sábado, 2 de junio de 2012


Sólo con la humildad de quien se abre sinceramente a Dios, podemos descubrir su revelación
Judas, 17.20-25; Sal.62; Mc. 11, 27-33
Queremos hacer la fe razonable y razonada, fundamentándola en razonamientos humanos que le den la autoridad o el valor; sin ir en contra de nuestra razón, porque Dios nos ha dado también capacidad y deseos de buscarle y poder atisbarle, sin embargo la fe es algo más.
La fe es confianza porque es fiarse; la fe nos trasciende porque entra en otras esferas superiores a nuestros razonamientos humanos; la fe nos abre al misterio porque a Dios no lo podemos encerrar en nuestros razonamientos o categorías humanas; pero la fe al mismo tiempo nos abre a la plenitud llenando nuestro espíritu desde lo más hondo porque es llenarnos de Dios, dejarnos conducir por Dios, entrar en la órbita del conocimiento de Dios.
La fe y nuestra relación con Dios no es cosa que podamos manipular a nuestro gusto o manejar a nuestro antojo. La fe es entrar en una relación personal con Dios, al que no vemos con los ojos de la cara, pero sin embargo somos capaces de aceptarle y fiarnos de El porque a Dios sí que lo podemos sentir en nosotros, en lo más íntimo y profundo de nosotros pero no para anularnos, sino para llenarnos de plenitud. Claro que cuando queremos que Dios sea como a nosotros nos apetezca no lo vamos a encontrar, porque sólo con la humildad de quien se abre sinceramente a Dios es como podemos descubrir su revelación.
Cuánto les costaba a los judíos, sobre todo a los dirigentes y principales entre el pueblo, conocer y aceptar a Jesús. Los vemos continuamente buscando razonamientos, justificaciones, autoridad que ratifique las obras que Jesús realiza. No son capaces de ver el actuar de Dios en Jesús porque además ellos se habían hecho otra idea de lo que sería el Mesías y no habían llegado a descubrir el misterio de Dios.
Hoy vemos que una vez más le piden explicaciones. ‘Se le acercaron los sumos sacerdotes, los letrados y los ancianos del Consejo del Sanedrín y le preguntaron: ¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado semejante autoridad?’ Los versículos anteriores a este pasaje que estamos comentando nos hablan de la expulsión de los vendedores del templo, que siendo la casa de oración la habían convertido, como les diría Jesús, en una cueva de ladrones.
Mucho era lo que Jesús quería purificar en aquel pueblo que no era solo el que vendieran o no vendieran palomas o los animales de los sacrificios en el templo. Había mucha manipulación por parte de las autoridades judías y ya conocemos cómo Jesús les criticaba que quisieran imponer pesadas cargas al pueblo en una multitud de ritualidades, mientras en sus vidas no había auténtica sinceridad. La sinceridad del corazón era lo que Jesús buscaba en aquellas gentes porque eso, como veremos en otros pasajes, solo los sencillos de corazón, los pequeños y los humildes recibirán la revelación de Dios.
Es cómo nosotros también tenemos que purificar nuestro corazón; es la humildad con que tenemos que acercarnos a Dios para conocerle tal como El se nos revela. Jesús no responde a aquellas personas interesadas sino que les hace una contra-pregunta para hacerles ver la incongruencia con que andan en su vida, por lo que no contestarán a la pregunta de Jesús.
Que el Señor nos conceda un corazón puro y humilde para que podamos acercarnos con sinceridad al misterio de Dios y podamos sentir en lo más hondo de nuestro corazón su presencia y su amor que nos llena e inunda de bendiciones.

