miércoles, 4 de enero de 2012


Buscamos a Jesús pero hemos de saber llevar a Jesús a los demás

1Jn. 3, 7-10; Sal. 97; Jn. 1, 35-42
Cuando tenemos conocimiento de algo importante o una experiencia extraordinaria que de alguna marca nuestra vida, sería egoísta el guardarlo para nosotros mismos y no ser capaces de comunicarlo a los demás. Lo bueno, el bien, como el amor es algo expansivo de por sí y tiende a trasmitirse, a comunicarse, a hacerse saber de alguna manera. Una persona que tiene su corazón lleno de amor es difícil que lo disimule porque de alguna manera lo expresa exteriormente en sus actitudes, en su alegría, en su manera de ser o estar y pronto lo hace saber a los demás.
Es lo que estamos viendo hoy en el evangelio y que tendría que ser una buena pauta para nuestra vida de creyentes, si en verdad sentimos el gozo de la fe y del amor de Dios en nuestro corazón.
La misión del Bautista era, por supuesto, anunciar la inminente llegada del Mesías y preparar los corazones para ello. Así realizaba su misión allá en la orilla del Jordán. Pero tras la experiencia de haber contemplado la gloria de Dios que se manifestaba de forma extraordinaria en el bautismo de Jesús, ahora ya no podía hacer otra cosa que señalar a quien lleno del Espíritu divino era el Cordero de Dios que venía a quitar el pecado del mundo.
‘Estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijandose en Jesús que pasaba, dice: Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo…’ Y ya hemos escuchado como aquellos dos discípulos de Juan quieren ser discípulos también de Jesús, se van con El y al final se quedaran con Jesús.
Pero será lo que le sucederá a Andrés, uno de aquellos dos primeros discípulos, que cuando encuentra a su hermano Simón enseguida le comunicará la noticia. ‘Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo). Y lo llevó a Jesús’. La experiencia de estar con Jesús había transformado su corazón para reconocerle ya como el Mesías esperado. Se habían ido él y Juan, el hermano de Santiago, tras Jesús preguntando: ‘Rabí (Maestro) ¿dónde vives?’. Jesús se había limitado a contestar que fueran con El y vieran por si mismo. Grande fue el impacto de ese encuentro de manera que el evangelista recordará hasta la hora en que sucedió. ‘Serían las cuatro de la tarde’, nos dice.
En dos aspectos podemos fijarnos en este texto del evangelio: la búsqueda, la inquietud del corazón por una parte. De lejos se habían venido hasta la orilla del Jordán para escuchar a Juan. Se habían hecho sus discípulos porque seguramente con la palabra de Juan se avivaban sus esperanzas en el Mesías que pronto había de venir. Y se dejan conducir. Cuando el Bautista les señala a Jesús que pasa como quien viene como Salvador y Redentor – el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo – se van tras El. Quieren conocerle, quieren estar con El. Y lo logran. Y se sentirán transformados.
Inquietud en el corazón, búsqueda de la luz y del sentido de la vida, deseos de plenitud avivados en lo más hondo de  nosotros mismos. Y en esa búsqueda y en ese camino arriesgarse por los caminos de Dios que nunca nos defraudará.
Y el otro aspecto al que venimos haciendo mención desde el principio de la reflexión, la luz no la podemos guardan bajo la mesa u ocultarla. La luz tiene que iluminar. Hay que trasmitir aquello que vivimos, aquello con lo que nos hemos encontrado. Hemos de saber llevar esa luz de Jesús a los demás. Hemos de saber conducir a los demás hasta Jesús, señalando el camino como hacia el Bautista, o como hizo Andrés con su hermano Simón.
Que el Señor siembre esa inquietud en el corazón y nos dé fortaleza y valentía para llevar la luz a los demás.  

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