sábado, 20 de octubre de 2012


El Espíritu Santo os enseñará lo que tenéis que vivir

Ef. 1, 15-23; Sal. 8; Lc. 12, 8-12
‘El Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir’. Así nos dice Jesús y nos asegura la fuerza que no nos faltará y nos anima a la confianza.
Queremos ser fieles y queremos manifestarnos como creyentes y como cristianos. No nos falta entusiasmo y ganas, pero hemos de reconocer que hay ocasiones en que nos sentimos débiles para dar testimonio de nuestra fe. En ocasiones quizá la debilidad la sentimos porque nos falta seguridad en nosotros mismos y nuestra formación quizá es deficiente y nos encontramos sin palabras para responder a lo que nos puedan cuestionar. Nos cuesta dar razón de nuestra fe y nuestra esperanza.
En ocasiones nos sentimos acobardados porque nos parece que estamos solos y rodeados por todos lados de gente que piensa distinto o se opone a nuestro pensamiento y al sentido de nuestra vida. Nos sentimos confusos en medio de tantas cosas distintas que escuchamos o vemos por aquí o por allá. Nos sentimos débiles en las persecusiones que de una forma o de otra, unas veces de forma muy directa, pero otras recibidas de forma muy sutil vamos padeciendo o nos vamos encontrando en la vida.
Son las debilidades de nuestra fe no siempre suficientemente formada. Son las debilidades de nuestra fe porque quizá nos falta también tener muy presentes esas experiencias de Dios que hemos tenido en nuestra vida y que en otros momentos nos han ayudado a mantenernos firmes en nuestra fe. Pero hemos de saber fiarnos del Señor, de su Palabra que nos asegura su presencia, la fuerza de su Espíritu, la gracia que nunca nos faltará. Hoy lo hemos escuchado.
‘Si uno se pone de mi parte ante los hombres, también el Hijo del Hombre se pondrá de su parte ante los ángeles de Dios’. Jesús nos está animando a que seamos capaces de dar ese valiente testimonio de nuestra fe. Como hemos reflexionado en otros momentos, que nos sintamos orgullosos de nuestra fe; que nos sintamos seguros y alegres por la dicha de creer. Que seamos capaces en todo momento de dar ese buen olor de Cristo que todo ungido en el Señor ha de dar siempre.
Por eso  nos ha dicho hoy que ‘cuando os conduzcan a la sinagoga, ante los magistrados y autoridades, no os preocupéis de lo que vais a decir o de cómo os vais a defender. Porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir’. El Espíritu Santo está con nosotros, es nuestro abogado y nuestro defensor.
En lo que hemos escuchado hoy de la carta a los Efesios san Pablo alaba la fe de los cristainos de aquella comunidad. ‘Ya he oído hablar de vuestra fe en Cristo y de vuestro amor a todo el pueblo santo y no ceso de dar gracias por vosotros, recordándoos en mi oración’. El Apóstol se siente orgulloso de la fe de aquella comunidad y reza por ellos para que no les falte la fuerza del Espíritu, que les ilumine y los fortalezca, les haga conocer profundamente todo el misterio de Cristo, y les llene de esperanza que tiene que animar siempre sus vidas.
Creo que lo hemos de convertir también en nuestra oración. ‘Os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo’. Antes decíamos que muchas veces nuestra debilidad en la fe parte de esa deficiente formación. Pues que el Espíritu del Señor nos ilumine y siembre en nuestros corazones ese deseo de crecer más y más en nuestra fe, de profundizar en el conocimiento de todo ese misterio de Dios, para crecer en esa fe y en ese amor.
Crecer en el conocimiento de todo lo que es nuestra fe que es crecer en la vivencia de Dios. No es un conocimiento que se quede en conceptos sino que es vivir más y más a Dios, dejarnos inundar por su vida que es dejarnos inundar de su Espíritu; dejarnos conducir por la fe, por la gracia del Espíritu que nos llevará a ese conocimiento de Dios, a esa vivencia de nuestra fe, a esa vivencia de Dios.
Podremos proclamar con toda nuestra vida que Jesús es el Señor para gloria de Dios Padre.