viernes, 1 de junio de 2012


Tenemos un Sumo Sacerdote grande que ha atravesado los cielos, Cristo Jesús

Is. 52, 23-53, 12; Sal. 39; Hebreos, 10, 12-23; Lc. 22, 14-20
‘A ti, Jesús, te alaban las naciones; que a tu reino nos llevas, y en ti cobra esperanza nuestra súplica, único mediador de cielo y tierra… Ungido por el Padre, Jesucristo, eterno Sacerdote, reconcilias al cielo con la tierra, los hombres y los ángeles te adoren… cantan tu gloria, Cristo sacerdote, los cielos y la tierra; a  ti que por amor te hiciste hombre y al Padre como víctima te ofrendas…’
Es parte de los himnos con que la liturgia canta a Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote que hoy celebra la Iglesia. Único mediador de cielo y tierra, Ungido por el Padre eterno Sacerdote. Así contemplamos hoy a Jesucristo.
‘Mantengamos la confesión de nuestra fe, ya que tenemos un sumo sacerdote grande que ha atravesado el cielo’, nos invita la carta a los Hebreos. ¿Cuál es la función del sacerdote? Como nos señala la misma carta ‘está puesto para representar a los hombres en el culto a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados…’
Cristo Jesús, uno como nosotros porque es verdaderamente hombre, está como único Mediador, como Sacerdote eterna que ha ofrecido el sacrificio definitivo de la nueva Alianza con el valor infinito de su Sangre porque es al mismo tiempo verdadero Hijo de Dios. ‘Se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna, proclamado por Dios sumo sacerdote’. Para gloria de Dios Jesucristo fue constituido Sacerdote, en bien del género humano para hacernos llegar su salvación el Hijo único de Dios  es Sumo y Eterno Sacerdote.
El ha ofrecido el sacrificio definitivo de la Nueva y Eterna Alianza sellada con su Sangre, que nosotros actualizamos cada vez que celebramos la Eucaristía. Así es el Sacerdote pero también es la Víctima porque a sí mismo se ofrece y su propio cuerpo es el Altar del Sacrificio. 
Por eso cuando hoy estamos celebrando esta fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, unimos en nuestra celebración a aquellos que participan del Sacerdocio de Cristo en el sacerdocio ministerial, para dispensar la gracia de esos misterios santos en la celebración de la Eucaristía y de los demás sacramentos.
Hoy es, pues, una fiesta del Sacerdocio de Cristo, de todos los bautizados que participamos de su sacerdocio porque con Cristo hemos sido hechos sacerdotes, profetas y reyes por la unción del Espíritu, pero de manera especial de los sacerdotes que participan del sacerdocio ministerial en el Orden Sagrado. Por eso en la oración litúrgica pedimos que ‘conceda a quienes El eligió para ministros y dispensadores de los misterios santos la gracia de ser fieles en el cumplimiento del ministerio recibido’.
Un día que los sacerdotes vivimos de manera especial recordando y dando gracias a Dios por el don recibido al ser llamados y elegidos del Señor para este ministerio aunque no seamos merecedores de ello; un día que se convierte también en llamada a nuestro corazón para que generosamente respondamos a esa gracia del Señor y luchemos para ser cada día más santos para que dignamente ejerzamos este ministerio.
Pero es un día también en que la comunidad cristiana ha de tener en cuenta a sus sacerdotes en su oración. Para la gloria del Señor y en bien de la Iglesia, de la comunidad cristiana queremos responder a esa sublime llamada del Señor, pero necesitamos contar con el auxilio y la gracia de Dios. Es por eso que la comunidad cristiana tiene que estar con sus sacerdotes y rezar por ellos.
El Sacerdote no es un dirigente más como pueda haber tantos dirigentes en el ámbito de la vida civil. El sacerdote ha recibido una misión del Señor y participa de la misión de Cristo Buen Pastor. Y para ejercer esa misión de pastor ha de contar con la gracia del Señor. Por eso el pueblo cristiano tiene que orar por los sacerdotes para que sean fieles a su ministerio con una vida santa. Y han de orar también por las vocaciones para que sean muchos los llamados del Señor que respondan a esa invitación de gracia. 

