sábado, 2 de abril de 2011

En la presencia de Dios no caben apariencias ni hipocresías


Os. 6, 1-6
;

Sal. 50;

Lc. 18, 9-14

Ante Dios nunca podemos presentarnos bajo el rostro de la falsedad, la apariencia o la hipocresía. Ni podemos justificarnos por nosotros mismos con actitud arrogante en nombre de nuestras obras porque el único que nos justifica y nos salva es el Señor. Nuestra postura y nuestra actitud tiene que ser otra, tiene que ser siempre la de la humildad y la del amor.

Es lo que nos está enseñando hoy el evangelio, podemos decir también que toda la Palabra de Dios que se nos ha proclamado. El profeta Oseas denuncia la actitud de aquellos que fingían presentarse al Señor con actitudes de arrepentimiento y quizá vanagloriándose de sus penitencias o de las cosas buenas que hacían pero a los que les faltaba la verdadera misericordia en el corazón.

Muchos sacrificios, muchos regalos para el Señor con ofrendas valiosas quizá, pero no eran capaces de hacer la ofrenda de un corazón auténtico, lleno de amor y de misericordia. Por eso el profeta terminará sentenciando: ‘Quiero misericordia y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos’. Podemos ser incluso pecadores, pero si con sinceridad nos ponemos ante el Señor reconociendo de verdad nuestro pecado y con el deseo sincero de dejarnos transformar por la gracia del Señor seremos más agradables al Señor.

Es el sentido del salmo 50 que hemos recitado, que nos ha servido de oración y de respuesta a lo que el Señor nos va diciendo. Pedimos al Señor misericordia y que por su infinita bondad borre, limpie nuestros pecados pero más que sacrificios le ofrecemos al Señor nuestro corazón contrito y humilde. ‘Los sacrificios no te satisfacen, si te ofreciera un holocausto no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias’. Así queremos presentarnos al Señor.

Repito que es lo que nos enseña Jesús hoy en el evangelio con la parábola que nos propone de los dos hombres que subieron al templo a orar. Como dice el evangelista ‘dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás’. ¿Cómo es que si con sinceridad nos presentamos ante Dios para nuestra oración somos capaces de despreciar a los demás creyéndonos nosotros mejores? Nos podría parecer que eso no podría suceder en una vida de sinceridad y autenticidad, pero bien sabemos cómo fallamos en eso porque algunas veces nos dejamos llevar más por la apariencia llenando nuestra vida de falsedad.

Conocemos la parábola y la forma de presentarse ante el Señor del fariseo y del publicano. ¿Qué alardes de nosotros mismos, repito, podemos hacer ante Dios que ve lo que hay en nuestro corazón y no lo podemos engañar nunca con nuestras apariencias? Podemos hacer cosas buenas, pues démosle gracias a Dios con humildad porque con su gracia hemos podido realizarlas. Pero que nunca esas cosas buenas sirvan para subirnos en pedestales o esperar medalles de reconocimientos y honores. ¡Cómo nos halagan los reconocimientos y tan fácilmente caemos en las redes de la vanidad!

El que se sentía pecador con una actitud humilde sólo pedía al Señor que tuviera piedad, compasión y misericordia de él. Y es que todos tenemos que sentirnos pecadores. ¿Tendremos que esperar que quizá Jesús tenga que decirnos que el que no tiene pecados tire la primera piedra?

Como termina diciendo Jesús en la parábola ‘os digo que éste (el publicano que se consideraba pecador) bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido’.

¿Con qué actitud nos vamos nosotros a presentar ante Dios? ‘Mi sacrificio es un espiritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado, tú, Señor, no lo desprecias’.

viernes, 1 de abril de 2011

Te alimentaría con flor de harina, te saciaría con miel silvestre

Oseas, 14, 2-10;

Sal. 80;

Mc. 12, 28-34

‘Ojalá me escuchase mi pueblo y caminase Israel por mi camino. Te alimentaría con flor de harina, te saciaría con miel silvestre’.