viernes, 19 de octubre de 2012


La dicha y el gozo de estar marcados para Cristo y ser cristianos

Ef. 1, 11-14; Sal. 32; Lc. 12, 1-7
‘Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad’, decimos con el salmo. Dichosos porque somos elegidos y amados. Triste se siente quien no es amado, a quien nadie tiene en cuenta. Es una dicha poder sentirnos amados y de eso podemos estar muy seguros en el Señor. Somos el pueblo elegido y amado del Señor. Pero somos amados de Dios con nuestro nombre, podríamos decir para expresar ese amor personal que el Señor nos tiene a cada uno de nosotros.
El salmo y el responsorio que vamos repitiendo en la celebración de la Eucaristía es oración, la oración con que nos hacemos eco y queremos responder a lo que el Señor nos ha manifestado en su Palabra, sobre todo en la primera lectura. Hoy en la primera lectura hemos escuchado a san Pablo en la carta a los Efesios, que ayer se comenzaba a leer, aunque por la festividad de san Lucas tuvimos otras especiales lecturas.
En el comienzo de esta carta de san Pablo a los Efesios el apóstol comienza bendiciendo y dando gracias a Dios que desde toda la eternidad nos ha amado y nos ha llegado de toda clase de bendiciones en la persona de Jesús. Así nos decía que ‘nos eligió en la persona de Cristo - antes de crear el mundo - para que fuéramos santos e irreprochables en el amor y nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos…’ Y todo esto se manifiesta en la redención con que Cristo nos ha redimido ‘por su sangre’ para alcanzar el perdón de los pecados.
Hoy en la continuación nos dice que ‘a esto estábamos destinados por decisión del que hace todo según su voluntad’. Y esto nos llena de esperanza, nos hace querer alabar y bendecir al Señor en todo momento. Y nos dice más, que ‘a los que hemos sido salvados y hemos puesto  nuestra fe en El, nos ha marcado por Cristo con el Espíritu Santo prometido’.
Es hermoso. Estamos marcados por el Espíritu para ser de Cristo. ¿No nos llamamos cristianos? Cristiano es el que es de Cristo, el que está marcado para Cristo. Somos obra suya. Nos ha comprado con su sangre y para siempre hemos de ser de Cristo. Dichosos nosotros a los que El eligió, como decíamos con el salmo. Es un gozo grande, una dicha y un orgullo llevar para siempre esa marca de Cristo, que nos podamos manifestar siempre ante todos como de Cristo.
Podríamos recordar aquí los signos que acompañaron nuestro bautismo. Primero que nada fuimos marcados con la señal de la Cruz; el sacerdote, nuestros padres y padrinos nos hicieron al comienzo de la celebración ese signo sobre nuestra frente. Era un marcarnos para Cristo, íbamos a ser para siempre propiedad de Cristo. Pero luego, una vez que salimos de la fuente bautismal, fuimos ungidos con el crisma santo, para significar esa marca profunda que llevamos en nuestra vida. Es una marca indeleble, por mucho que nosotros queramos no se puede borrar, para siempre somos ya cristianos, para siempre hemos sido hechos hijos de Dios.
Con qué orgullo hemos de llevar esa marca de Cristo en nuestra vida. Con qué gozo y orgullo hemos de hacer la señal de la cruz allá por donde vayamos manifestando que somos cristianos, que somos de Cristo. Y como aquella unción fue hecha con el crisma, que es aceite perfumado, aceite mezclado con un ungüento lleno de perfume, así por donde vayamos hemos de ir dando siempre ese buen olor de Cristo. Y quien va perfumado no lo puede disimular porque el perfume lo delata; así tendría que ser en nuestra vida, siempre hemos de reflejar en nuestra vida, en nuestros actos, en nuestras actitudes, en nuestros comportamientos que somos seguidores de Cristo, que somos cristianos.
Una de las cosas que nos ha dicho el Papa a la hora de convocar este año de la fe es que los cristianos manifestemos ante el mundo la alegría de nuestra fe. Un cristiano triste, que parece que oculta en su vida el gozo que tiene que llevar en el alma por creer, no sería un cristiano atractivo, que con su vida fuera un referente atrayente para el mundo de increencia que nos rodea. Que manifestemos siempre esa alegría de nuestra fe, porque nos sentimos dichosos de ser unos seguidores de Cristo, de que Cristo  nos haya llamado y elegido y haya derramado su amor sobre nosotros.

