sábado, 16 de julio de 2011

El Escapulario del Carmen una vestidura de la santidad de María


Una fiesta hermosa de la Virgen María en la advocación del Carmen o del Monte Carmelo. Una devoción muy arraigada en el pueblo cristiano que hace que la Imagen de la Virgen del Carmen la encontremos en nuestras Iglesias y parroquias repartidas por todos nuestros pueblos.

Una devoción hermosa a María con la que le manifestamos todo nuestro amor de hijos sintiendo su poderosa intercesión de Madre. Así nos la dejó Jesús cuando como Madre nos la regaló desde la cruz cuando la confió al discípulo amado en quien todos nos sentimos representados.

Bajo su escapulario bendito como manto protector nosotros queremos acogernos. Era muy habitual que a todos los niños en esta fiesta del Carmen o en otra ocasión se les impusiera el escapulario del Carmen para que así siempre se sintieran protegidos, nos sintiéramos protegidos desde nuestra más tierna edad con el amor maternal de María.

Claro que esto tendría que llevarnos a hacernos una seria reflexión. Ya en otras ocasiones que hemos celebrado esta fiesta de María hemos reflexionado sobre el sentido del escapulario. No es un amuleto mágico que llevemos ahí de forma supersticiosa para que sin poner nada de nuestra parte nos veamos libres de todos los peligros. El escapulario es como un vestido que nos ponemos. Llevar el escapulario es un signo de cómo nosotros queremos vestirnos de María porque de tal manera queremos copiar en nosotros sus virtudes y su santidad que pareciera que fueramos envueltos por María.

Llevar el escapulario nos recuerda el amor que tenemos a María que siempre la queremos tener presente en nuestra vida, ahí delante de nuestros ojos, junto a nuestro corazón, reflejando en nuestras actitudes y en nuestros comportamientos esa misma santidad que resplandecía en María. Llevar el escapulario es un recordatorio de cómo hemos de vivir. No podemos compaginar el llevar el escapulario o cualquier signo religioso que nos recuerde a María con una vida de pecado; nos exige, pues, el apartarnos del pecado, sintiendo cómo con la protección de María y con su intercesión no nos faltará la gracia del Señor para vencer la tentación y el pecado.

En el evangelio que hoy escuchamos le dicen a Jesús que allí están su madre y sus hermanos – sus familiares – buscándole y El se pregunta y nos pregunta, ‘¿Quién es mi madre y quienes son mis hermanos? Y señalando con la mano a sus discípulos, dijo: Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, y mi hermana y mi madre’.

Nos vestimos de María, llevamos el escapulario del Carmen porque, como decíamos, queremos parecernos a María. Tenemos que decir con lo que Jesús nos ha dicho en el evangelio, quien cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos ése es el que se ha vestido de María. Una exigencia grande de esa vestidura de María, de ese parecernos a María, la que plató la Palabra de Dios en su corazón y la puso en práctica.

Otra referencia quería hacer a la Virgen del Carmen en este día de su fiesta. Siempre recuerdo desde niño el altar de la Virgen del Carmen de la parroquia de mi niñez. Guardo muy nítida en mi mente e imaginación ese altar de la Virgen del Carmen. Era por cierto una imagen de la Virgen del Carmen sentada, pero que a sus espaldas tenía el enorme cuadro de ánimas que suele haber en todas nuestras parroquias. Y allí María aparecía como en el centro teniendo a sus pies a todos aquellos que aún estaban en el Purgatorio y que ella en medio con su escapulario parecía ir sacando a sus hijos para presentarlos al Padre del cielo.

Siempre vi una relación entre la Virgen del Carmen y las almas del Purgatorio a quienes ella conducía con su escapulario ya purificadas camino del cielo. Siempre tuvo su relación el llevar el escapulario con este sentido, porque así María por la devoción que en vida le habíamos tenido se convertía en poderosa intercesora que nos condujera hasta el cielo.

