sábado, 6 de octubre de 2012


Ahora te han visto mis ojos

Job, 42, 1-3.5-6.12-16; Sal. 118; Lc. 10, 17-24
‘Te conocía sólo de oídas, ahora te han visto mis ojos…’ termina confesando Job. Es el final del libro de Job que hemos ido escuchando y meditando, aunque sólo fuera a retazos, esta semana. Todo un camino progresivo que lleva a una fe viva, experimentada, purificada.
Han pasado momentos de oscuridad, de dudas, de explicaciones en cierto modo teóricas, pero al final se ha abierto paso la luz. Lo que parecía difícil porque desde el dolor y el sufrimiento todo se volvía oscuro se transforma en luz y en una fe verdadera, comprometida y purificada. Había clamado Job desde su dolor en el que no encontraba sentido para su vida, como tantas veces nos sucede. Era un hombre creyente y en aquello aprendido quería encontrar la luz de Dios pero se le hacía difícil.
Vinieron sus amigos que con buenas palabras o cosas aprendidas de memoria pero que en ellos no había pasado por el tamiz del sufrimiento querían consolarlo y ayudarle a acercarse a Dios, pero no lo conseguían. El mismo Job se pone a hacer en voz alta sus reflexiones tratando de describir al Dios en quien creía pero no encontraba una respuesta definitiva.
Será el Señor el que venga a su encuentro y en la experiencia de ese encuentro con el Señor, allí desde su situación y su sufrimiento al final todo se volverá luz. Ahora Job podrá decir ‘reconozco que lo puedes todo y ningún plan es irrealizable para ti, yo, el que te empaño tus designios con palabras sin sentido; hablé de grandezas que no entendía, de maravillas que superan mi comprensión. Te conocía sólo de oídas, ahora te han visto mis ojos…’
Cómo tenemos que aprender a dejarnos conducir por el Señor que es el que viene a nuestro encuentro. Será su Espíritu el que nos ilumine para hacernos comprender el misterio, pero es el Espíritu divino que se mete en nuestro corazón y nos hace sentir a Dios en el más profundo y bello encuentro. Será el Espíritu el que nos haga experimentar a Dios, sentir su presencia y nos inunde con su luz y con su amor. ‘Ahora te han visto mis ojos…’ que decía Job.
Hemos de aprender a gusta a Dios, saborear su Palabra, empaparnos de su amor. Hemos de sentir que, aunque nos parezca que andamos solos y desesperados en nuestros problemas o sufrimientos, la mirada del Señor, que es siempre mirada de amor y de luz, está cayendo sobre nosotros.
‘Haz brillar tu rostro sobre tu siervo’, decíamos en el salmo. Pero le pedíamos también ‘enséñame a gustar y a comprender porque me fío de tus mandatos’. Comprenderemos de verdad cuando gustemos a fondo en el corazón. Tenemos, pues, que aprender a saborear, a gustar, la palabra del Señor.
Igual que no nos vale sólo que nos digan como se hace una comida y lo rica que queda, o que la contemplemos en el plato pero sin probarla, para poder saber el sabor que tiene, de la misma manera tenemos que saborear, gustar en el corazón la palabra y la presencia del Señor en nuestra vida. Es la experiencia de Dios de la que hablamos tantas veces. No solo de oídas, como decía Job, sino viéndolo, palpándolo con nuestros propios ojos, con todo nuestro ser, sintiendo viva su mirada sobre nosotros.
La experiencia de Job en su dolor le purificó y le hizo tener una fe más viva. Desde el sufrimiento y el dolor él descubrió a Dios, sintió y experimentó a Dios en su vida. Tenemos que aprender para no cegarnos porque en nuestra ceguera en ocasiones nos volvemos insoportables cuando no hemos llegado a descubrir el verdadero sentido de nuestra vida y nuestro sufrimiento. Aprendamos de Job. Miremos a Jesús en la cruz y lleguemos a sentir que El está con su amor en la cruz nuestra de cada día.

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