jueves, 31 de mayo de 2012

La visita de María a Isabel es la visita de Dios que nos ofrece su salvación

Sofonías, 3, 14-18; Sal.: Os. 12, 2-6; Lc. 1, 39-56
‘Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, Israel, alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén. El Señor ha cancelado tu condena, ha expulsado a tus enemigos…’
Palabras llenas de júbilo del profeta que anuncian la llegada de la salvación para el pueblo de Israel. Palabras de júbilo que nos ofrece la liturgia en esta fiesta de la visitación de María a su prima Isabel, signo y señal al mismo tiempo que imagen de la presencia del Dios que llega con su salvación para todos los hombres.
María visita a su prima Isabel, tras haber escuchado el anuncio que el ángel le hizo a María de su maternidad divina; como una señal de la veracidad de la Palabra que llega de parte del Señor a María se le anuncia que también su prima Isabel va a ser madre. Ante la noticia, y movida por el amor del corazón de María, corre hasta la montaña para ir a visitar a su prima Isabel.
Pero podemos decir que no es sólo la visita de María, sino la visita de Dios, del Dios que viene a nuestro encuentro para ofrecernos vida y salvación y que ya se está realizando en el seno de María donde se ha encarnado el Hijo de Dios y se está gestando el nacimiento de Jesús. Pero con María llega a Dios a aquella casa de la montaña y con ella llega la gracia y la salvación.
‘En cuanto Isabel oyó el saludo de María saltó la criatura en su vientre’, como cuenta el evangelista que se verá corroborado por las palabras de Isabel. Llega la gracia de Dios que santifica en primer lugar a Juan, aún en el seno de Isabel, y que va a ser el varón más grande de los nacidos de mujer, como diría un día Jesús de él. Pero es Isabel también la que se llena de Dios, del Espíritu divino. ‘Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?’
María es la llena de gracia que va derramando gracia allá por donde vaya. Está llena de Dios, como le había dicho el ángel en la anunciación, y es a Dios a quien María lleva allá donde se encuentra. ‘El Señor está contigo’, le dijo el ángel, y allá donde vaya María ella llevará a Dios. Por eso a María la podemos contemplar como trasmisora de Dios y como camino hacia la salvación; por eso María siempre nos estará conduciendo a Dios para que hagamos en todo lo que Dios nos diga, lo que Dios nos pida. ‘Haced lo que Él os diga’, les dijo a los sirvientes de Caná. Es lo que siempre escucharemos a María.
María reconoce humilde y agradecida las maravillas que Dios hace en ella que se siente pequeña, pero que sabe que Dios la está haciendo grande cuando la hace su madre. Su vida es todo un cántico de alabanza y de acción de gracias por las maravillas que en ella Dios realiza. ‘Se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava… el Poderoso ha hecho obras grandes en mí y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación…’ Sabe y reconoce María las maravillas que Dios en ella realiza, pero sabe María que a través de ella, en el hijo que lleva en sus entrañas que es el Hijo de Dios, se va a manifestar la misericordia y el amor del Señor para todos los hombres.
María se siente transformada por Dios; es la pequeña que Dios hace grande, pero es la señal de la transformación que Dios quiere realizar en todos los hombres con el Reino de Dios que en Jesús se va a constituir y realizar. Es la exaltación de los humildes, es la transformación de los corazones, es el mundo nuevo que va a comenzar  donde ‘los poderosos serán derribados de sus tronos y a los hambrientos se les colmará de bienes’.
Es el signo, es la señal que contemplamos en la visita de María a Isabel que es la visita de Dios a la humanidad para ofrecerle la salvación. Es lo que hoy nosotros celebramos pero es lo que queremos vivir. Celebrar la visita de María a Isabel es recibir también nosotros esa visita de Dios a través de la contemplación de María. Es comenzar nosotros a sentir también en nuestra vida esa gracia y esa salvación que llega a nosotros, dejando que nuestro corazón también se transforme y se llene de vida y de gracia.
‘Llevaste el gozo y la salvación, con la visita de María, a la casa de Isabel, concédenos ser dóciles a las inspiraciones del Espíritu para poder llevar a Cristo a los hermanos, proclamar las grandezas del Señor con nuestra alabanza y llevar por los caminos de santidad a todos los hombres’. Así pedimos en la oración litúrgica de esta celebración. Nosotros también hemos de saber ir a los demás llevando a Dios como lo hacía María. Nosotros hemos de aprender de la misma manera a llenarnos de Dios, a llenarnos de su gracia para vivir una vida santa y nuestro encuentro con los demás sea siempre una visita de Dios. 