jueves, 18 de octubre de 2012


Con san Lucas testigos de la alegría de la fe y de la esperanza

2Tim. 4, 9-17; Sal. 144; Lc. 10, 1-9
Siempre tiene que ser así el evangelio, una buena noticia que nos llena de alegría, que suscita esperanza y que nos anuncia lo que es el amor y la misericordia del Señor sobre todo para los más humildes y los más pobres. Pero si decimos esto siempre del evangelio con muchísima razón lo decimos del evangelio de san Lucas, el evangelista que hoy estamos celebrando.
Lucas fue compañero de viaje de san Pablo y el que en momentos difíciles para el apóstol estuvo con toda fidelidad junto a él, como no lo recuerda el propio Pablo en la carta a Timoteo, ‘sólo Lucas está conmigo’.
‘El médico querido’, como lo llama el apóstol es ‘el cantor de la mansedumbre de Cristo’, como lo llama Dante. Interesado en trasmitirnos con toda fidelidad la Buena Noticia de Jesús, como él mismo dice en el principio de su evangelio, trató de investigar con todo detalle y cuidadosamente lo sucedido desde el principio para hacernos una exposición ordenada, como dice él mismo en el inicio de su evangelio.
Una Buena Noticia que nos llena de alegría, decíamos al principio de nuestra reflexión, y podríamos decir que así entre anuncios y constataciones de alegría está enmarcado todo su evangelio. Es quien nos habla del ángel que hace el primer anuncio del nacimiento de Jesús comunicando una gran alegría. ‘Os anuncio una gran alegría, les dice a los pastores, que lo será para todo el pueblo. Os ha nacido un Salvador, que es el Mesías, es el Señor’.
Terminará el evangelio hablándonos de nuevo de la alegría con que regresaron a Jerusalén los apóstoles después de la Ascensión del Señor. ‘Ellos, después de postrarse ante él, se volvieron a Jerusalén rebosantes de alegría’.
Es la alegría en la montaña por el nacimiento de Juan, como es la alegría de los apóstoles cuando se les manifiesta resucitado, de modo que ‘por la alegría y el asombro aún se resistián a creer’. Pero será la alegría y el gozo de los pobres y de todos los que sufren cuando se les anuncia la Buena Nueva del Reino de Dios. ‘Los pobres serán evangelizados’, anunció con el profeta en la sinagoga de Nazaret, pero que seria también la alegría de los ciegos que recobrasen la vista, o los inválidos que recobrasen el movimiento de sus miembros.
Buena Noticia que les llenaba de alegría cuando se sentían perdonados porque grande era la misericordia del Señor llega a sus fieles de generación en generación, como cantaría María en el Magnificat y llenos de esperanza se ponían en camino de una vida nueva y distinta que era el Reino de Dios que Jesús anunciaba y constituía, porque ‘eran derribados los poderosos de sus tronos y enaltecidos los humildes, los hambrientos se veían colmados de bienes, mientras los ricos eran despedidos sin nada’.
Estamos recogiendo algunos aspectos del mensaje maravilloso que nos trasmite Lucas en su evangelio. Como decíamos buena nueva de esperanza y de alegría, que nos manifiesta la misericordia del Señor y nos pone en el camino nuevo del amor. ‘San Lucas, como expresamos en una de las antífonas de la liturgia, al darnos su evangelio nos anunció al Sol que nace de lo alto, Cristo, nuestro Señor’. Por eso también, en la oración litúrgica, manifestamos que el Señor eligió a san Lucas ‘para que nos revelara, con su predicación y sus escritos, tu amor a los pobres’.
Como proclamará Lucas en las Bienaventuranzas ‘dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios, dichosos los que ahora tenéis hambre, porque Dios os saciará, dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis… alegraos y saltad de gozo ese día porque vuestra recompensa será grande en el cielo’.
Que cuantos hoy celebramos esta fiesta de san Lucas, como nos enseña él también, en los Hechos de los Apóstoles, lleguemos a vivir con un mismo corazón y un mismo espíritu y atraer a todos los hombres a la salvación. Que seamos en verdad testigos de la alegría de nuestra fe y de nuestra esperanza, porque creemos en la misericordia del Señor que se derrama sobre todos los hombres. 

