martes, 30 de octubre de 2012


Es un gran misterio y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia

                                                                                                    Ef. 5, 21-33; Sal. 127; Lc. 13, 18-21
‘Aceptad dócilmente la Palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros’, es la antífona que nos ha servido de aclamación al Evangelio y a la Palabra de Dios que hoy se nos ha proclamado. Nos recuerda la semilla con la que se nos compara el Reino de Dios en las parábolas y cómo esa semilla de la Palabra de Dios siempre hemos de acogerla como tierra buena para que dé frutos en nosotros, frutos de salvación.
Con ese amor, con esa humildad, con esa docilidad hemos de acoger siempre la Palabra de Dios en nuestra vida. Es Palabra que nos conduce a la salvación; es Palabra que nos señala caminos de vida y de salvación; es Palabra que nos enseña, nos corrige, nos instruye, nos llena de vida.
Hoy en la carta a los Efesios el apóstol quiere iluminar desde la fe y el sentido cristiano la vida de los esposos y el amor matrimonial. Es su gran mensaje. Que hace resaltar el amor y el respeto, la búsqueda del bien y de la dicha de la felicidad en el amor de la pareja. Y ese amor del hombre y de la mujer, ese amor matrimonial nos es referencia para descubrir las maravillas del amor de Dios, como el amor de Cristo por su Iglesia ha de ser también la referencia y el modelo de lo que ha de ser ese amor matrimonial. ‘Es un gran misterio, termina diciéndonos el apóstol, y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia’.
Intercala el apóstol una hermosa descripción de lo que es el amor de Cristo por su Iglesia cuando nos habla del amor del hombre a su mujer, el amor de los esposos. ‘Como Cristo amó a su Iglesia’, nos dice para enseñarnos como ha de ser ese amor matrimonial. Y explica: ‘El se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para colocarla ante sí gloriosa, la Iglesia, sin mancha, ni arruga, ni nada semejante, sino santa e inmaculada’.
El amor de Cristo nos consagra, nos purifica, nos eleva y dignifica, nos llena de luz y de vida, nos llena de gloria. Nos habla del baño del agua y de la palabra es como una referencia al bautismo, como una referencia a la sangre que Cristo ha derramado para redimirnos, para arrancarnos del pecado, para llenarnos de gracia. Así es el amor que nos ha tenido. Cuando nos sentimos así amados por el Señor nos sentimos puros y santos porque nos ha purificado y nos ha santificado. Así tendría que brillar en nosotros esa santidad a la que nos llama y para lo que nos ha purificado y nos fortalece continuamente con su gracia. 
El amor siempre nos redime y nos llena de vida. El amor siempre nos conduce a una vida en plenitud. Cuando amamos y lo hacemos generosamente y al mismo tiempo nos sentimos amados no sólo somos las personas más felices del mundo sino que desde lo más profundo de nosotros mismos nos sentimos impulsados a lo grande, sentimos deseos de las cosas más hermosas, nos sentimos realizados, como se suele decir mucho hoy, y eso nos llevará también a trasmitir, a comunicar, a empapar de esa alegría que sentimos dentro de nosotros a los demás.
Es la levadura, de que nos habla hoy Jesús en sus parábolas en el evangelio, que hará fermentar la masa de nuestro mundo para hacerla mejor. Es el amor en quien vamos a encontrar sabor para nuestra vida y que nos conducirá a todos a la plenitud. Seremos felices y haremos a los demás también felices. Es la dicha y la felicidad del amor.
Hoy nos dice el apóstol que este amor lo refiere a Cristo y a la iglesia, pero esta manera de amar y de ser felices es la forma de vivir la plenitud del amor del hombre y la mujer, la plenitud del amor matrimonial.

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