Pongamos, pues, en las manos de la madre, en las manos de la Virgen del Carmen, a aquellos que están a punto de morir para que su protección maternal los atraiga a un sincero arrepentimiento y conversión a Dios preparándose así para ese encuentro con el juicio de Dios. Que la devoción que le tenemos a la Virgen del Carmen nos mueva también a nosotros a ese camino de conversión para seguir siempre los caminos de la santidad que nos lleven a Dioss

viernes, 15 de julio de 2011

Será un día memorable para vosotros porque es el paso del Señor


Ex. 11, 10-12, 1-4;

Sal. 115;

Mt. 12, 1-8

‘Este será un día memorable para vosotros… es la Pascua, es el paso del Señor… decretaréis que sea fiesta para siempre’. Con estas palabras resumimos la importancia de lo sucedido y que nos relata el libro del Exodo.

Fue un momento importante y trascendental para el pueblo judío. Ya hemos escuchado cómo Dios, que escucha el clamor de su pueblo, ha elegido a Moisés y lo ha enviado al Faraón para que saque al pueblo de la esclavitud de Egipto. ‘Moisés y Aarón hicieron muchos prodigios en presencia del Faraón; pero el Señor hizo que el Faraón se empeñara en no dejar marchar a los israelitas de su tierra’.

Lo que en la liturgia hemos escuchado no nos detalla todo lo que fueron las plagas con las que el Señor azoló a Egipto ante el empecinamiento del Faraón. Para un mejor conocimiento de todo esto necesitaríamos una lectura personal de todos los capítulos de referencia en estos pasajes. En lo que hemos escuchado se hace referencia a lo sucedido en el último momento. Más bien a los preparativos que ha de hacer el pueblo y la manera como luego lo van a recordar de generación en generación.

Es el mandato de comer el cordero pascual, con cuya sangre habían de marcar las puertas de los judíos al paso del Señor, y que cada año habían de celebrar como solemne fiesta de la Pascua. Es lo que, cuando leemos la Biblia, o leemos los evangelio, vemos que se nos habla de la fiesta de Pascua a la que subían a Jerusalén a celebrar los judíos cada año, o la cena del cordero pascual a la que se hace especial referencia en la última cena de Jesús.

Lo que ahora sucede y se nos narra es la Pascua, el paso del Señor que les liberaba de Egipto. Lo sucedido entonces en Egipto con los judíos y también con los egipcios cuyos primogénitos varones fueron exterminados en aquella noche. Ahora la señal era aquella sangre con la que fueron marcadas las puertas de las casas judías. ‘La sangre será vuestra señal en las casa donde habitéis…’ La sangre derramada más tarde al pie del Sinaí sobre el altar del sacrificio y con la que fue aspergiado el pueblo será la señal de la Alianza entre Dios y su pueblo que marcaría para siempre su historia. Como la Sangre de Cristo derramada, verdadero Cordero Pascual, será para nosotros la señal de la gracia y de la salvación que inaugura el nuevo pueblo de Dios, el pueblo de la Nueva Alianza que es la Iglesia, que somos nosotros.

Fijémonos cómo hay un hilo conductor para aquel pueblo, el pueblo de la Antigua Alianza, y también para nosotros, el pueblo de la Nueva y Eterna Alianza en el Cordero Pascual inmolado, y en la sangre derramada para el perdón de todos los pecados. Herederos de aquel pueblo de la Antigua Alianza, somos los hijos de la Alianza Nueva y Eterna en la Sangre de Cristo derramada por nosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Cristo es ese Cordero Pascual que por nosotros se inmola y se entrega por nuestra salvación.

Nos es bueno recordar estas cosas porque así entenderemos mejor el sentido de nuestra fe y el sentido de nuestras celebraciones. Son palabras que se van repitiendo continuamente en la liturgia como se repiten incluso en la proclamación de la Palabra y en la predicación, pero que hemos de saber entender en todo su sentido, para que entonces podamos vivir en plenitud ese sentido de la Alianza que de alguna manera marca también toda la historia de nuestra vida.