miércoles, 30 de mayo de 2012


Amaos unos a otros de corazón e intensamente

1Pd. 1, 18-25; Sal. 147; Mc. 10, 32-45
En los sacrificios de la antigua Alianza se ofrecían sacrificios de animales o de cosas materiales como ofrendas que se hacían al Altísimo como holocausto de acción de gracias o como reparación. Sin embargo el cordero que se sacrificaba en la pascua todos los años más que nada era una señal de lo que Dios había hecho por el pueblo que lo había liberado de la esclavitud de Egipto.
Pero todo eso esa anticipo y preparación de lo que había de venir. Quien iba a derramar su Sangre en sacrificio sería Jesús convirtiéndose así en nuestro salvador y redentor. Desde Cristo todo iba a ser distinto, porque era El el verdadero Cordero Pascual inmolado para nuestra salvación. El sería el que nos iba a rescatar, como nos dice hoy san Pedro, ‘no con bienes efímeros, con oro o con plata, sino a precio de la Sangre de Cristo, el Cordero sin defecto ni mancha’.
Es lo que hemos venido celebrando de manera intensa en el tiempo de pascua que hemos recién concluido. Es lo que celebramos cada vez que nos reunimos en Eucaristía que hacemos memorial de su pasión y su muerte en la cruz y de su resurrección. Es lo que continuamente tenemos que recordar para dar gracias y para recordar el valor grande de nuestra vida cuando hemos sido rescatados a precio de la Sangre de Cristo. Como nos sigue diciendo en el texto hoy proclamado ‘por Cristo vosotros creéis en Dios que lo resucitó y le dio gloria, y así habéis puesto en Dios vuestra fe y vuestra esperanza’. Con todo lo que significa poner toda nuestra fe y nuestra esperanza en Dios y las repercusiones que ha de tener para nuestra vida.
Pero  nos recuerda algo importante también hoy el apóstol Pedro en su carta y es la consecuencia de vida que hemos de vivir a partir de que hemos sido así redimidos. ‘Ahora que estáis purificados por vuestra respuesta a la verdad y habéis llegado a quereros sinceramente como hermanos, amaos unos a otros de corazón e intensamente’.
Nos recuerda el mandamiento del amor que ha de ser nuestro distintivo para siempre. Y es que quienes hemos experimentado en nuestra vida lo que es el amor de Dios que nos rescatado y redimido por la Sangre de Cristo, no nos queda otra respuesta que la del amor. Y el amor que le hemos de tener a Dios ha de ser en su estilo, a su manera, como es el amor que Dios nos tiene, como tantas veces hemos reflexionado.
En el evangelio hemos escuchado el anuncio que hace de su entrega y de su pasión mientras van subiendo a Jerusalén. Un detalle curioso es que parece como si Jesús tuviera prisa por llegar a Jerusalén para su entrega, porque nos dice que iba delante, adelantándose a los discípulos y estos le seguían extrañados. Las prisas del amor, podríamos decir.
Pero es en este momento y circunstancia cuando aquellos dos discípulos vienen pidiendo primeros puestos. Ya hemos reflexionada ampliamente en muchas ocasiones el diálogo entre Jesús y Santiago y Juan. Pero fijémonos en la reacción del resto de los discípulos que no entienden, que dejan en cierto modo de llenar de envidia y celos sus corazones.
Pero allí está Jesús con el mensaje y la enseñanza. ¿Queréis primeros puestos? ¿Queréis ser los primeros? Hay que hacerse servidor y esclavo de todos. Recuerda Jesús la ley del amor que es la que tiene que guiar nuestra vida, como ya también hemos venido hoy reflexionando. No pueden ser otros los intereses; no puede ser otro el estilo de nuestro vivir. Es el amor que nos lleva a olvidarnos de nosotros mismos para amar, para buscar el bien del otro, para servir, para darnos por los demás. Como nos decía Pedro hoy en su carta ‘habéis llegado a quereros sinceramente como hermanos, amaos unos a otros de corazón e intensamente’. Que así sea siempre en nuestra vida.

