se hicieron en verdad solidarios con todos los que sufrían o carecían de todo, no importándoles incomprensiones ni persecuciones. Ellos participando ya en plenitud del Reino de Dios pueden contemplar a Dios cara a cara, tal cual es, como nos decía san Juan.
‘En ellos encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad’, porque cuando contemplamos y celebramos a los santos vemos el ejemplo de su vida para nosotros; con el testimonio de su fidelidad y amor nos están recordando el camino de Jesús, el camino del evangelio que nosotros también hemos de recorrer; en ellos nos sentimos estimulados pero a través de ellos, por su intercesión, alcanzamos esa gracia del Señor que necesitamos.
No es un socorro mágico para que nos resuelva nuestros problemas o necesidades materiales lo que le pedimos a los santos. Es su intercesión para alcanzarnos esa gracia del Señor que a nosotros también cada día nos haga más santos - que ‘realicemos nuestra santidad por la participación en la plenitud del amor de Dios’, como decimos en una de las oraciones de la Misa -, para que un día podamos sentarnos también en la mesa del banquete del Reino de los cielos.

miércoles, 31 de octubre de 2012


Esforzaos en entrar por la puerta estrecha…

Ef. 6, 1-9; Sal. 144; Lc. 13, 22-30
Mientras Jesús iba camino de Jerusalén enseñando por todos aquellos lugares por donde pasaba ‘se le acercó uno para preguntarle: Señor, ¿serán pocos los que se salven?’
Ya en otras ocasiones se le habían acercado a Jesús preguntándole qué había que hacer para heredar la vida eterna, como el joven rico; otros le preguntaban qué es lo que había que hacer, cuáles eran los mandamientos y el mandamiento principal; muchos se ofrecían a seguirle, aunque algunas veces con condiciones a los que Jesús se les mostraba con exigencias radicales para su seguimiento. Podríamos decir que era en cierto modo normal que alguien se preguntase si realmente se podía alcanzar aquella salvación y entonces, como ahora preguntan, si serán muchos o pocos los que se salven.
Nosotros nos hubiéramos puesto quizá a hacer rebajas o al menos a suavizar las condiciones para tratar de captar a la gente. Siempre andamos buscando medidas mínimas o el menor esfuerzo, quizá a ver cómo nos hacemos para nadar y guardar la ropa, como se suele decir en expresión vulgar y sencilla. En los raquitismos con que pretendemos medir muchas veces nuestra generosidad vamos buscando quizá lo mínimo que tendríamos que hacer para alcanzar la salvación.
Pero esas no son las medidas ni los parámetros de Jesús. Ya nos dirá en una ocasión que estamos con Él o estamos contra El. ‘El que no recoge conmigo desparrama’. Ahora tampoco se anda con chiquitas. ‘Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, nos dice. Os digo que muchos intentarán entrar pero no podrán’. ¿Será que el Señor quiere ponérnoslo difícil? ¿La salvación tiene un ‘númerus clausus’, un número predeterminado y de ahí no se puede pasar? Ya hemos escuchado en el Evangelio que Jesús nos dice que lo que El quiere es la salvación para todos los hombres. Tiene un carácter y sentido bien universal. Hoy nos está hablando que vendrán de oriente y de occidente, del norte y del sur y se sentarán en la mesa del Reino de los cielos.
Lo que nos está pidiendo Jesús es que cuando demos respuesta a su amor y a la salvación que El nos ofrece en verdad la aceptemos con toda nuestra vida, y que decimos que le amamos y queremos seguirle tiene que ser con toda nuestra vida, en todo lo que hagamos. Que no podemos dejar como lagunas en nuestra vida diciendo, bueno en esto sí, pero en aquello que me cuesta un poco más, pues ya veremos o eso lo dejamos para otro momento. Cuando seguimos a Jesús hemos de hacerlo con toda radicalidad, no valen las medias tintas. Ya nos decía en otra ocasión que no podemos poner la mano en el arado y volver la vista atrás, para hacer nuestras componendas.
Cuando se trata de darle una respuesta de amor ha de ser con todas sus consecuencias, porque la medida del amor con que hemos de amar es el amor que El nos tiene. Y ya sabemos cómo de generoso es su amor y lo universal que es su amor, porque a todos quiere amar y entonces a todos nosotros hemos de amar.
No  nos valen los subterfugios de si yo soy religioso de toda la vida o yo hice una promesa y regalé no sé cuantas cosas. A Dios no lo podemos engañar y no nos podemos quedar en apariencias. Ya sabemos cómo Jesús hablaba fuerte a los fariseos por su hipocresía a los que llamaba sepulcros blanqueados porque por fuera muy bonitos en la apariencia pero por dentro lleno de podredumbre y maldad. Por eso les dice que vendrán otros y se les adelantarán en el Reino de Dios. Sería tremendo que nos creyéramos buenos porque actuamos por las apariencias y luego escuchemos de labios de Jesús ‘alejaos de mí, no os conozco’.
Una llamada que nos hace el Señor a la rectitud de nuestro corazón y al seguimiento radical aunque nos cueste. Nos sentiremos débiles y sin fuerzas propias en muchas ocasiones, pero sabemos que nunca nos faltará la gracia y la fuerza del Señor.