Los judíos celebraban cada año ese día memorable ‘como fiesta en honor del Señor’. Nosotros celebramos también la Pascua y no sólo ya en las fiestas de Pascua en los días en que rememoramos de manera especial la pasión, muerte y resurrección del Señor, sino que es lo que celebramos en cada Eucaristía, lo que ahora mismo estamos celebrando al anunciar la muerte y proclamar la resurrección del Señor. Es también la Pascua, es el paso del Señor hoy y ahora por nuestra vida con su salvación.

jueves, 14 de julio de 2011

Una palabra de Jesús que es vida y siempre nos llena de vida


Ex. 3, 1-6.9-12;

Sal. 102;

Mt. 11, 28-30

El texto del evangelio, unido al que ayer proclamamos, no hace muchos días que se nos proclamó en la liturgia dominical y ya reflexionamos sobre él. Pero la riqueza de la Palabra de Dios hace que cada vez que nos acerquemos a ella, aunque sean los mismos textos los que proclamemos, siempre sea palabra de vida para nosotros y siempre podamos sentir lo que el Señor allá en lo hondo del corazón quiere trasmitirnos.

Nunca la Palabra que Dios nos dice es una repetición ni se agota en sí misma, sino que siempre es palabra de vida y que nos llena de nueva vida. Somos nosotros más bien los que la escuchamos con rutina y desgana y es por lo que tantas veces no sabemos encontrar la riqueza de gracia que siempre el Señor nos ofrece.

‘Venid a mí…’ nos dice el Señor. Y en el Señor siempre encontraremos paz, descanso, vida, gracia, salvación. Venid a mi, cansados y agobiados, confusos y desorientados, tantas veces fríos en nuestro corazón o desganados porque otras cosas nos han cautivado el corazón. Vayamos a Jesús, busquemos a Jesús, querramos encontrar en Jesús toda esa vida que nos ofrece. Vayamos a Jesús y encontraremos esa paz que necesitamos. Vayamos a Jesús con fe, con confianza, con deseos hondos de encontrarle para llenarnos de su vida.

Y es que muchas veces tan confundidos y desorientados estamos que no buscamos a Jesús porque creemos que ya lo hemos encontrado todo para nuestra vida en otras cosas. Y al final nos sentimos hastiados de esas cosas donde hemos apegado el corazón; al final estaremos tan confundidos que todo se nos pueda llenar de tinieblas. En ocasiones no queremos ir hasta Jesús porque nos puede parecer duro y exigente, y lo que nos dice se nos puede volver como pesada carga. Pero nos dice que no, que su ‘yugo es llevadero y su carga ligera’.

Nos da un poco de miedo esta palabra, yugo. Nos pudiera parecer pesada obligación que incluso nos coartara nuestra libertad. Y no es así que ya nos dice en otro lugar que quien cree en él y le sigue alcanza la libertad verdadera.

Esta expresión, yugo, era corriente en la literatura judía y equivalía a la obediencia fiel de la ley del Señor. En el discurrir de la vida del pueblo judío esa ley del Señor podía haberse convertido en carga pesada, porque a la ley del Señor le habían añadido tantas cosas que la convertía en algo farragoso llenos de leyes y prohibiciones. Era lo que pasaba con los fariseos en la época de Jesús con sus interpretaciones muy peculiares de la ley del Señor en que al final lo que era realmente más importante tenía el peligro de convertirse en secundario.

Pero Jesús nos dice que su yugo no es pesado; que esa obediencia de la fe que nosotros hemos de hacer será para nosotros ligera y llevadera. Jesús nos hará centrarnos en lo que verdaderamente es principal. Y el mandamiento del Señor es el cauce por donde ha de discurrir nuestra vida con la que le tributemos la mayor gloria a Dios, pero donde también nosotros alcancemos la verdadera felicidad.

‘Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera’. Cargar con el yugo del Señor es entrar en el camino de la mansedumbre y de la humildad, porque es hacernos como El, de El tenemos que aprender. Y una vida llena de mansedumbre, una vida llena de amor es una dicha que nos hace pregustar la gloria del cielo.