Vuelvo a fijarme hoy en el salmo para iniciar esta reflexión en torno a la Palabra de Dios que nos ofrece la liturgia en este viernes de cuaresma. Rezamos los salmos con mucha frecuencia – nos los ofrece la liturgia siempre junto a la proclamación de la Palabra en la Eucaristía cada día y se tienen también en el Oficio Divino, la liturgia de las Horas, que es la oración de toda la Iglesia a lo largo de cada jornada - pero quizá no le sacamos todo el jugo, por decirlo de alguna manera, del mensaje que nos ofrecen para nuestra oración y para nuestra vida. Creo que tendríamos que fijarnos más en esa hermosa oración que son los salmos, cantados en el Antiguo Testamento, pero que tanta riqueza dan también a la liturgia de la Iglesia.

Una nueva invitación a la conversión que nos hace el Señor en su Palabra. ‘Israel, conviértete al Señor Dios tuyo, porque tropezaste con tu pecado… volved al Señor y decidle: perdona del todo la iniquidad, recibe benévolo el sacrificio de nuestros labios…’ Y quienes dan la vuelta a su vida y se convierten al Señor reciben el perdón del Señor con muchas bendiciones. El oráculo del profeta es bello en sus imágenes ofreciéndonos como un idílico paraíso para quienes son fieles al Señor. Es como un bello jardín lleno de flores y de azucenas, con árboles que dan sombra en el bochorno y dan frutos abundantes. Aquello que rezábamos en el salmo: ‘Te alimentaría con flor de harina, te saciaría con miel silvestre’.

¿Qué es necesario para dar señales de esa conversión y esa vuelta al Señor? Poner toda nuestra fe y nuestra confianza en el Señor. En El está nuestra fuerza y nuestra vida. No confiamos en poderes humanos ni convertiremos en dioses de nuestra vida aquellas cosas que simplemente están para nuestro uso y utilidad. En nuestra vida tendrá que resplandecer el amor.

Es lo que, por su parte, nos enseña hoy el evangelio. ¿Qué es lo que tiene que ser principal y primero para nuestra vida? Sólo Dios y su amor. Ahí tenemos que centrar todo. Nada podrá estar por encima ni ocupar el lugar de Dios. Es por ahí por donde tendríamos que expresar con toda radicalidad nuestra conversión al Señor haciendo que en verdad en El sea en quien pongamos toda nuestra confianza, toda nuestra fe y toda nuestra vida.

‘Un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: ¿Qué mandamiento es el primero de todos?’ Quizá aquel escriba quería poner a prueba a Jesús, como tantas veces sucediera, para ver si Jesús se estaba saliendo de lo que era la ley del Señor. Ya podemos recordar que Jesús nos ha dicho – lo escuchamos en estos días pasados – que El no ha a abolir la ley y los profetas sino a darle plenitud. Por eso Jesús le contestará con las palabras del Deuteronomio que todo buen judío se sabía de memoria y repetía una y otra vez en los distintos momentos del día.

‘Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser. El segundo es éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que éstos’.

En estas reflexiones que cada día nos vamos haciendo en nuestro camino hacia la Pascua, bien nos viene a todos recordar este mandamiento del Señor. Pero no sólo para sabérnoslo de memoria y repetirlo, sino para ahondar en todo su sentido. Como tantas veces hemos dicho cuando nos preguntamos si amamos a Dios en nuestro examen de conciencia damos por sentado que sí lo amamos. Pero tendríamos que preguntarnos si en verdad lo amamos tal como nos dice aquí el texto sagrado: ‘con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser’. Así, con la totalidad de nuestra vida. O como decimos cuando recitamos los mandamientos ‘sobre todas las cosas’, pero así con toda radicalidad sobre todas las cosas.