martes, 30 de octubre de 2012


Es un gran misterio y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia

                                                                                                    Ef. 5, 21-33; Sal. 127; Lc. 13, 18-21
‘Aceptad dócilmente la Palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros’, es la antífona que nos ha servido de aclamación al Evangelio y a la Palabra de Dios que hoy se nos ha proclamado. Nos recuerda la semilla con la que se nos compara el Reino de Dios en las parábolas y cómo esa semilla de la Palabra de Dios siempre hemos de acogerla como tierra buena para que dé frutos en nosotros, frutos de salvación.
Con ese amor, con esa humildad, con esa docilidad hemos de acoger siempre la Palabra de Dios en nuestra vida. Es Palabra que nos conduce a la salvación; es Palabra que nos señala caminos de vida y de salvación; es Palabra que nos enseña, nos corrige, nos instruye, nos llena de vida.
Hoy en la carta a los Efesios el apóstol quiere iluminar desde la fe y el sentido cristiano la vida de los esposos y el amor matrimonial. Es su gran mensaje. Que hace resaltar el amor y el respeto, la búsqueda del bien y de la dicha de la felicidad en el amor de la pareja. Y ese amor del hombre y de la mujer, ese amor matrimonial nos es referencia para descubrir las maravillas del amor de Dios, como el amor de Cristo por su Iglesia ha de ser también la referencia y el modelo de lo que ha de ser ese amor matrimonial. ‘Es un gran misterio, termina diciéndonos el apóstol, y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia’.
Intercala el apóstol una hermosa descripción de lo que es el amor de Cristo por su Iglesia cuando nos habla del amor del hombre a su mujer, el amor de los esposos. ‘Como Cristo amó a su Iglesia’, nos dice para enseñarnos como ha de ser ese amor matrimonial. Y explica: ‘El se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para colocarla ante sí gloriosa, la Iglesia, sin mancha, ni arruga, ni nada semejante, sino santa e inmaculada’.
El amor de Cristo nos consagra, nos purifica, nos eleva y dignifica, nos llena de luz y de vida, nos llena de gloria. Nos habla del baño del agua y de la palabra es como una referencia al bautismo, como una referencia a la sangre que Cristo ha derramado para redimirnos, para arrancarnos del pecado, para llenarnos de gracia. Así es el amor que nos ha tenido. Cuando nos sentimos así amados por el Señor nos sentimos puros y santos porque nos ha purificado y nos ha santificado. Así tendría que brillar en nosotros esa santidad a la que nos llama y para lo que nos ha purificado y nos fortalece continuamente con su gracia. 
El amor siempre nos redime y nos llena de vida. El amor siempre nos conduce a una vida en plenitud. Cuando amamos y lo hacemos generosamente y al mismo tiempo nos sentimos amados no sólo somos las personas más felices del mundo sino que desde lo más profundo de nosotros mismos nos sentimos impulsados a lo grande, sentimos deseos de las cosas más hermosas, nos sentimos realizados, como se suele decir mucho hoy, y eso nos llevará también a trasmitir, a comunicar, a empapar de esa alegría que sentimos dentro de nosotros a los demás.
Es la levadura, de que nos habla hoy Jesús en sus parábolas en el evangelio, que hará fermentar la masa de nuestro mundo para hacerla mejor. Es el amor en quien vamos a encontrar sabor para nuestra vida y que nos conducirá a todos a la plenitud. Seremos felices y haremos a los demás también felices. Es la dicha y la felicidad del amor.
Hoy nos dice el apóstol que este amor lo refiere a Cristo y a la iglesia, pero esta manera de amar y de ser felices es la forma de vivir la plenitud del amor del hombre y la mujer, la plenitud del amor matrimonial.