martes, 29 de mayo de 2012


El evangelio no es una noticia cualquiera sino la Buena Noticia

1Pd. 1, 10-16; Sal. 97; Mc. 10, 28-31
El evangelio para el cristiano no es una simple noticia cualquiera que nos da cuenta de una historia pero que se queda ahí en el simple relato. Ya la palabra mismo lo dice porque evangelio es ‘la buena noticia’, repito no una noticia cualquiera, sino la gran noticia que no nos puede dejar impasibles o insensibles ante lo que se nos quiere trasmitir. Es una Buena Noticia, la ‘gran’ Buena Noticia de nuestra salvación.
Así tenemos que recibirla y acogerla porque para nosotros es vida, porque significa salvación y quien de verdad se siente salvado a partir de ese momento ya su vida no puede seguir igual. Quien ha sido salvado de un gran peligro seguro que a partir de esa experiencia de salvación ya evitará ponerse en el mismo peligro, en la misma situación. Así tiene que repercutir la Buena Noticia del Evangelio en nuestra vida.
Es, en cierto modo, lo que trata de decirnos hoy el Apóstol Pedro en la carta que estamos escuchando. Parte de que es una buena noticia que de alguna manera estaba anunciada y prevista. Nos habla de los profetas. ‘La salvación fue el tema que investigaron y escrutaron los profetas, los que predecían la gracia destinada a vosotros’, nos dice. Lo que anunciaban los profetas no eran simplemente hecho antiguos, sino que ellos daban señales y signos de la salvación que nos había de venir por Jesucristo, muerto y resucitado.
En esa óptica escuchamos y profundizamos en el Antiguo Testamento y todo lo anunciado por los profetas. Todo tenía referencia al momento final de la plenitud que en Cristo nos había de llegar. ‘Se les reveló que aquello que trataban no era para su tiempo sino para el vuestro’, les dice el apóstol Pedro. Es el Evangelio, la Buena Nueva de Salvación que en Cristo llega a nuestra vida.
Pero eso tiene sus exigencias. Como decíamos antes, quien ha tenido la experiencia de sentirse salvado, ahora su vida será distinta. ‘Por eso, nos dice, estad interiormente preparados para la acción, controlándoos bien, a la expectativa del don que os va a traer la revelación de Jesucristo’. Quien ha sido liberado del pecado por la muerte y la resurrección de Jesús no puede seguir en el mismo camino del pecado, sino que su vida tiene que cambiar. Ahora lo que se le pide es una vida santa. Es la santidad de amor y de gracia que tendría que brillar en nuestra vida.
Nosotros acabamos de pasar por la experiencia de la Pascua que hemos tratado de vivir con toda intensidad. Durante cincuenta días hemos prolongado su celebración, como nos pide la Iglesia, hasta llegar a la culminación de la Pascua en la fiesta de Pentecostés que celebramos el domingo. Y ¿ahora qué? Podríamos preguntarnos.
Ya ha pasado la Pascua ¿y eso significa que hemos de mermar en nuestra atención y tensión espiritual? Tenemos ese peligro al decir que volvemos al tiempo ordinario, que se convierta para nosotros no solo en un cambio de color litúrgico, sino en un abandonar toda esa tensión espiritual que hemos vivido queriendo ser cada día más santos.
Y eso  no tendría que suceder. Todo este camino que hemos recorrido no lo podemos echar a perder, aunque esa sea la tentación más fácil y más pronta que aparezca en nuestra vida. Tiene que ser todo lo que hemos vivido un paso grande e importante en nuestro camino de santidad. Por eso con la misma intensidad tenemos que seguir viviendo nuestra vida cristiana, con la misma atención hemos de querer escuchar la Palabra de Dios, con la misma fuerza hemos de seguir orando y viviendo los sacramentos de gracia que alimentan nuestra vida.
Como nos dice el apóstol, ‘como hijos obedientes, no os amoldéis más a los deseos que teníais antes, en los día de vuestra ignorancia. El que os llamó es Santo; como El, sed también vosotros santos en toda vuestra conducta, porque dice la Escritura: seréis santos, porque yo soy santo’. Es lo que tenemos que vivir.