miércoles, 17 de octubre de 2012


Vivamos en el Espíritu para que brillen las obras del Espíritu

Gál. 5, 18-25; Sal. 1; Lc. 11, 42-46
‘Los que son de Cristo han crucificado su carne con sus pasiones y deseos. Si vivimos por el Espíritu, marchemos tras el Espíritu’. Así nos dice san Pablo en la carta a los Gálatas. Ya antes nos había dicho ‘para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado’.
Hermoso mensaje en que nos sentimos liberados por Cristo. Hermoso mensaje que nos reconforta y nos estimula a vivir la vida dejándonos conducir por el Espíritu de Dios. Cuántas veces seguimos haciendo en la vida aquello que no quisiéramos hacer. Nos sentimos como impelidos a dejarnos arrastrar por la pasión. Nos cuesta muchas. Muchas veces hasta pensamos que es imposible liberarnos, actuar con verdadera libertad. Nos arrastra la pasión y nos parece imposible. Nos cegamos y ya no somos capaces de ver otra cosa.
Lo hemos experimentado en nosotros mismos y tantas veces lo escuchamos decir. Y decimos que es cuestión de la naturaleza, que si somos así, que si son cosas naturales que no tenemos por qué controlar. Tantas cosas en las que queremos justificarnos. Pero ¿quién es el dueño de nuestra vida? ¿La pasión? ¿Ese impulso ciego? ¿Es que somos solo producto del instinto? ¿Dónde está nuestra capacidad de razonar y nuestra voluntad?
Es fuerte la pasión pero nuestro yo tiene que estar por encima de todo eso. Nos cuesta y, como decíamos, nos cegamos muchas veces, pero hemos de saber tomar en nuestras manos las riendas de nuestra vida. Cuando nos dejamos arrastrar ciegamente por la pasión ya sabemos dónde vamos a terminar y como nos endiosaremos de tal manera que queremos dominar a cuanto nos rodea, quienes no somos capaces de dominarnos a nosotros mismos.
Terminaremos en las obras de la carne, como nos dice hoy el apóstol. ‘Las obras de la carne están patentes: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, enemistades, contiendas, celos, rencores, rivalidades, partidismo, sectarismo, envidias, borracheras, orgías y cosas por el estilo’.
Tremendo listado, podemos decir, nos ofrece el apóstol donde se entremezclan muchas cosas pero en que en unas y otras estamos viendo ese desorden que se produce en nuestra vida primero para no darle un sentido profundo y noble a lo más íntimo de nosotros mismos, pero en lo que luego terminaremos en multitud de reacciones y actitudes negativas en nuestra relación con los demás. Sería necesario detenerse un poquito en todo esto para reflexionar, para analizar las cosas que de este estilo nos van sucediendo en nuestra vida.
Pero como nos ha dicho ya previamente la Palabra del Señor ‘Cristo nos ha liberado’; Cristo está con nosotros para ayudarnos a vencer y dominar ese mal que se nos mete en el corazón y que tanto daño nos hace. Cristo nos trae el perdón para tantas veces en que dejándonos arrastrar por la pasión hemos caído en el pecado, pero nos da también la fuerza de su Espíritu que nos ayuda a liberarnos, a superar situaciones, a cambiar en verdad nuestra vida.
Que seamos capaces de hacer brillar en nosotros los frutos del Espíritu: ‘amor, alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, lealtad, amabilidad, dominio de sí…’ Qué distinta sería nuestra vida y qué distintas nuestras relaciones con los demás. Qué mundo tan distinto podríamos hacer y qué felices seríamos, porque si nos fijamos bien en aquellas obras de la carne al final no terminaremos ni siendo felices nosotros mismos ni ayudando a ser felices a los demás. Dejémonos conducir por el Espíritu, ‘vivamos en el Espíritu, caminemos tras el Espíritu’.