Cuando aquel escriba viene como a corroborar las palabras de Jesús, no será él quien tenga la última palabra, sino que será Jesús el que le diga: ‘No estás lejos del Reino de Dios’. Creo que merece la pena preguntarnos si eso mismo nos diría Jesús a nosotros: ‘no estás lejos del Reino de Dios’, porque así vivamos el mandamiento principal y primero de la ley de Dios.

jueves, 31 de marzo de 2011

No endurezcáis el corazón


Jer. 7, 23-28;

Sal. 94;

Lc. 11, 14-23

‘Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis vuestro corazón’. Así hemos rezado y repetido en el salmo. Una llamada del Señor y un deseo por nuestra parte. Queremos escuchar la voz del Señor, aunque algunas veces nos cuesta, nos distraemos con otras voces, o cerramos nuestros oídos.

El salmo nos recuerda aquellos momentos difíciles del pueblo peregrino por el desierto. Les costaba hacer el camino y se rebelaban contra el Señor. No tenían agua para calmar su sed, aunque el Señor por medio de Moisés haría saltar agua de la roca. Lo recordamos el pasado domingo. ‘No endurezcáis vuestro corazón como en Masá y Meribá en el desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras…’

Ante nuestros ojos tenemos tantas obras maravillosas que hace el Señor; desde la propia naturaleza con todas sus bellezas que nos puede hablar de la belleza y del poder del Señor; o en tantas otras obras donde sentimos la presencia del Señor que nos guía, que está a nuestro lado, que nos cuida, nos previene de males o nos da fuerzas para el caminar de nuestra vida. Seguro que cada uno de nosotros tiene experiencias de este tipo en su vida. Pero muchas veces cerramos los ojos. No somos capaces o no queremos contemplar las maravillas del Señor cuando tendríamos que irlas contando continuamente a todos los que nos rodean.

En la lectura del profeta está la palabra dolorida del Señor. ‘Escuchad mi voz. Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo, caminad por el camino que os mando, para que os vaya bien. Pero no escucharon ni prestaron oido, caminaban según sus ideas, según la maldad de su corazón obstinado…’ Y les recuerda como les ha enviado profetas que no han escuchado, sino que más bien endurecieron su corazón.

En este mismo sentido es el rechazo de Jesús que vemos en el evangelio de tal manera que atribuyen el poder de Jesús a las obras del maligno. Veían las obras de Jesús, sus milagros, su vida, su palabra y no eran capaces de reconocer las obras de Dios. ‘Si yo echo los demonios con el Dedo (el poder) de Dios, es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros’, les dice Jesús.

La palabra de Dios que vamos escuchando cada día es esa llamada que nos va haciendo el Señor una y otra vez. Una palabra que nos tiene que hacer mirar a nosotros mismos, mirar nuestro corazón, mirar la respuesta que le estamos dando al Señor. Muchas cosas tenemos que examinar, porque muchas veces se nos cierra el corazón, se nos endurece, o nos hacemos oídos sordos a la llamada del Señor.

Llamada del Señor que nos llega de muchas manera; nos llega en la voz de la Iglesia, en sus pastores y en la predicación que escuchamos; llamada del Señor que nos llega en este tiempo con la liturgia que nos ayuda con todas sus celebraciones a prepararnos para la pascua; llamada del Señor que nos llega también a través de muchas señales que podemos ver a nuestro alrededor en personas, en acontecimientos, en hechos quizá muchas veces sencillos pero que son una voz del Señor que quiere llegar a nuestro corazón.

También en ocasiones, como decíamos antes, hay tantas cosas que nos distraen con sus ruidos que nos impiden escuchar la voz y la llamada del Señor. O, como decía el profeta, preferimos caminar por nuestros caminos según nuestras ideas. Con sinceridad tenemos que acercarnos al Señor reconociendo nuestros caminos errados tantas veces, pero acogiéndonos una y otra vez a la misericordia del Señor.

Ojalá escuchemos la voz del Señor, no endurezcamos nuestro corazón, sino que abramos nuestra vida a la gracia.

miércoles, 30 de marzo de 2011

La ley del Señor es sabiduría que nos conduce a la vida y a la plenitud


Deut. 4, 1.5-9;

Sal. 147;

Mt. 5, 17-19

Vida, sabiduría, prudencia, presencia de Dios, plenitud son las palabras que destacaría y subrayaría en el mensaje de la Palabra proclamada hoy.