Buscamos a Jesús, como decíamos antes, vamos hasta Jesús y queremos llenarnos de su vida. Vamos a Jesús y queremos parecernos a El porque queremos amar con un amor como el amor con que El nos ama. Vamos a Jesús y encontraremos alivio y paz, encontraremos descanso y dicha. Vamos a Jesús y encontraremos el verdadero camino de la verdadera felicidad.

miércoles, 13 de julio de 2011

Marcha, te envío al Faraón, yo estoy contigo


Ex. 3, 1-6,9-12;

Sal. 102;

Mt. 11, 25-27

Esta semana hemos comenzado a leer en la primera lectura el libro del Éxodo del que aún no hemos hecho ningún comentario. Segundo libro de la Biblia y de tanta trascendencia en la vida e historia del pueblo elegido. El libro de la salida, eso significa Éxodo, que nos va a narrar la liberación de la esclavitud en la que habían caído los israelitas en Egipto bajo el yugo del Faraón.

Como escuchábamos estos días pasados ‘había subido al trono en Egipto un Faraón nuevo que no había conocido a José’, y teme lo que le pueda suceder si aquel pueblo que había crecido entre ellos se rebelase contra Egipto. Por eso los someten a duros y esclavizantes trabajos.

Ha comenzado la historia de Moisés a quien Dios elige con una misión grande para el pueblo de Israel y para la historia de la Salvación. Ya en su nacimiento se suceden cosas que son manifestación de la Providencia de Dios que humanamente incluso lo van a preparar la misión que Dios le va a confiar. Salvado de las aguas – eso significa su nombre – será intensamente educado al ser adoptado por la hija del Faraón, aunque luego tenga que huir porque su espíritu no soportará la esclavitud a que son sometidos sus hermanos y se refugió en el país de Madián, como ayer escuchábamos.

Hoy le vemos pastoreando los rebaños de su suegro Jetró y se sucederán las maravillas del Señor para significar esa llamada de Dios y esa misión que le va a confiar. La zarza ardiente, la voz que se oye desde el cielo llamándole y la disposición de Moisés para escuchar al Señor son unos primeros pasos.

‘Aquí estoy’, es la primera respuesta ante la voz del cielo. ‘La tierra que pisas es santa’, porque allí se estaba manifestando el Señor. ‘El clamor de los israelitas ha llegado a mí, y he visto como los tiranizan los egipcios’. Dios que escucha el clamor de su pueblo; Dios que, aunque nos pudiera parecer que se desentendiera de nuestros problemas, siempre está atento a cuando nos sucede y está pronto para darnos una respuesta. La respuesta en esta ocasión pasará por el envío de Moisés para liberar a su pueblo. ‘Ahora, marcha, yo te envío al Faraón para que saques a mi pueblo a los israelitas’.

En Moisés se manifiestan las dudas y sentimientos de incapacidad que luego veremos repetidos en los jueces y en los profetas, imagen también de lo que son nuestras dudas y nuestros sentirnos inferiores e incapaces cuando se nos quiere confiar una misión. Pero siente la presencia y la fuerza del Señor. ‘Yo estoy contigo; y ésta es la señal de que yo te envío: cuando saques al pueblo de Egipto, me daréis culto en esta montaña’.

Comienza un largo camino que iremos recorriendo a grandes trazos en la lectura de la Palabra de Dios que iremos escuchando. Pero ya algunos mensajes vamos recibiendo que nos ayuden también en el camino de nuestra fe.

Moisés se abrió al Misterio de Dios. Admirado se acercó a la zarza ardiente preguntándose por su significado. Y como era un hombre de Dios pudo escuchar la voz del Señor que resonaba en sus oídos y en su corazón. Cuántas maravillas suceden a nuestro lado y nos falta capacidad de admirarnos para descubrir el mensaje y la llamada del Señor. No hacen falta que sean cosas extraordinarias o nunca vistas, sin embargo en el día a día de nuestra vida podemos descubrir esas maravillas del Señor que quiere hablarnos a nuestro corazón.