No nos contentemos con limpiar la copa y el plato sólo por fuera

Gál. 5, 1-6; Sal. 118; Lc. 11, 37-41
‘El fariseo se sorprendió al ver que Jesús no se lavaba las manos antes de comer’. Había invitado a Jesús a comer y éste había entrado y se había sentado a la mesa sin hacer las abluciones rituales que tenían por norma ya lo que los fariseos le daban mucha importancia.
Allí estaba el fariseo observando lo que hacia Jesús y juzgando en su interior. Ya conocemos cuáles eran sus rigorismos en este sentido. Pero también sus juicios y sospechas desde su puritanismo tan riguroso.
Pero Jesús conoce el corazón del hombre y lo que valora Jesús es lo que tenemos en nuestro interior. No son observancias externas vacías de contenido lo que hay que valorar y donde hemos de poner nuestra salvación. La salvación nos viene de Dios y nuestra respuesta no se puede quedar en meros formulismos ni en posturas rituales. La respuesta tiene que surgir desde la sinceridad del corazón y desde nuestro obrar con rectitud.
Es el camino que Jesús repetidamente nos enseñará y la ocasión es propicia para recordarnos cómo aunque aparentemente por fuera conservemos las formas, por así decirlo, sin embargo muchas veces tenemos el corazón lleno de maldad. ‘Vosotros, los fariseos, limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro rebosáis de robos y maldades’.
Y lo que hemos de tener limpio de toda maldad es el interior del corazón del hombre. Es ahí donde tenemos que examinarnos, revisarnos continuamente. Cuesta, porque tratamos de ocultar esos malos deseos, no queremos dejar traslucir la maldad que tantas veces se nos mete en el corazón. Tenemos la tentación de dar una apariencia de buenos, pero tenemos que serlo de verdad. Por eso hemos de poner amor verdadero en nuestro corazón, porque si amamos de verdad a los demás nunca querremos lo  malo para los otros.
‘Los limpios de corazón verán a Dios’, es una de las bienaventuranzas que Jesús nos proclama en el sermón del monte. Por eso quitemos toda malicia, desconfianza, recelos, resentimientos, envidias. Ni en lo más oculto permitamos que esas posturas o actitudes se nos metan por dentro. Pidámosle al Señor que nos dé esa pureza interior. Seamos capaces de pensar siempre bien de los demás. Nunca deseemos lo malo a nadie por mucho mal que nos hayan podido hacer. Demos por supuesto siempre lo bueno y vayamos con el corazón y los brazos abiertos hacia los demás.
No nos contentemos con limpiar la copa y el plato sólo por fuera. Limpiemos el interior. Que nuestro corazón esté siempre limpio de toda  malicia. Si fuéramos capaces de ir por la vida con esos buenos deseos e intenciones cuántos problemas nos evitaríamos, cómo aprenderíamos a aceptarnos, y cómo lograríamos hacer más felices a los demás. Estaríamos realizando en verdad los valores del Reino de Dios.

lunes, 15 de octubre de 2012


Un modelo de camino de perfección, santa Teresa de Jesús

Ecl. 15, 1-6; Sal. 88; Mt. 11, 25-30
‘Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo’. Con esta antífona tomada de los salmos comienza la liturgia este día de la fiesta de Santa Teresa de Jesús. ¡Qué mejor para expresar el ansia de Dios de aquella alma sedienta de infinito que llegó a unión tan profunda con Dios en la mística de la contemplación!
Contemplar a Santa Teresa de Jesús es contemplar un ‘camino de perfección’ que fue todo el trascurso de su vida. A los diez y ocho años entra en el Carmelo, en el Monasterio de la Encarnación de Ávila donde había nacido. Han de pasar muchos años de luchas, de altibajos, de momentos de sequedad y momentos de consolación hasta que va subiendo poco a poco los peldaños de ese castillo interior que le llevaría a la perfección y a la santidad.
Ella misma lo narra con toda sinceridad en el libro de su vida. Momentos de cercanía de Dios y momentos de aridez espiritual, pero en los que poco a poco va enamorándose más y más del Amor de su vida. Era una guerra interior como ella misma explica. ‘Ni yo gozaba de Dios, ni traía contento en el mundo. Cuando estaba en los contentos del mundo, en acordarme de lo que debía a Dios era con pena; cuando estaba con Dios, las aficiones del mundo me desosegaban’. Pero poco a poco fue profundizando en oración que para ella era sentirse mirada de Dios para tratar con El de las cosas del Amado.
Cuando finalmente se da totalmente a Dios emprende la reforma del Carmelo, se va a San José, en el mismo Ávila y luego recorrería los caminos de España como la monja andariega fundando conventos y monasterios a lo largo y ancho de toda la geografía peninsular. Con san Juan de la Cruz colaboró en la reforma de la Orden Carmelitana que haría tanto bien a la Iglesia.
En la liturgia de este día se nos dice que el Señor suscitó a Santa Teresa para mostrarnos el camino de perfección, ya que se convierte en maestra de oración y de vida espiritual para todos nosotros. La Iglesia no solo reconoce su santidad sino que también la ha proclamado Doctora de la Iglesia, por lo que su vida se convierte en una escuela de enseñando de vida espiritual para toda la Iglesia, que enciende en nosotros los deseos de la verdadera santidad.
Aunque estamos lejos de esa santidad es el camino de perfección que nosotros tenemos que saber emprender también. Un camino de purificación, de humildad, de ascesis, de crecimiento interior. Un camino en el que hemos de ir creciendo también en nuestro espíritu de oración, aunque como le sucedía en principio a santa Teresa sintamos también tanto desosiego interior cuando intentamos sentirnos mirados por Dios en la oración. Pero como ella misma decía en inigualables versos ‘nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda; la paciencia todo lo alcanza; quien a Dios tiene nada le falta: sólo Dios basta’.
Que aprendamos nosotros a sentir también esas ansias de Dios, como expresábamos con el salmo en la antífona de entrada de la liturgia de este día. Que en verdad estemos sedientos de Dios y busquemos las fuentes de agua viva que nos lleven a la plenitud, nos hagan caminar esos caminos de perfección y santidad.
Como tantas veces hemos meditado en el evangelio que hoy también se nos proclama que sepamos hacernos, pequeños, humildes y sencillos porque es el camino que nos lleva mejor a conocer a Dios.