lunes, 29 de octubre de 2012


Como cristianos sois hijos de la luz

Ef. 4, 32-5, 8; Sal. 1; Lc. 13, 10-17
‘Ahora como cristianos, sois hijos de la luz. Vivid como gente hecha a la luz’. Nos viene bien recordarlo. Muchas veces andamos confundidos. La verdad no nos confunde nunca, pero bien sabemos que si nos dejamos contagiar por el espíritu del mundo, terminamos confundiendo lo malo y lo bueno y terminamos desorientados. La Palabra de Dios es luz que nos ilumina y nos hace descubrir el verdadero camino, el verdadero sentido de las cosas.
El apóstol Pablo da unas orientaciones muy precisas a los cristianos de Éfeso. Vivían en un mundo muy adverso porque estaban rodeados de gentes paganas, que no adoraban al Dios verdadero y los cristianos eran minoría. Por eso les dice ‘cuidado que nadie os engañe con argumentos especiosos…’ En ese mundo siempre han de comportarse con actitudes cristianas y valores nacidos del evangelio.
Como decíamos antes, nos viene bien recordarlo porque también hoy nos puede entrar esa confusión. Vivimos también en un mundo muy paganizado a nuestro alrededor aunque estén la mayoría bautizados. Y también hemos de estar precavidos. Cuántas veces nos dicen, ‘total eso no es nada malo, eso es natural, si todo el mundo lo hace…’ y no podemos ver confundidos si no analizamos bien las cosas, si no reflexionamos hondamente ante lo que vamos a hacer para descubrir su verdadera bondad si la tiene. Y nuestro punto de referencia tiene que ser siempre el evangelio. A todo el mundo hoy le da igual cualquier cosa. Y eso  nos puede confundir y desorientar.
‘Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo. Sed imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave olor’. Siempre en la base y como fundamento de todo el amor. Y para vivir ese amor cristiano que nos hace pacientes, comprensivos y nos lleva a perdonar siempre miramos lo que es el amor de Dios, el amor con que Jesús se entregó por nosotros. No es poco alto el listón que nos propone para que lleguemos a alcanzarlo: ‘sed imitadores de Dios, como hijos queridos’. Nuestro modelo, la altura a la que hemos de aspirar es el amor que Dios nos tiene.
Lo demás está fuera de sitio. Inmoralidades, chabacanerías, indecencias, ambición por el dinero, estupideces… todo eso lejos de nuestra vida. Fijaos que el afán del dinero nos lo pone como una idolatría; efectivamente lo convertimos fácilmente en dios de nuestra vida. Y como diría Jesús en el evangelio no podemos servir a dos señores, no podemos servir a Dios y al dinero. Y nos dice que quienes actúan así están bien lejos del Reino de Dios.
Una cosa que a mi me repugna enormemente hoy día es el lenguaje tan chabacano que se utiliza en nuestras conversaciones. Agradezco a mis padres que me enseñaran eso y me lo metieran bien en la cabeza, porque nunca en mi casa escuché yo ese lenguaje lleno de palabrotas y de insultos, como hoy tan habitualmente escuchamos. Y la gente habla así y les parece lo más natural del mundo; y se emplean palabras insultantes, ofensivas e hirientes con mucha facilidad. Para mí denota un vacío interior muy grande, porque si en verdad lleváramos algo hondo dentro de nosotros nunca emplearíamos un lenguaje así.
Quizá en mi comentario he entrado en algo muy de mi experiencia personal, pero me ha hecho recordar esto lo que nos dice el apóstol. Y en verdad quien quiere vivir según el modelo del amor de Cristo creo que de ninguna manera podría tener actitudes o palabras hirientes para sus semejantes. El amor siempre nos lleva a la delicadeza más exquisita. El amor siempre evitará lo que pueda ser ofensivo para los demás. El amor nos llevará a ser comprensivos con los otros ofreciendo siempre actitudes de perdón.
Somos hijos de la luz, como recordábamos al principio, y ninguna sombra tendría que enturbiar nuestra vida ni nuestra relación con los demás. 