‘Escucha los mandatos y decretos que yo te enseño a cumplir, así viviréis…’ les dice el Señor por medio de Moisés a su pueblo elegido. Cumplir la voluntad del Señor es alcanzar la vida. Algunos podrían pensar que estar sometidos a leyes y mandatos no es tener vida, porque esos mandatos restringen y no podemos vivir como queremos. Pero olvidamos que los mandatos del Señor no nos restringuen ni coaccionan, sino todo lo contrario, son como el cauce por el que dejándonos conducir por ellos nos ayudan precisamente a una mayor dicha y felicidad, pero esa dicha y felicidad será para todos.

‘Guardadlos y cumplidlos, nos sigue diciendo el Deuteronomio, porque ellos son vuestra sabiduría y vuestra prudencia ante los demás pueblos que dirán: cierto que es un pueblo sabio y prudente esta gran nación…’ Sabiduría es algo más que tener conocimiento de cosas; es sabio no solo el que pueda tener muchos conocimientos, sino el que tiene el saber de la vida; el que desde la hondura de todo lo que ha vivido va encontrando un sentido hondo y profundo a las cosas. En el mandamiento del Señor tenemos nuestra sabiduría y nuestra prudencia, porque nos ayuda a comprender ese sentido de la vida y nos da esa prudencia para saber actuar en cada momento buscando siempre lo mejor.

Pero en el mandamiento del Señor se nos manifiesta algo más, la cercanía y la presencia de Dios. El Dios que nos ama y que nos cuida; el Dios que nos señala caminos que nos llevan a la dicha y a la felicidad; el Dios que se hace presente junto a su pueblo en su caminar. ‘Es un pueblo sabio y prudente esta nación, porque ¿cuál de las naciones grandes tiene unos dioses tan cercanos? ¿cuáles de todas las naciones tiene unos mandatos y decretos tan justos como toda esta ley que hoy os voy a promulgar?’

Jesús nos viene a completar este pensamiento que vamos desarrollando con el libro del Deuteronomio. Jesús viene a dar plenitud a toda esa ley del Señor. El es la plenitud y la vida. El es nuestra Sabiduría y la presencia de Dios en medio nuestro. ‘No creáis que he venido a abolir la ley o los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud’. Por eso Jesús nos lo centrará todo en el amor. Estas palabras de Jesús que hoy escuchamos forman parte del sermón de la montaña, y bien sabemos cómo Jesús al proclamarnos lo que sería como el centro de su mensaje nos habla de la sublimidad con que hemos de vivir el amor. En él encontraremos esa plenitud. Y en el cumplimiento de la ley del Señor, de lo que es su voluntad encontraremos nuestra grandeza. ‘Quien los cumpla y enseñe será grande en el Reino de los cielos’, termina diciendonos hoy Jesús.

En este camino que día a día vamos haciendo en nuestra cuaresma hoy la liturgia en la Palabra proclamada nos ofrece esta reflexión sobre cómo hemos de acoger la ley del Señor. Como hemos ido subrayando, la ley del Señor es nuestra vida y nuestra sabiduría, nuestra prudencia y nuestra plenitud. Conocer y meditar la ley del Señor nos hace sentirle más cercano a nosotros y nos impulsa a ir dando nuestra respuesta de amor.

Nos hace falta esa profundización en lo que es la voluntad del Señor. Que ha de empezar para muchos por el conocimiento de los mandamientos que tendríamos que repasar en el catecismo. La gente suele decir muchas veces ‘yo no mato ni robo, luego yo no tengo pecados’; pero tendríamos que preguntarnos ¿y cuántos son los mandamientos? Falta muchas veces en nuestros cristianos una buena formación catequética y una buena formación cristiana, para ahondar de verdad en esa sabiduría de Dios que encontramos en su palabra. Ojalá surgiera esa inquietud en nuestro corazón en esta cuaresma.

martes, 29 de marzo de 2011

Generosidad para perdonar con un corazón contrito y humilde


Dan. 3, 25.34-43;

Sal. 24;

Mt. 18, 21-35

‘Acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde… que éste sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia: porque los que en ti confían no quedan defraudados…’

Es la oración de Azarías, de Daniel, que hemos escuchado en la primera lectura. Se sienten un pueblo pecador – ‘hoy estamos humillados por tierra a causa de nuestros pecados’, dice – y abandonados y perseguidos por los hombres, ponen toda su confianza en el Señor – ‘por el honor de tu nombre no nos desampares para siempre, no rompas tu alianza, no apartes de nosotros tu mirada’ -. No tienen ni donde poder ofrecer sacrificios que sean agradables al Señor y le ofrecen lo mejor que tienen, su corazón ‘un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias’.