Moisés se dispuso a escuchar a Dios que le llamaba y le hablaba. ‘Aquí estoy’. La disponibilidad de la fe. Cuánto necesitamos decir también ‘aquí estoy’. Creemos en el Señor pero nos queda muchas veces la duda y el miedo. Pero en la fe hemos de saber dar un paso adelante, sin miedos, sin temores, con generosidad, con confianza. Y podremos escuchar a Dios. Y podremos sentir su amor que siempre está pendiente de nosotros aunque nos pudiera costar creerlo. ‘El clamor de los israelitas ha llegado a mí’, le dice Dios a Moisés.

Y Moisés, aun con sus dudas y su tartamudez, se puso en camino, porque sabía que Dios estaba con él. ‘Yo estoy contigo’. El Señor está con nosotros. Nos pone en camino, nos confía una misión, tenemos que ser testigos, pero vamos seguros porque el Señor está con nosotros.

martes, 12 de julio de 2011

Cuánto ha hecho el Señor por nosotros y qué pobre es nuestra respuesta


Ex. 2, 1-15;

Sal. 68;

Mt. 11, 24-30

Mira tú esa persona qué desagradecida, con todo lo que han hecho por ella… pensamos y hasta decimos muchas veces; pero claro, siempre refiriéndonos a los demás. Pero sería bueno que fuéramos sinceros con nosotros mismos y nos miremos hasta donde llegan nuestras propias actitudes de gratitud o de desagradecimiento. Y no se trata ya solamente en nuestras mutuas relaciones, sino en la respuesta o no respuesta que nosotros damos a Dios con nuestra vida.

Es el primer pensamiento que me sugiere el texto del evangelio que hemos escuchado. Hay un reproche grande de Jesús hacia las gentes de aquellos lugares donde tanto se ha prodigado en su predicación del Reino y en los signos que ha ido realizando de la cercanía del Reino de Dios que va anunciando. ‘Se puso Jesús a recriminar a las ciudades donde había hecho casi todos sus milagros, porque no se habían convertido’, dice el evangelista.

Se contraponen en el texto aquellos lugares de Galilea donde Jesús realizaba principalmente su actividad, Cafarnaún y sus alrededores, aquellos lugares de Galilea por los que iba predicando, anunciando el Reino y realizando tantos milagros, con otras ciudades paganas como Tirón y Sidón en Fenicia y Sodoma castigada por su pecado.

Se hace referencia especial a Cafarnaún que sale con mayor frecuencia en el relato de los evangelistas y Corozaín y Betsaida, ciudades cercanas que no son tan nombradas en los evangelios, pero que por la mención de Jesús eran lugares frecuentemente visitados. Naturales de Betsaida eran Pedro, Andrés y Felipe. Se hace mención de algunos milagros allí realizados y probablemente en sus cercanías pudiera haber sido el sitio de la multiplicación de los panes y los peces.

‘¡Ay de ti, Corozaín, ay de ti, Betsaida! Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido…’ Lo mismo recrimina a Cafarnaún ‘¿Piensas escalar el cielo? Bajarás al Abismo. Porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que en ti, habría durado hasta hoy’. En referencia a la destrucción de Sodoma y Gomorra y aquellas otras ciudades llenas de perversión y pecado que nos relata el Génesis cuando la historia de Abrahán y su sobrino Lot.

Pero como decíamos al principio tenemos que mirarnos a nosotros mismos y ver nuestra respuesta. Cuánto nos ha dado el Señor y qué pobre es nuestra vida. Cuántas gracias ha derramado el Señor sobre nuestras vidas. Cuántas llamadas y cuántas oportunidades. Cuántas veces se nos ha proclamado la Palabra de Dios y se nos ha invitado a convertirnos al Señor. Cuántas veces hemos recibido la gracia de los sacramentos a lo largo de la vida. Cuántas señales podemos apreciar del amor de Dios que realiza maravillas cada día para nosotros.

El Señor tiene un amor preferencial por nosotros. Podríamos haber nacido en otros países. Podríamos haber tenido otras familias. Podríamos vernos ahora abandonados y despreciados por todos. Pero desde que nacimos hasta la última hora el Señor va poniendo en nosotros su mirada de amor, tendiéndonos su mano para levantarnos, llamándonos allá en lo hondo del corazón esperando una respuesta.