domingo, 14 de octubre de 2012


Vivamos con libertad interior despojándonos de todo lo que nos ata

Sab. 7, 7-11, Sal.89; Hb. 4, 12-13; Mc. 10, 17-30
‘Supliqué y se me concedió la prudencia, invoqué y vino a mi la sabiduría…’ Buena y básica actitud que hemos de tener de entrada para acoger la Palabra de Dios que hoy se nos ha proclamado. No son simplemente las reflexiones que por nosotros nos hagamos sino que tenemos que escuchar lo que el Señor nos va sugiriendo en el corazón. Es la sabiduría de Dios que en Jesús nosotros recibimos. ‘Todo el oro a su lado es un poco de arena…’ Así tenemos que buscarla, desearla, pedirla. Pidamos, en verdad, que el Espíritu de Dios nos ilumine y nos conceda el don de sabiduría para saborear, para entender la Palabra del Señor, esa ‘palabra viva y eficaz’, como se nos dice en la carta a los Hebreos.
‘Cuando salió Jesús al camino, se le acercó uno corriendo y se postró ante él…’ nos dice hoy el evangelio. Jesús en camino, en su subida a Jerusalén. Jesús que nos está siempre poniendo en camino. Nos invita a seguirle, a seguir sus caminos, a seguirle a El que es el camino. Hoy es uno que viene a preguntarle qué ha de hacer. Es bien significativo el tema del camino. Porque además la invitación de Jesús es a seguirle, a ponernos en camino con El.
Hacemos camino, podemos ir por la llanura y quizá no nos exigirá demasiado esfuerzo; pero siempre en el camino habrá momentos en que hemos de subir, el camino no es lo regular que nos gustaría, lo que nos exigirá mayor esfuerzo; pero si queremos subir a lo alto de la montaña en la medida en que avancemos el mismo camino nos exigirá más, más esfuerzo por una parte, y si queremos llegar a la alta montaña también tendremos la exigencia de irnos desprendiendo de pesos muertos; no podemos llevar sino lo necesario para poder alcanzar la alta montaña y tendremos que desprendernos de muchas cosas que serían como una rémora que nos retrasaría o nos impediría alcanzar la meta a que aspiramos o que nos hemos propuesto. Es superarnos a nosotros mismos y buscar la manera de caminar con mayor libertad de impedimentos.
Creo que puede ser una buena imagen para lo que significa el seguimiento de Jesús y además por ahí puede ir la enseñanza, el mensaje que nos ofrece hoy la palabra de Dios. Queremos seguir a Jesús. Es cierto que a todos no nos exige lo mismo o nos llama a las mismas cosas. Podemos pensar en los diferentes carismas, en las diferentes funciones dentro del pueblo de Dios.
Hoy contemplamos a joven que seguía ya un camino bueno, de rectitud, de cumplimiento de los mandamientos, de actitudes y posturas religiosas, podríamos decir, en su vida. Ha ido haciendo el camino de la llanura y ha tratado de ser fiel. Se ha esforzado en cumplir los mandamientos. A la pregunta ‘Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?’ Jesús le dice que cumpla los mandamientos. ‘Todo eso lo he cumplido desde pequeño’, le responde a Jesús que se le queda ‘mirando con cariño’ que dice el evangelista.
Pero escuchando a Jesús se siente llamado a más. Es lo que Jesús le propone. No es ya sólo seguir el camino de la llanura, sino se trata de subir más alto. Como se propone en el lema de las olimpiadas a los atletas, más alto, más fuerte, más lejos. Ahora es seguir a Jesús con mayor radicalidad. Y para subir a la montaña habrá que desprenderse de cosas que nos pesan. ‘Una cosa te falta, anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres - así tendrás un tesoro en el cielo - y luego sígueme’.