lunes, 28 de mayo de 2012


Qué dichosos nos sentimos de poder tener fe

1Pd. 1, 3-9; Sal. 110; Mc. 10, 17-27
¡Qué dichosos nos sentimos de poder tener fe! Alguien podrá no estar de acuerdo con esta afirmación, porque incluso querrá liberarse de la fe como si fuese un peso muy grande sobre su vida. Pero sigo afirmando qué dicha poder tener fe. No es un peso pesado, no es una carga pesada; es una dicha, es un camino de plenitud y felicidad para mí.
Primero, porque tengo la dicha de poder conocer y encontrarme con el Dios que me ama, y de qué manera; y en El encuentro vida y salvación. Me siento agradecido porque es mi creador y aún más siento en mi vida la salvación que me ofrece con la que me libera de cuanto pueda atarme y esclavizarme, como lo hace al final el pecado cuando lo dejo entrar en mi vida.
Además me da un sentido de trascendencia a mi vida que no se queda encerrada en el tiempo presente sino que me llena de esperanza de vida eterna, de vida en plenitud. No lucho por una recompensa que se queda reducida al espacio ni a los límites del tiempo presente o de las cosas que son caducas, sino que lleno mi corazón con la esperanza de una plenitud.
Por eso cuando en la vida tenga que enfrentarme a momentos malos, por los problemas que vayan apareciendo en mi vida, por lo dificultoso que pueda ser en ocasiones la relación con los demás, o por los malos tragos por los que tenga que pasar como consecuencia de la debilidad de la vida misma o de relación difícil que pueda tener con los demás, no me siento abrumado y sin esperanza; sé que puedo encontrar una fuerza que me ayude a luchar y a superar esos malos momentos y siempre habrá una luz que se encienda en mi corazón para ver las cosas con otro sentido y valor.
Mi corazón no se llenará de amargura ante un destino irremediable, sino que sabré descubrir y ver la mano providente y amorosa de Dios que me ayuda, que está a mi lado, que me da la fuerza y la gracia que necesito en ese camino de mi vida. Además mi corazón se llena de esperanza desde la confianza que pongo en Dios por encima de todas las cosas. Cuando falta esa fe y esa esperanza todo será difícil y costará mucho encontrar una luz que dé un sentido y un valor a lo que sea la situación de mi vida.
Hoy, cuando hemos comenzado a leer la carta de san Pedro, vemos lo que nos ha dicho como una bendición a Dios por la fe. Hemos retomado el tiempo ordinario con la lectura de la carta de Pedro y el evangelio de Marcos. ‘Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, que os está reservada en el cielo…’
Es cierto que esa fe tiene sus exigencias y no es por otra parte como una dormidera que me cierre los ojos ante las dificultades que encuentre en la vida. Pero cuando tenemos esperanzas de plenitud y de una dicha grande no nos importan esas pruebas que tengamos que sufrir porque en la esperanza encontramos fuerza para llegar al final. La esperanza de la gracia de Dios que nos acompaña y está a nuestro lado en todo momento para hacernos llegar a esa meta de plenitud. Como nos dice el apóstol ‘alegraos de que tengáis que sufrir un poco en pruebas diversas; así la comprobación de vuestra fe – de más precio que el oro que aunque perecedero lo aquilatan a fuego – llegará a ser alabanza y gloria y honor cuando se manifieste Jesucristo’.
¡Qué dichosos nos sentimos de poder tener fe!, como decíamos al principio. Busquemos alcanzar la vida eterna, como nos enseña el evangelio, no dejando apegar nuestro corazón a las cosas terrenas que serán un peso muerto que nos arrastrará hacia abajo y nos impedirá mirar bien alto, para alcanzar la meta de nuestra fe en Cristo Jesús. 