Pero, ¿seremos lo suficientemente santos? ¿Damos en verdad frutos de amor y de santidad en nuestra vida o seguimos con nuestro pecado, nuestras frialdades espirituales, nuestras rutinas que no nos dejan despertar a una vida de más amor y entrega, nuestras desganas y cansancios? Qué desagradecidos somos con la gracia del Señor.

Pero el Señor es paciente con nosotros y no se cansa de esperarnos. Llama a la puerta del corazón cada día con una nueva gracia esperando nuestra respuesta de amor. No nos hagamos sordos a las llamadas del Señor. No endurezcamos nuestro corazón sino dejémonos conducir por la gracia del Señor, por la fuerza y el fuego de su Espíritu. Démosle una respuesta agradecida al Señor con nuestra santidad y nuestra entrega de amor.

lunes, 11 de julio de 2011

San Benito, maestro de la escuela del divino servicio

Prov. 2, 1-9;

Sal. 33;

Mt. 19, 27-29

‘Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido, ¿qué nos va a tocar?’ le pregunta Pedro a Jesús. Este episodio está a continuación de la invitación al joven rico a venderlo todo para dar el dinero a los pobres y seguir a Jesús, y a los comentarios posteriores de Jesús de cuán difícil le es a los ricos entrar en el reino de los cielos.

Desde ahí surge la pregunta de Pedro. ‘Os sentaréis sobre doce tronos para regir a las doce tribus de Israel’, le responde Jesús que continuará diciendo: ‘El que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, mujer, hijos o tierras, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna’.

¿Lo importante? La herencia de la vida eterna. Podremos tener o no tener consuelos humanos, pero la herencia del Reino de los cielos es el verdadero tesoro por el que merece dejarlo todo. Es lo que nos estimula en el seguimiento de Jesús a todo cristiano. Es lo que está en el fondo de la disponibilidad y generosidad de corazón de quienes sentimos la llamada del Señor de dejarlo todo para consagrarnos a El y a su Reino.

Hay renuncias que pudieran ser dolorosas en el corazón que Dios nos compensa con su gracia y hechas con amor nos dan una alegría interior que por nada queremos cambiar. Renunciamos quizá a una familia quienes nos consagramos al Señor en la vida sacerdotal o religiosa, pero estamos insertos en una familia más grande que son nuestras comunidades, a aquellos a los que nos entregamos en nuestro servicio, y que nos hará tener más libre el corazón para llenar a tener esa disponibilidad y esa entrega.

Este evangelio que estamos comentando es el propio de esta fiesta de san Benito, Padre y Patriarca del monacato occidental y patrono de Europa que hoy celebramos. Estudiante en Roma de filosofía y de retórica siente en su corazón la llamada del Señor, desde la meditacion del evangelio allá en lo hondo de su corazón, para dejarlo todo por el Reino de Dios.

Vive como eremita en el Subiaco, pronto se congregan junto a él muchos que quieren vivir su estilo de consagración al Señor con su regla del ‘orat et laborat’ y que, tras diversos avatares y acontecimientos que en un momento pusieron en peligro incluso su vida, será el principio de la Orden Benedictina que finalmente se establecería en Montecasino y que luego se extendería por todo el Occidente cristiano. Es por lo que se le considera el padre de los monjes de Occidente, porque en el oriente san Antonio Abad en Egipto y san Basilio fueron los que establecieron la regla del monacato oriental.

La espiritualidad de san Benito no es sólo inspiración para los que se consagran al Señor tras los muros de un monasterio o en la vida religiosa sino que puede ser también para todos los que queremos seguir a Jesús una ayuda grande para vivir nuestra espiritualidad cristiana. Reza y trabaja, resume la regla de san Benito.