Nos vale esta oración para acercarnos también con humildad al Señor sintiéndonos pecadores. Nosotros además con toda la confianza en la misericordia de Dios que nos garantiza Jesús en su muerte y resurrección. La ofrenda que tenemos que hacer al Señor es nuestro corazón que queremos que el Señor purifique, pero en el que sentimos el dolor de nuestro pecado.

Un corazón contrito y humilde que nos hará tener nuevas actitudes, nuevos sentimientos hacia los demás. Quien se siente amado y perdonado por el Señor no puede menos que amar de la misma manera y tener esa actitud del perdón para con los que nos hayan podido ofender. Quien ha experimentado en sí lo que es la misericordia del Señor de la misma manera ha de actuar con misericordia con los demás. De lo contrario sería raquítica esa experiecia. Recordemos que cuando rezamos el padrenuestro le pedimos al Señor que ‘perdone nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los demás’.

Una invocación y petición del padrenuestro que quizá muchas veces decimos demasiado deprisa; y digo demasiado deprisa porque quizá no pensamos bien lo que decimos. Le pedimos perdón al Señor, pero, ¿de la misma manera y con la misma generosidad del Señor para con nosotros somos capaces nosotros de perdonar a los demás? Reconozcamos que es algo que nos cuesta. Ahí está herida difícil de curar.

Es lo que se nos plantea en el evangelio. Es la pregunta de Pedro pero puede ser también nuestra pregunta que aunque seamos buenos algunas veces parece que nos cansamos de ser buenos y de perdonar una y otra vez. Pero ¿es que tengo que perdonarle otra vez? ¡Ya está bien!, decimos tantas veces si no con las palabras sí con las actitudes cuestionándonos lo de perdonar una vez más.

‘Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿hasta siete veces?’ Ya conocemos la respuesta de Jesús. ‘No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete’. Y nos propone Jesús la parábola que hemos escuchado. No es necesario detenernos mucho a explicarla porque con toda claridad está expuesto el mensaje. No podemos actuar como aquel a quien su señor le había perdona diez mil talentos y luego no era capaz de perdonar a su compañero cien denarios.

Hay una diferencia muy notable entre el valor de los talentos y el de los denarios. Como grande es la diferencia que hay entre lo que es nuestra ofensa a Dios y la ofensa que podamos recibir del hermano. Y Dios siempre está dispuesto a perdonar cuando con humildad acudimos a El porque ‘el Señor es compasivo y misericordioso’. Cuántas veces le decimos como hemos repetido hoy en el salmo ‘Señor, recuerda tu misericordia’. Reconozcamos que nos falta esa misericordia, esa compasión en nosotros, en nuestras comunidades cristianas, en nuestra iglesia.

Pero nosotros seguimos con nuestros resentimientos hacia los demás, tan sensibles a lo que nos puedan hacer o decir los otros, teniendo en cuenta la más mínima palabra o gesto que puedan tener con nosotros y que siempre malinterpretamos, y nos hacemos rencorosos no olvidando nunca y no siendo capaces de perdonar con generosidad.