domingo, 27 de mayo de 2012


Que el fuego del Espíritu incendie nuestro mundo de su amor

Hechos, 2, 1-11;
 Sal. 103;
 1Cor. 12, 3-7.12-13;
 Jn. 20, 19-23
Seguían los discípulos reunidos en el Cenáculo. Aquel primer día de la semana cuando la Pascua aún no había llegado para ellos a su plenitud, ‘estaban con las puertas cerradas por miedo a los judíos’. Había llegado Jesús, había soplado sobre ellos para darles su Espíritu. ‘Y ellos se llenaron de alegría al ver a Jesús’.
Ahora Jesús había ascendido al cielo y les había pedido que permanecieran en Jerusalén. ‘No os alejéis de Jerusalén, les había dicho antes de la Ascensión; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre de la que yo os he hablado… dentro de pocos días seréis bautizados con Espíritu Santo’. Allí en el cenáculo se habían quedado y ahora llegaba la plenitud de la Pascua. Era el paso definitivo del Señor, el Espíritu Santo descendía sobre ellos. Las puertas ya no podían quedar cerradas nunca más.
‘Se llenaron de Espíritu Santo’ y ya no había dificultad para que todos pudieran entender la Buena Noticia. Ni puertas cerradas, ni obstáculos de lenguas extranjeras porque todos entendían. ‘Cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua’, exclamaban aquellos que estaban en Jerusalén procecentes de tantos lugares y lenguas distintas.
‘Para llevar a plenitud el misterio pascual enviaste hoy al Espíritu Santo sobre los que habías adoptado como hijos por su participación en Cristo’, proclamaremos hoy en nuestra acción de gracias. Es lo que hoy estamos celebrando, la Pascua del Espíritu. Es también el paso de Dios por nuestra vida. Y llenos del Espíritu participamos ya plenamente del misterio de Cristo; llenos del Espíritu quedamos inundados de vida divina para ser hijos de Dios.
A los discípulos Jesús les había anunciado que en pocos días serían bautizados con Espíritu Santo. En el agua y el Espíritu fuimos nosotros bautizados, como le decía Jesús a Nicodemo, para renacer a una vida nueva, para poder no sólo contemplar y entender sino vivir en plenitud el Reino de Dios; bautizados en el agua y en el Espíritu comenzamos a ser hijos de Dios. En el Sacramento de la Confirmación recibimos ese don del Espíritu en plenitud para ser esos testigos de Cristo y de su evangelio en medio de nuestro mundo.
Inundados del Espíritu ya podemos proclamar para siempre y a los cuatro vientos que Jesús es el Señor. Y cuando llegamos a reconocer que Jesús es el Señor ya nuestro actuar es distinto porque nuevos valores y virtudes comienzan a resplandecer en nuestra vida y porque en Cristo nos sentiremos para siempre liberados de todas las ataduras que nos esclavizan cuando convertimos las cosas o los deseos, las pasiones o las materialidades de la vida en dueños y señores de nuestra vida. Con la fuerza del Espíritu nos sentimos liberados con la libertad de los que nos sabemos hijos de Dios.
Por eso cuando nos sentimos llenos de los dones del Espíritu nuestra vida comienza a florecer con los nuevos y hermosos frutos del amor, de la paz, de la generosidad, de la bondad, de la justicia, de la comprensión, de la misericordia, del respeto, del perdón. Floreciendo los frutos del Espíritu en nuestra vida nos queremos más y nos sentimos más hermanos; floreciendo en nosotros los frutos del Espíritu sentiremos una responsabilidad nueva de cara a nuestra vida y a nuestro mundo y comenzaremos a trabajar con más ahinco por la justicia, por la verdad, por la paz, por hacer un mundo mejor y más justo; floreciendo en nuestro corazón los frutos del Espíritu nos llenaremos de la ternura divina, de la misericordia y de la compasión para saber estar al lado del que sufre, para consolar y limpiar sus lágrimas, para compartir y ayudarle a caminar con nueva dignidad.
