domingo, 30 de diciembre de 2012


El matrimonio y la familia, un acorde de la música del amor de Dios

1Sam. 1, 20-22.24-28; Sal. 83; 1Jn. 3, 1-2.21-24; Lc. 2, 41-52
‘Jesús bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad… e iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres’. El Hijo de Dios que se ha encarnado nace en el seno de una familia y en el seno de una familia crece, como dice el evangelio ‘en sabiduría, estatura (edad, como niño, como adolescente y como joven) y en gracia’. En una familia nació Jesús y en familia pasó la mayor parte de su vida. En la familia Jesús aprendió a rezar, a leer, a trabajar. Y a su vez Jesús dio a la familia dignificación y santidad. Jesús convirtió con su presencia la familia en algo sagrado, convirtió el amor de los esposos en sacramento.
En el marco de las fiestas de Navidad, en medio de las celebraciones del nacimiento de Jesús la liturgia de la Iglesia nos invita hoy a celebrar a la Sagrada Familia de Nazaret, aquel hogar en el que Jesús nació y creció. Y contemplar a la Sagrada Familia en ella queremos ver como en un espejo nuestras familias. Por eso hoy es un día especial para las familias cristianas cuando en estos días en nuestra celebración de la navidad del Señor el encuentro de las familias ha tenido tanta importancia y es algo que se ha vivido con especial intensidad en nuestros hogares. Miramos a la sagrada Familia de Nazaret y mucho tenemos que aprender, mucho tenemos que copiar de sus virtudes, de todo lo que era la vida de aquel bendito  hogar.
Allí Jesús, que se quiso hacer en todo semejante a nosotros, en el seno del hogar aprendió y vivió lo más humano y lo más hermoso de nuestra humanidad. Hablar de familia es hablar de amor y de comunión, es hablar de convivencia y de caminar juntos, es hablar de cercanía y de comprensión, es hablar de mutua aceptación y de profundo respeto, es hablar de crecimiento como persona y de cultivo de los valores más trascendentes. La familia es el semillero de la vida, el mejor campo de cultivo de la personalidad del individuo, la raíz más honda que da fuerza y consistencia a nuestra sociedad toda; la familia vivida en profundidad nos hace percibir lo que es la profundidad de Dios, la vida de Dios.
A alguien en una ocasión le escuché decir que el matrimonio y la familia es como un acorde de la música de Dios. Dios es vida y es amor; es vida porque es el que existe por sí mismo y desde siempre, y es amor como ya nos lo dice san Juan en sus cartas; pero Dios es profunda e intima comunión en el misterio de su Trinidad de personas que forman una única unidad en su naturaleza en la que no hay ninguna división; y Dios se hace misericordia y perdón, en su inmensidad se hacer cercano tanto como para vivir en nuestra propia vida.
Cuando el hombre y la mujer llegan a vivir con toda profundidad esa comunión de vida y de amor que es el matrimonio y que se prolonga en la familia podemos decir que están entrando en esa sintonía de Dios, porque en su amor y en todo lo que rodea esa profundidad del amor de su matrimonio no están sino haciéndonos resonar ese acorde de la música de Dios, ese acorde del amor y de la vida y comunión de amor de Dios.
¿Por qué decimos que el matrimonio para nosotros va más allá de lo que pueda ser un contrato de partes, una relación jurídica o un compromiso meramente formal? Para el cristiano que fundamenta toda su vida y, en consecuencia, su relación de amor en Dios, el matrimonio se convierte en sacramento de Dios. El amor matrimonial vivido en toda su profundidad y con todas sus consecuencias de unidad y de comunión se convierte en signo, en manifestación de lo que es el amor el amor de Dios, en presencia del amor de Dios en su propio amor humano. San Pablo hace como una mutua comparación entre el amor del hombre y la mujer con el amor que Cristo tiene por su Iglesia. Sintonía del amor de Dios, acorde de la música del amor infinito de Dios.
Como nos enseñaba el concilio Vaticano II, cuyos cincuenta años de su inauguración estamos conmemorando en este Año de la Fe, en la Gaudium et spes, ‘cuando el Señor sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio… el amor conyugal auténtico es asumido por el amor divino y se rige y se enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia… Cristo permanece en los esposos para que con su mutua entrega se amen con perpetua fidelidad, como El mismo ha amado a la Iglesia y se entregó por ella’ (GS48).
Es la gracia con la que el Señor enriquece a los esposos y a las familias cristianas que han puesto en El toda su fe y toda su esperanza y desde su amor quieren vivir su propio amor humano con toda intensidad. Algunas veces los cristianos no hemos reflexionado lo suficiente para ahondar con toda profundidad en la riqueza de lo que es el amor matrimonial y familiar en un sentido cristiano, contemplado desde lo que es como una participación del amor de Dios.
Es triste contemplar a tantos matrimonios rotos y a tantas familias divididas y destrozadas que no hacen sino producir más y más dolor y sufrimiento en sus miembros. Es un dolor y sufrimiento que a todos nos afecta y ante el que no podemos ser insensibles pensado que eso a nosotros no nos pasa o no nos puede pasar. Es necesario, por supuesto, que los que van a contraer matrimonio vayan con la suficiente y necesaria madurez humana y cristiana al sacramento, pero es necesario saber contar luego a lo largo de la vida con la presencia de la gracia del Señor que nunca nos faltará.
Hoy, al contemplar y celebrar a la Sagrada Familia de Nazaret, como decíamos antes, no podemos menos que mirar a nuestras familias y orar por nuestras familias. Queremos aprender, como decíamos, de aquel Hogar de Nazaret, pero queremos impetrar la gracia y la fuerza del Señor para que nuestros matrimonios cristianos renueven - hagan nuevo  continuamente - su propio amor y contribuyan con todos sus medios a la felicidad de cada uno de los miembros de la familia.
Que se manifiesten de verdad como ese acorde de la música del amor de Dios en la forma como cultivan todos esos valores que harán más fecundo cada día su amor desde la cercanía y la comunión, desde el respeto y la valoración de cada uno de sus miembros, desde el espíritu de servicio y la capacidad de comprensión y perdón, desde la apertura de sus vidas a la trascendencia y desde el cultivo de todos los valores que eleven el espíritu, desde la generosidad de unas manos abiertas para siempre hacer el bien y desde la oblación en el amor de sus propias vidas, aunque sea en el sacrificio, en el día a día de su caminar.
Y esto a todos nos afecta y todos tenemos que poner nuestro granito de arena para hacer que nuestro mundo sea mejor desde unas familias cada día más felices porque como personas cada uno de nosotros desde todos esos valores que en la familia cultivamos vayamos creciendo más y más en lo que es la riqueza más profunda de nuestra vida y nos hará alcanzar la mayor plenitud, el amor con el que reflejamos lo que es el amor de Dios. 

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