Cuánto tenemos que aprender del Señor. Qué corazón contrito y humillado hemos de saber poner delante del Señor; y un corazon contrito es un corazón que copiando el amor de Dios es capaz de llenarse de amor para saber ser humildes con Dios y con los demás. Que sea sacrificio agradable en la presencia del Señor ese corazón que somos capaces de llenar de generosidad, de amor y de capacidad de perdón.

lunes, 28 de marzo de 2011

Caminos de humildad y sencillez que nos llevarán siempre a Dios


2Rey. 5, 1-15;

Sal. 41;

Lc. 4, 24-30

No siempre entendemos que el actuar de Dios no tiene que ser necesariamente como nosotros lo queremos o lo imaginamos. Es la obra de Dios que nos supera porque ¿qué o quienes somos nosotros ante el misterio infinito de Dios? Además el amor de Dios nos desborda porque nuestro amor siempre es muy limitado, y realmente lo que tendríamos que hacer nosotros es que nuestro amor se parezca al de Dios.

Desconcierta Jesús a las gentes de Nazaret porque allí no hace milagros como a ellos les gustaría porque además en el fondo lo que quieren es llenos de orgullo poder decir que quien hace todas esas cosas maravillosas es de allí, es uno de ellos. Muchas veces por otra parte veremos a los fariseos y a las gentes simplemente pidiendo cosas maravillosas y extraordinarias y la manera de actuar de Jesús es otra. Si hace milagros lo hace movido por el amor y ya vemos cómo muchas veces incluso les dice a aquellos a los que ha beneficiado con sus milagros o sus curaciones que no digan nada a nadie.

Por eso ahora se sienten desconcertados cuando les recuerda la curación de la lepra de Naamán, que era un sirio, un pagano, mientras en Israel habían muchos leprosos en tiempos de Eliseo; o muchas viudas había en Israel y sin embargo Elías a quien atiende y beneficia es a una viuda de Sarepta de Sidón, que era fenicia. Está señalando por otra parte que la salvación que Jesús viene a ofrecer que va más allá de esos milagros que realiza, no es solo para el pueblo de Israel sino para todos los pueblos y naciones y para todas las gentes.

La primera lectura precisamente nos ha ofrecido la curación de Naamán de su lepra por el profeta Eliseo. Otro caso en el que se esperaban gestos extraordinarios y maravillosos, que le hacen dudar y protestar al leproso Naamán; como era jefe de los ejercitos del rey de Siria se creía quizá con el derecho de que Eliseo se presentara ante él para realizar esos gestos milagrosos que le curasen de la lepra.

Las cosas de Dios ni las podemos exigir desde lo que llamemos nuestros derechos humanos, ni tenemos que buscarlas siempre en esas cosas extraordinarias. Dios llega a nosotros muchas veces de forma muy callada allá en el silencio de nuestro corazón, o nos hablará a través de pequeños gestos o signos donde tenemos que con fe saber descubrir ese actuar de Dios.

Serán los siervos de Naamán quienes le convenzan de que si hubiera aceptado hacer cosas extraordinarias que le hubiera pedido el profeta, por qué no hacer esos pequeños y humildes gestos de bañarse como le pedía el profeta en el no tan aparatoso rio Jordán.

Cuando este hombre entra por el camino de la humildad y sencillez es que va a sentir ese actuar de Dios en su vida. Luego lo reconocerá y querrá dar gracias ofreciendo regalos a Eliseo que éste no acepta. Es el camino que nosotros hemos de aprender a recorrer para ir hasta Dios.

Caminos de humildad donde nos abajemos de nuestras cabalgaduras de soberbias y vanidades. Caminos de humildad y de sencillez que tienen que estar muy llenos de amor. Caminos de humildad donde abramos nuestro corazón a Dios en total disponibilidad para saber descubrir su presencia allí en lo que El quiera manifestársenos y saber escucharle y verle en esos signos y huellas que nos va dejando de su presencia. Esos serán los caminos que nos lleven a Dios.

En el salmo decíamos ‘mi alma tiene sed del Dios vivo, ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?’ Por esos caminos del amor, de la humildad, de la sencillez y de la pobreza podremos acercarnos a Dios y podremos conocer a Dios. Purifiquemos nuestro corazón de todo orgullo y soberbia para poder conocer a Dios, para poder saciarnos de Dios.

domingo, 27 de marzo de 2011

Sedientos del agua viva que Jesús nos ofrece


Ex. 17, 3-7;

Sal. 94;

Rm. 5, 1-2. 5-8;

Jn. 4, 5-42

‘Un vaso de agua, por favor’. Algo así fue lo que le pidió Jesús a aquella mujer samaritana junto al pozo de Jacob. ‘Llegó Jesús a un pueblo de Samaría llamado Sicar… cansado del camino estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía.’ Son muchos los detalles que nos sugieren muchas cosas.