Las puertas también se nos abren y ya no habrá barreras que nos impidan acercarnos a los demás con el anuncio de lo que llevamos dentro. La presencia del Espíritu vencerá todas nuestras cobardías y con valentía nos hemos de convertir en misioneros de la Buena Nueva del Evangelio. Allí salió Pedro y los demás apóstoles a la calle para proclamar ante la multitud que expectante se había reunido porque había escuchado unos signos o señales extrañas, que aquel Jesús a quien habían crucificado – hacía poco más de cincuenta días – Dios lo había constituido Mesías y Señor, había resucitado de entre los muertos y era el único nombre en quien podríamos encontrar la salvación.
Aunque nos pudiera parecer un mundo adverso el que nos rodea – ¿no era adverso aquel pueblo que había llevado a Jesús hasta la cruz? – sin embargo también puede estar expectante a nuestro alrededor ante el anuncio que les podamos hacer, o ante las señales que podamos dar con nuestra vida de esa fe que decimos que tenemos en Jesús y en su evangelio. Hemos de tener palabras valientes para hacer ese anuncio de Jesús, de su salvación, de su evangelio, del Dios Padre que nos ama; pero hemos de saber dar señales con nuestra vida de esa fe que profesamos.
Los apóstoles, llenos del Espíritu, eran capaces de hablar a aquel pueblo expectante, aunque las lenguas pudieran parecer extrañas, y todos los entendían. Nosotros podemos hablar con el lenguaje de nuestra vida llena de amor y de compromiso serio por la verdad, la justicia y la paz, y todos podrán entender el mensaje. Muchas veces pudiera parecer que no nos escuchan o no nos entienden porque quizá falten en nuestra vida las obras del amor que confirmen la palabra que tratamos de anunciar.
Ante los problemas y los sufrimientos de nuestros hermanos ya no nos podemos quedar insensibles o indiferentes y con los brazos cruzados; ante la situación difícil que pasa nuestro mundo en sus carencias materiales o en las carencias de valores del espíritu que también son muchas, nosotros tenemos que comprometernos de un modo nuevo porque hemos de saber sembrar esperanza y despertar la ilusión en todos para luchar por hacer un mundo nuevo y mejor que entre todos podemos lograr.
¡Cuánto podemos hacer! ¡Cuánto tenemos que hacer! Cristo en nuestras manos ha puesto el testigo para que no nos desentendamos de nuestro mundo, sino que vayamos a él llevando una buena nueva de salvación. Tenemos que ser esos testigos del mundo nuevo que nosotros llamamos Reino de Dios, el Reino de Dios que Cristo vino a instituir y por el que nosotros hemos de trabajar.
El Espiritu está en nosotros y con nosotros. El Espíritu está de nuestra parte para que tengamos la fuerza y la valentía de dar ese testimonio que el mundo necesita y nos pide. Dejémonos conducir por el Espíritu del Señor. No pongamos resistencia a la acción del Espíritu en nosotros. El Señor quiere derramar sus dones sobre nosotros con la fuerza de su Espíritu y tendrán que comenzar a florecer esos nuevos frutos del Espíritu en nuestra vida.
Ven, Espíritu Santo, le pedimos una vez más, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. El Espíritu del Señor ya ha venido inundando nuestros corazones, que ese fuego del amor incendie nuestro mundo de la vida nueva del Espíritu.