domingo, 28 de octubre de 2012


Al momento recobró la vista y lo seguía por el camino

Jer. 31, 7-9; Sal. 125; Hb. 5, 1-6; Mc. 10, 46-52
¿Cuál es la luz que realmente nosotros buscamos para nuestros ojos? O lo que en cierto modo es lo mismo preguntarnos, ¿cuál es la ceguera que nosotros tenemos? Comienzo haciéndome estas preguntas ante el episodio que nos narra hoy el evangelio. Muchas más podrían ser las preguntas que siguiéramos haciéndonos.
El evangelio nos habla de un ciego que está allí al borde del camino pidiendo limosna en las afueras de Jericó cuando pasa Jesús camino de Jerusalén. La imagen del ciego al borde del camino nos está hablando de su pobreza, una pobreza a la que quizá le haya llevado su ceguera. Suplica a los que pasan desde su necesidad; le falta la luz de sus ojos y su vida se ve envuelta en mil problemas que le llevan a esa situación de muchas carencias en su vida.
Muchos ciegos al borde del camino nos encontramos en el evangelio, pero ¿no habrá muchos ciegos al borde del camino de la vida por donde nosotros transitamos? Será la carencia de luz para sus ojos ciegos - y ya podemos comprender lo duro que es ir en la vida con esa carencia física - pero pueden ser otras las oscuridades que puedan anular la vida y llenarla de muchas limitaciones cuando nos vemos envueltos por los problemas de cada día o cuando hayamos perdido la ilusión y la esperanza. Cuando se llega a una situación así parece que se camina dando tumbos y sin un rumbo verdadero.
Bartimeo - así se llamaba el ciego de Jericó, el hijo de Timeo - se enteró que quien pasaba era Jesús y se puso a gritar. ‘Hijo de David, ten compasión de mi’. Un grito muy profundo por su gran sentido. Sin embargo, aquellos gritos molestaban a algunos de los que también iban de camino. Sigo haciéndome preguntas, ¿por qué? ¿molestaba la ceguera y la pobreza de aquel hombre porque quizá estaba reflejando sus propias pobrezas y cegueras? Algunas veces no nos gusta mirarnos en el espejo, no nos gusta vernos retratados porque tendríamos que reconocer nuestra propia situación.
Pero Jesús no pasa de largo. Jesús se detiene. Jesús pide que lo llamen y lo traigan. Aunque algunas veces nosotros nos llenemos de dudas, Jesús si está atento a nuestro grito y a nuestras necesidades. A los que antes les molestaban aquellos gritos ahora les toca, mal a su pesar, que conducir a aquel ciego hasta Jesús. ‘Animo, levántate, que te llama’, le dicen. Con lo fácil que es tender una mano para levantar en el ánimo y la esperanza a quien encontramos al borde del camino… Algunas veces nos resistimos y no queremos arrancarnos de nuestra comodidad o nuestra rutina. Necesitamos quizá un toque de atención para salir de nuestras cegueras y cerrazones y comenzar a tener otras ilusiones en la vida que nos conduzcan a una mayor plenitud.
‘Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús’. Sabía que algo nuevo y bueno le iba a suceder. No necesitaba ya de aquel manto signo de su pobreza y necesidad. Para poder dar el salto que le acercase a Jesús tendría que liberarse de muchas cosas, quitar todos los impedimentos. Muchas veces nos cuesta, pero él estaba decidido a lo nuevo que aparecía en su vida. Ninguna oscuridad le iba a atar de aquí en adelante.
‘¿Qué quieres que haga por ti?... Maestro, que pueda ver…’ ¿No estaba él al borde del camino para pedir limosna desde necesidad y pobreza? Pero no le pide limosna, ninguna cosa material a Jesús. ‘Que pueda ver’. Lo que necesita es la luz y la luz ya la está encontrando antes incluso que Jesús le diga que ya está curado. La fe ha obrado el milagro en su corazón.