Ese paso ya era más difícil. Pero para poder subir a la montaña del seguimiento radical de Jesús no podemos llevar pesos en los bolsillos. Porque como nos dirá en otro momento Jesús allí donde tenemos nuestro tesoro tenemos nuestro corazón. Tenemos que librarnos de ellos porque lo que queremos alcanzar merece la pena. Pero ‘a estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico’. Luego vendrán las consideraciones que nos ofrece Jesús.
‘¡Qué difícil les va a ser entrar en el Reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Reino de Dios’. Cuando llevamos muchas adherencias en torno a nuestra vida, como el camello que con sus jorobas y sus cargas no podría pasar por un lugar estrecho, no podemos alcanzar la alta meta que se nos propone en el Reino de Dios.
Son las riquezas o son los apegos de nuestro corazón; serán las cosas materiales que nos esclavizan, las comodidades que nos retardan en nuestra entrega, los afanes de placer que nos obnubilan y ciegan. Ya entendemos que en la palabra riqueza que nos expresa el evangelio no se refiere solo al dinero o esos bienes materiales que nos deslumbran, sino que ahí entran tantos apegos que tenemos en el corazón.
Por eso son virtudes importantes para el cristiano el desprendimiento, la generosidad, el saber hacerse pobres en ese desapego de las cosas materiales, la capacidad de sacrificio en la búsqueda de lo que verdaderamente es importante, la generosidad del compartir, la austeridad para no buscar las cosas que nos encandilan los ojos o el corazón. 
El que sabe vivir con estos valores vive con mayor libertad y más alegría interior, siente más paz en su corazón y aprende de verdad lo que es amar a los demás, no vive solo con metas ramplonas y efímeras sino que buscará la que dé una mayor plenitud a su vida. El que vive así no se queda de tejas abajo, sino que eleva su espíritu y sabe darle trascendencia a su vida. Es el hombre que vive el espíritu de las bienaventuranzas y el que sabe encontrar la felicidad total.
El evangelio de hoy, las palabras de Jesús son verdaderamente reconfortantes y alentadoras. Hacer ese camino aunque nos cueste nos conduce verdaderamente a una plenitud que solo en Jesús podemos alcanzar. Cuando Jesús les dice y explica todas estas cosas por allá estaban los discípulos pensando qué les tocaría a ellos que habían sido capaces de dejarlo todo para seguir a Jesús.
Es la pregunta o la cuestión que le plantea Pedro. ‘Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido’, como quien dice ‘y a nosotros ¿qué nos va a tocar?’ Una pregunta que puede parecer muy interesada, pero que es muy humana. ‘Os aseguro, les dice Jesús… que quien haya hecho todo esto por mi y por el evangelio, recibirá cien veces más y la vida eterna’. Habrá momentos difíciles, incluso puede haber hasta persecuciones, pero por la plenitud que encontraremos en Cristo merece la pena dejarlo todo para seguirle. Siempre decimos que Dios no se deja ganar en generosidad por nosotros.
Emprendamos el camino aunque sea costoso, hagamos la subida aunque signifique esfuerzo, vivamos esa libertad interior despojándonos de lo que nos ata, pongamos toda nuestra fe y nuestra esperanza en Cristo Jesús.