Jesús, cansado del camino y sediento, pide de beber, como aquel pueblo que agotado y sediento en su caminar por el desierto también le pide agua a Moisés, como hemos escuchado en la primera lectura. Jesús, desangrado y colgado de la cruz, atormentado también por la sed, pedirá igualmente de beber – ‘tengo sed’, gritará entonces -. Pero en otro momento nos dirá que estuvo pidiendo agua, sediento en todos los sedientos que piden agua, esperando que nosotros le diéramos de beber.

Es bien significativo todo esto que nos recuerda y sugiere el evangelio de la samaritana del pozo de Jacob que hoy se nos ha proclamado. ¿De qué y de quienes está sediento Jesús? ¿Qué nos querrá decir?

Jesús nos está hablando de tantos sedientos, nosotros quizá también, que recorren los caminos del mundo esperando calmar su sed, sin saber encontrar esa agua viva que tanto necesitan. En Jesús sediento junto al pozo de Jacob y pidiendo de beber podremos contemplar la pobreza de tantos que necesitan agua que calme su sed física, pero que calme más bien otra sed más profunda que pueda haber en el corazón del hombre.

El diálogo que se establece entre Jesús y aquella mujer samaritana manifiesta esa sed profunda del hombre; no es sólo el hecho de que Jesús pida agua a aquella mujer con todas aquellas connotaciones de si El es judío y ella samaritana, que si tiene o no tiene con que sacar agua de aquel pozo hondo, sino que en la sed de aquella mujer está esa sed profunda que muchas veces llevamos dentros en tantos interrogantes que nos surgen en nuestro corazón, en esas ansias que podemos tener de felicidad y de cosas buenas y que no sabemos donde encontrar, o en esa trascendencia que se puede despertar dentro de nosotros que sólo en la plenitud de Dios podemos de verdad saciar.

Pronto aquella mujer será la que comience a pedirle a Jesús que le dé de esa agua que sacie su sed para no tener que venir a esos pozos materiales en busca de aguas que no dan respuestas profundas a la vida. ‘Si conocieras el don de Dios, comienza a decirle Jesús, y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú y El te daría agua viva’.

Jesús es el que viene a saciar esa sed que llevamos dentro. Jesús es el que nos va a dar respuestas a todos esos interrogantes. Jesús es el que nos dará esa agua que nos purifica, pero que también nos llena de vida. Jesús es el que ‘hará surgir dentro de él un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna’.

Allí está aquella mujer delante de Jesús que primero sólo buscaba esa agua material y física que podía sacar de aquel pozo de Jacob – ‘Señor, dame de esa agua; así no tendré más sed ni tendré que venir aquí a sacarla’ -, pero que ahora ante Jesús irá descubriendo que hay otras muchas cosas en su vida que necesitan del agua viva que Jesús ofrece. Será su vida irregular, serán sus problemas religiosos y de fe, será toda la inquietud vital que hay en su corazón.

Jesús con su palabra irá ayudándole a hacer un recorrido por su vida para irle dando respuesta a todas las cuestiones que le plantea para que al final aquella mujer sienta a Dios en lo hondo de corazón, porque ‘a Dios hay que adorarle en espíritu y verdad’, para sentirse transformada por la presencia de Jesús. Irá pronto a anunciarle a sus vecinos que se ha encontrado con quien le ha dicho todo lo que ha hecho y se pregunta si no será el Mesias esperado. Comienza a compartir el agua que ha encontrado.

Nosotros también acudimos a Jesús con nuestra sed, con nuestra vida no siempre muy ordenada, con nuestros interrogantes o nuestras dudas. Como aquella mujer también queremos pedirle ‘Señor, dame de esa agua: así no tendré más sed…’ ni tendré que estarla buscando por esas otras fuentes engañosas de las que tantas veces queremos ir bebiendo por la vida.