Vivimos inmersos en el mundo con nuestras responsabilidades y trabajos; tenemos el compromiso de la construcción de nuestro mundo desde nuestro trabajo, desde nuestra responsabilidad allí donde el Señor nos haya llamado a desarrollar nuestra vida con nuestros valores y con nuestras cualidades que no podemos enterrar. Y a ese trabajo que realizamos le damos un sentido y un valor desde la fe que tenemos en el Señor y desde el espíritu del evangelio que queremos vivir.

¿Dónde encontraremos la fueza para realizar nuestra tarea? En el Señor está nuestra fuerza y nuestra vida. Desde nuestra unión con el Señor alcanzamos la gracia que necesitamos para vivir nuestras responsabilidades. Qué presente tiene que estar la oración en nuestra vida. No puede estar lejos nunca de la vida de un cristiano porque es nuestro medio de estar unidos al Señor. A un cristiano sin oración se le cae la base que sostiene toda su vida.

Que aprendamos de san Benito, ‘maestro de la escuela del divino servicio’, como lo llama la liturgia, a poner esas bases solidas de nuestra espiritualidad cristiana que nos haga ser verdaderos testigos en medio de nuestro mundo.

domingo, 10 de julio de 2011

Salió el sembrador a sembrar

Is. 55, 10-11;

Sal. 64;

Rm. 8, 18-23;

Mt. 13, 1-23

‘El que tenga oídos que oiga’ sentencia Jesús al terminar de decir la parábola. Una invitación a reflexionar, a pensar hondamente en el significado de lo que Jesús quiere decirnos. No nos podemos contentar con decir qué cosas más bonitas nos dice el Señor, qué bella es la parábola. Es cierto que es una página bien hermosa, pero de un contenido grande. Por eso ‘el que tenga oídos que oiga’, el que sea capaz de reflexionar, de escucharla allá en lo hondo del corazón, que lo haga. Es lo que queremos hacer.

‘Salió el sembrador a sembrar…’ comienza la parábola. ‘Salió Jesús de casa y se sentó junto al lago. Y acudió a El tanta gente que tuvo que subirse a una barca; se sentó y la gente se quedó de pie en la orilla. Les habló mucho rato en parábolas…

En el evangelio lo vemos como el pescador, como el pastor, como el maestro. Diversas imágenes que nos hablan de Jesús y de su misión. ‘Os haré pescadores de hombres’, que era hacerlos como era El. ‘Yo soy el Buen Pastor’, y nos dirá que cuida a las ovejas y las alimenta, y busca a las perdidas. Es el Señor y el Maestro, que así lo llaman sus discípulos. Hoy lo contemplamos como el sembrador que siembra la semilla de la Palabra de Dios y que quiere que dé fruto abundante. ‘Salió el sembrador a sembrar… y les habló mucho rato en parábolas…’

El sembrador echa la semilla en la tierra y espera pacientemente que dé fruto. La semilla aunque nos pueda parecer pequeña e insignificante es vida que nos fecunda de vida. Pero la semilla ha de enraizar bien en la tierra y la tierra tiene que ser buena y preparada para poder obtener toda su fecundidad. No puede ser tierra endurecida y pateada convertida en caminos endurecidos; no puede ser tierra árida llena de pedruscos o de malas hierbas. Tiene que ser tierra cuidada y cultivada para hacerla brotar y pueda llegar a dar fruto.

Como tantas veces reflexionamos cuando escuchamos esta parábola esa tierra somos nosotros. No podemos tener embotado el corazón ni endurecido el oído. Ya Jesús se queja recordando las palabras del profeta. ‘Está embotado el corazón de este pueblo, son duros de oído, han cerrados los ojos…’ Hemos de saber abrir los ojos y los oídos del corazón para poder acoger esa semilla, para poder sintonizar con ese mensaje divino, con esa Palabra de Dios que llega a nosotros.

El agricultor que prepara la tierra para la siembra lo hace con todo cuidado. Hemos visto todos como se labra la tierra, como se quitan las malas hierbas, se limpia de pedruscos y de abrojos, se abona y se refresca cuidadosamente para que cuando caiga la semilla encuentre la humedad adecuada, los abonos pertinentes y la tierra bien preparada para que pueda germinar, brotar, crecer y llegar a dar fruto.