Una luz ha llegado de verdad a su vida en el encuentro con Jesús. Sus ojos se han abierto y qué bellas vería todas las cosas porque esa es la primera sensación que tienen los que han recobrado la luz de sus ojos, pero es otra belleza la que puede contemplar. ‘Al momento recobró la vista y lo seguía por el camino’, dice el evangelista. Conoció a Jesús, se despertó la fe en su corazón y ya desde entonces era discípulo que seguía a Jesús por el camino. Pudo contemplar la belleza de la fe, la belleza de una vida iluminada por la fe donde todo adquiere ahora un nuevo sentido.
A partir de este momento seguro que a muchos otros se les abrieron también los ojos del alma para descubrir quizá cuáles eran sus cegueras. En el proceso de este ciego otros muchos lo iban acompañando, porque, ciegos al principio quizá sin darse cuenta de su ceguera, a la Palabra de Jesús pronto cambian y los que antes se oponían porque les molestaban los gritos de Bartimeo comienzan a abrir los ojos cuando comienzan a prestar el servicio de ayudar al ciego a llegar hasta Jesús. La fe y el amor nos hacen abrir los ojos de verdad.
Nos puede a nosotros también hacer mirar nuestras cegueras porque la fe se nos haya debilitado, hayamos perdido por alguna razón la ilusión o la esperanza en la vida, o se nos haya enfriado la intensidad de nuestro amor. Son muchas las cegueras que nos hacen insensibles a la luz verdadera porque nos cerramos, nos encerramos en nosotros mismos y nos cuesta ver la luz que puede hacer distinta nuestra vida.
Los problemas, la inestabilidad en que vivimos la vida quizá en estos momentos agravada por la crisis que pasa toda nuestra sociedad que no es sólo la económica, las limitaciones a que nos vemos sometidos cuando no podemos actuar con verdadera libertad, o las enfermedades, los sufrimientos o las debilidades que nos van apareciendo con el paso de los años. Esas cosas a veces nos encierran para no ver salidas, para perder la ilusión por la vida y la esperanza de poder hacer que las cosas sean mejores, oscurecen nuestra vida.
Son cegueras en las que nos sumergimos o nos hacen sumergirnos los demás. Porque una cosa terrible es cuando nosotros no sólo no trasmitimos ilusión y esperanza a los demás sino que incluso se las tratamos de quitar. ¿Seremos como aquellos que querían hacer callar los gritos del ciego de Jericó? ¿Nos estaremos dando cuenta, entonces, de cuáles son también nuestras cegueras?
Eso no tendría que pasarnos a los que creemos en Jesús y queremos seguirle. Sabemos que Jesús es nuestra luz y con El a nuestro lado nunca tendríamos que quedarnos ciegos. La fe que tenemos en El es esa luz que siempre nos ilumina. En esa fe que tenemos en Jesús nuestra vida tendría que estar siempre llena de alegría.
‘El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres’, repetíamos en el salmo, después de escuchar ese ilusionante anuncio de Jeremías invitándonos a la alegría. ‘Gritad de alegría… regocijaos… el Señor ha salvado a su pueblo… os congregaré de los confines de la tierra, entre ellos ciegos y cojos… una gran multitud retorna… los guiaré entre consuelos…’
Creo que después de esta reflexión que nos hacemos hemos de caer en la cuenta de una misión que tenemos en medio del mundo que nos rodea. Llenos de luz tenemos que anunciar la luz; llenos de esperanza en nuestro corazón estamos llamados a dar esperanza, a sembrar ilusión y optimismo en cuantos están a nuestro lado hundidos y desesperanzados. No podemos ser profetas de calamidades sino mensajeros de esperanza que ayuden a levantarse los corazones de tantos que sufren a nuestro lado. Como aquella gente que cambió y luego ayudaba dando ánimos al ciego para que fuese hasta Jesús que lo esperaba. Tenemos que hacer eso con nuestro mundo.
‘Señor, que pueda ver’, le pedimos nosotros también a Jesús.