miércoles, 30 de mayo de 2012


Amaos unos a otros de corazón e intensamente

1Pd. 1, 18-25; Sal. 147; Mc. 10, 32-45
En los sacrificios de la antigua Alianza se ofrecían sacrificios de animales o de cosas materiales como ofrendas que se hacían al Altísimo como holocausto de acción de gracias o como reparación. Sin embargo el cordero que se sacrificaba en la pascua todos los años más que nada era una señal de lo que Dios había hecho por el pueblo que lo había liberado de la esclavitud de Egipto.
Pero todo eso esa anticipo y preparación de lo que había de venir. Quien iba a derramar su Sangre en sacrificio sería Jesús convirtiéndose así en nuestro salvador y redentor. Desde Cristo todo iba a ser distinto, porque era El el verdadero Cordero Pascual inmolado para nuestra salvación. El sería el que nos iba a rescatar, como nos dice hoy san Pedro, ‘no con bienes efímeros, con oro o con plata, sino a precio de la Sangre de Cristo, el Cordero sin defecto ni mancha’.
Es lo que hemos venido celebrando de manera intensa en el tiempo de pascua que hemos recién concluido. Es lo que celebramos cada vez que nos reunimos en Eucaristía que hacemos memorial de su pasión y su muerte en la cruz y de su resurrección. Es lo que continuamente tenemos que recordar para dar gracias y para recordar el valor grande de nuestra vida cuando hemos sido rescatados a precio de la Sangre de Cristo. Como nos sigue diciendo en el texto hoy proclamado ‘por Cristo vosotros creéis en Dios que lo resucitó y le dio gloria, y así habéis puesto en Dios vuestra fe y vuestra esperanza’. Con todo lo que significa poner toda nuestra fe y nuestra esperanza en Dios y las repercusiones que ha de tener para nuestra vida.
Pero  nos recuerda algo importante también hoy el apóstol Pedro en su carta y es la consecuencia de vida que hemos de vivir a partir de que hemos sido así redimidos. ‘Ahora que estáis purificados por vuestra respuesta a la verdad y habéis llegado a quereros sinceramente como hermanos, amaos unos a otros de corazón e intensamente’.
Nos recuerda el mandamiento del amor que ha de ser nuestro distintivo para siempre. Y es que quienes hemos experimentado en nuestra vida lo que es el amor de Dios que nos rescatado y redimido por la Sangre de Cristo, no nos queda otra respuesta que la del amor. Y el amor que le hemos de tener a Dios ha de ser en su estilo, a su manera, como es el amor que Dios nos tiene, como tantas veces hemos reflexionado.
En el evangelio hemos escuchado el anuncio que hace de su entrega y de su pasión mientras van subiendo a Jerusalén. Un detalle curioso es que parece como si Jesús tuviera prisa por llegar a Jerusalén para su entrega, porque nos dice que iba delante, adelantándose a los discípulos y estos le seguían extrañados. Las prisas del amor, podríamos decir.
Pero es en este momento y circunstancia cuando aquellos dos discípulos vienen pidiendo primeros puestos. Ya hemos reflexionada ampliamente en muchas ocasiones el diálogo entre Jesús y Santiago y Juan. Pero fijémonos en la reacción del resto de los discípulos que no entienden, que dejan en cierto modo de llenar de envidia y celos sus corazones.
Pero allí está Jesús con el mensaje y la enseñanza. ¿Queréis primeros puestos? ¿Queréis ser los primeros? Hay que hacerse servidor y esclavo de todos. Recuerda Jesús la ley del amor que es la que tiene que guiar nuestra vida, como ya también hemos venido hoy reflexionando. No pueden ser otros los intereses; no puede ser otro el estilo de nuestro vivir. Es el amor que nos lleva a olvidarnos de nosotros mismos para amar, para buscar el bien del otro, para servir, para darnos por los demás. Como nos decía Pedro hoy en su carta ‘habéis llegado a quereros sinceramente como hermanos, amaos unos a otros de corazón e intensamente’. Que así sea siempre en nuestra vida.

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