Pero tenemos que hacerlo con sinceridad. No hemos de tener miedo de dejarnos interpelar por Jesús que nos irá haciendo ver todo eso que es nuestra vida. En este camino cuaresmal hacia la Pascua tenemos que aprender que sólo Jesús es el que sacia la fe más profunda que hay dentro de nosotros. Una sed que muchas veces puede atormentarnos bajo el sol de la vida con tantos problemas o inquietudes, porque además llevamos sobre nosotros el peso de nuestros pecados. Jesús calma esa sed porque nos da su agua viva que nos purifica y nos llena de vida. Cuando lleguemos a la resurrección del Señor en la noche de Pascua vamos a renovar nuestro bautismo y dejar que el agua caiga de nuevo sobre nosotros como un signo de esa vida nueva que resplandece en nosotros.

Hemos de tener confianza de que en Jesús vamos a encontrar esa agua viva y la vamos a buscar con empeño y sin dudas. Como escuchamos en la lectura del Exodo el pueblo se rebeló contra Moisés y contra Dios porque pensaban que iban a morir de sed en el desierto, y Moisés dudó en cierto modo de que Dios les hiciera saltar agua de la roca para calmar la sed de aquel pueblo rebelde. ‘Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis el corazón como en el desierto, cuando vuestros padres me tentaron y me pusieron a prueba’, hemos rezado en el salmo. Por eso queremos escuchar a Jesús, escuchar su Palabra, beber de la fuente de agua viva que El nos ofrece.

Como nos dice el Papa en su mensaje de Cuaresma ‘La petición de Jesús a la samaritana: «Dame de beber» (Jn 4, 7), que se lee en la liturgia del tercer domingo, expresa la pasión de Dios por todo hombre y quiere suscitar en nuestro corazón el deseo del don del «agua que brota para vida eterna» (v. 14): es el don del Espíritu Santo, que hace de los cristianos «adoradores verdaderos» capaces de orar al Padre «en espíritu y en verdad» (v. 23). ¡Sólo esta agua puede apagar nuestra sed de bien, de verdad y de belleza! Sólo esta agua, que nos da el Hijo, irriga los desiertos del alma inquieta e insatisfecha, «hasta que descanse en Dios», según las célebres palabras de san Agustín’.

Pero creo que nos pide algo más este encuentro con Jesús hoy. Quienes hemos encontrado esa agua viva no nos la podemos quedar sólo para nosotros. A nuestro lado hay un mundo sediento. Sediendo de muchas cosas y que busca su satisfacción en fuentes que no son de agua viva porque quizá no la hayan encontrado aún. Piden agua, buscan respuestas, tienen quizá ansias de algo en su corazón y no saben bien lo que es.

Al principio recordábamos aquel otro lugar del evangelio donde Jesús nos dice que estaba sediento y le dimos – o no le dimos – de beber. Pues Jesús está sediento en todos esos hombres y mujeres que quizá andan desorientados por los caminos de la vida y que nos están pidiendo de beber aunque quizá no sepan bien lo que podemos ofrecerles o algunas veces hasta nos rechacen.

Tenemos que ir a calmarles esa sed. Tenemos que llevarles esa agua viva que Jesús nos ofrece, y nos ofrece para todos, y que ha puesto en nuestras manos para que también la llevemos a los demás. No nos podemos quedar para nosotros esa agua de la fe, de la gracia, de la vida eterna, sino que tenemos que anunciarla compartirla con los demás. Ponernos sentados junto a esos pozos de la vida a donde van a buscar agua, para pedir agua, pero para ofrecer nuestra agua, mejor, el agua viva de Jesús. Ayudar a despertar la fe en tantos a nuestro lado.

Es la inquietud que siempre hemos de tener por llevar a Jesús a los demás, anunciar su evangelio, hacer que todos los hombres puedan beber de esa agua viva de la gracia que nos ofrece Jesús. Es un compromiso también de nuestro camino cuaresmal.