martes, 16 de octubre de 2012


No nos contentemos con limpiar la copa y el plato sólo por fuera

Gál. 5, 1-6; Sal. 118; Lc. 11, 37-41
‘El fariseo se sorprendió al ver que Jesús no se lavaba las manos antes de comer’. Había invitado a Jesús a comer y éste había entrado y se había sentado a la mesa sin hacer las abluciones rituales que tenían por norma ya lo que los fariseos le daban mucha importancia.
Allí estaba el fariseo observando lo que hacia Jesús y juzgando en su interior. Ya conocemos cuáles eran sus rigorismos en este sentido. Pero también sus juicios y sospechas desde su puritanismo tan riguroso.
Pero Jesús conoce el corazón del hombre y lo que valora Jesús es lo que tenemos en nuestro interior. No son observancias externas vacías de contenido lo que hay que valorar y donde hemos de poner nuestra salvación. La salvación nos viene de Dios y nuestra respuesta no se puede quedar en meros formulismos ni en posturas rituales. La respuesta tiene que surgir desde la sinceridad del corazón y desde nuestro obrar con rectitud.
Es el camino que Jesús repetidamente nos enseñará y la ocasión es propicia para recordarnos cómo aunque aparentemente por fuera conservemos las formas, por así decirlo, sin embargo muchas veces tenemos el corazón lleno de maldad. ‘Vosotros, los fariseos, limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro rebosáis de robos y maldades’.
Y lo que hemos de tener limpio de toda maldad es el interior del corazón del hombre. Es ahí donde tenemos que examinarnos, revisarnos continuamente. Cuesta, porque tratamos de ocultar esos malos deseos, no queremos dejar traslucir la maldad que tantas veces se nos mete en el corazón. Tenemos la tentación de dar una apariencia de buenos, pero tenemos que serlo de verdad. Por eso hemos de poner amor verdadero en nuestro corazón, porque si amamos de verdad a los demás nunca querremos lo  malo para los otros.
‘Los limpios de corazón verán a Dios’, es una de las bienaventuranzas que Jesús nos proclama en el sermón del monte. Por eso quitemos toda malicia, desconfianza, recelos, resentimientos, envidias. Ni en lo más oculto permitamos que esas posturas o actitudes se nos metan por dentro. Pidámosle al Señor que nos dé esa pureza interior. Seamos capaces de pensar siempre bien de los demás. Nunca deseemos lo malo a nadie por mucho mal que nos hayan podido hacer. Demos por supuesto siempre lo bueno y vayamos con el corazón y los brazos abiertos hacia los demás.
No nos contentemos con limpiar la copa y el plato sólo por fuera. Limpiemos el interior. Que nuestro corazón esté siempre limpio de toda  malicia. Si fuéramos capaces de ir por la vida con esos buenos deseos e intenciones cuántos problemas nos evitaríamos, cómo aprenderíamos a aceptarnos, y cómo lograríamos hacer más felices a los demás. Estaríamos realizando en verdad los valores del Reino de Dios.

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