Ojalá escuchemos que Jesús nos dirige a nosotros estas palabras: ‘¡Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen!’ Con cuánto cuidado hemos de disponer nuestro corazón y nuestra vida para acoger esa semilla de la Palabra de Dios que llega a nosotros. Cómo hemos de predisponer nuestro espíritu para recibirla porque es un tesoro precioso, el más precioso, que bien merece la pena dejarlo todo para acogerla en nuestro corazón.

Y una forma hermosa sería prepararnos invocando al Espíritu del Señor, Espíritu de Sabiduría y de conocimiento de Dios para que nos ilumine. Creo que siempre la escucha de la Palabra de Dios hemos de hacerlo en espíritu orante. Es el Señor que nos habla, que quiere entrar en diálogo de amor con nuestro corazón. Importante, pues, esa actitud orante, de oración, porque también nos pide una respuesta. Y permítanme decir que espiritu orante no es estar rezando padrenuestros o avemarías mientras escuchamos la Palabra, sino espíritu y corazón abierto a Dios para escucharle. Es la tierra preparada.

Cuántos ruidos de la vida tenemos que evitar para poder escucharla debidamente en nuestro corazón; cuánto silencio hemos de hacer en nuestra alma. Es el silencio externo ya sea en nuestra lectura personal ya sea en nuestras celebraciones, y el el silencio del corazón. ¡Qué lástima cuando en nuestras celebraciones mientras se proclama la Palabra de Dios se están haciendo cosas o hay gente que se está moviendo y dando vueltas por el templo, o alguie está más preocupado por las cosas que haya que preparar para el resto de la celebración!

Quitar los abrojos o los pedruscos que nos dice la parábola para que sea tierra limpia y buena. La semilla cae en tierra y hay que darle su tiempo para que germine y pueda surgir la planta que luego dé fruto. Pero si en ese crecimiento interior choca, podríamos decir, con nuestras maldades, nuestros vicios y rutinas, todo eso ahogará esa Palabra plantada en nuestro corazón. ‘El maligno roba lo sembrado en el corazón’ que decía Jesús. Una actitud y un deseo de purificación interior tendríamos que tener, y eso con la ayuda de la gracia del Señor que pedimos también en nuestra oración.

Fortalecernos en el Señor para ser constantes y perseverar en ese cultivo de la semilla de la Palabra de Dios en nuestro espíritu. ‘La acepta con alegría… pero no tiene raíces, es inconstante, que nos dice Jesús en la explicación, y en cuanto viene la dificultad o la persecusión, la tentación, sucumbe…’

‘El que tenga oídos para oír que oiga’, nos decía Jesús. Hemos de masticar muy bien este alimento de la Palabra que escuchamos para que sea en verdad alimento de nuestra vida. Jesús no sólo nos ha proclamado la parábola sino que también nos la ha explicado; nos ha dicho cómo tenemos que aplicárnosla a nosotros, pero también nos da pautas para ser esa tierra buena, para preparar nuestro corazón a esa semilla que se planta cada día en nuestra vida.

Y también tenemos que ayudarnos los unos a los otros en ese acogida a la Palabra para dar fruto. Que nunca seamos obstáculo para los demás. Es más, tenemos que ser sembradores también de esa semilla del Reino de Dios en medio de nuestro mundo. Como Jesús llamaba a Pedro y a los demás discípulos para que también fueran pesacadores de hombres y sembradores del Reino, a nosotros también nos confía esa misión y esa tarea.

Desde nuestra forma de acogerla y escucharla podemos ser testimonio y estímulo para los que nos rodean. Que vean que en verdad es importante la Palabra de Dios para nosotros por nuestra forma de escucharla, acogerla y plantarla en nuestra vida. Todo es contribuir para la gloria del Señor. Y damos en verdad gloria a Dios si logramos que otros muchos escuchen el anuncio de la Palabra y se dispongan también a plantarla en su vida. Una hermosa tarea que tenemos por delante.

‘La semilla cayó en tierra buena y dio fruto’.