domingo, 9 de octubre de 2011

Está preparado el banquete, vistamos el traje de fiesta del Reino de los cielos


Is. 25, 6-10;

Sal. 22;

Filp. 4, 12-14.19-20;

Mt. 22, 1-14

‘Tengo preparado el banquete… todo está a punto… venid a la boda… pero los convidados no hicieron caso…’ Y nosotros nos preguntamos ¿cómo es que habiendo sido invitados no quisieron ir al banquete de bodas? Cada uno se fue a sus cosas, a sus negocios, a sus ocupaciones, o al menos buscaron una disculpa para no asistir. Podría extrañarnos esa actitud pero también creo que tendría que hacernos pensar, porque quizá también nosotros podamos estar resistiéndonos a participar en ese banquete de bodas por alguna actitud negativa y de muerte que tengamos dentro de nosotros.

Tenemos que ir más allá de la materialidad de asistir o no asistir a un banquete cualquiera o una comida a la que nos hayan invitado para captar todo el sentido que tiene la parábola; una parábola que nos está señalando la invitación que nosotros recibimos también a participar en el reino de los cielos. Así comienza Jesús diciendo: ‘El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados a la boda, pero no quisieron ir…’

La boda, el banquete de bodas es la imagen que nos está hablando del reino de los cielos, del reino de Dios. Es la misma imagen que empleaba el profeta Isaías para hablarnos del sentido de los tiempos mesiánicos. ‘Aquel día el Señor de los ejércitos preparará para todos los pueblos en este monte un festín de manjaeres suculentos, en festín de vinos de solera, manjares enjundiosos, vinos generosos…’

Hermosa la mesa a la que somos invitados a sentarnos. Hermosa descripción que nos hace el profeta: una invitación a la vida, a la alegría, al gozo profundo en el alma, porque todo lo que sea muerte y tristeza ha sido eliminado; una invitación a salir de la esclavitud igual que un día quisiera sacar a su pueblo de la esclavitud de Egipto para llevarnos a la vida expresada en la tierra prometida; una invitación a arrancarnos de todo lo que sea egoismo y muerte porque todo ha de ser comunión y compartir generoso, como hacen los que se sientan a una misma mesa. Son las señales del Reino de Dios que hemos de manifestar en nuestra vida. ¿Respondemos o no a esa invitación?

Una vez más vemos cómo es el corazón bondadoso y misericordioso de Dios. Aunque aquellos invitados rechazan el participar en aquel banquete a pesar de las repetidas insistencias de aquel rey, sin embargo el banquete sigue en pie y se les va a ofrecer la oportunidad a otros que puedan sentarse en esa mesa del Reino de Dios.

La parábola dirigida directamente a los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo les está diciendo que si ellos no quieren aceptar el Reino de Dios que Jesús está instituyendo, otros serán los que se sienten a la mesa. ‘Vendrán de oriente y de occidente, del norte y del sur’, como ya hemos escuchado decir a Jesús en otros momentos. Por eso el rey manda a sus criados que salgan ‘a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis invitadlos a la boda… y la sala se llenó de comensales…’

Dios que nos llama y nos busca a todos, porque la pertenencia y vivencia del Reino de Dios no es exclusividad de un pueblo o de una raza. La mesa de la salvación es para todos porque ‘Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad’. Pero, aunque todos son llamados e invitados, el participar en ese banquete del reino tiene sus exigencias. Quienes se van a sentar en la mesa del Reino lo harán porque también se van a despojar de vestiduras de muerte, han de vestirse con las vestiduras de fiesta, las vestiduras del amor y de la alegría de la gracia. Son las actitudes nuevas que hemos de tener en la vida. Son los valores y virtudes en los que tiene que resplandecer siempre el cristiano.

De la misma manera que sentarse alrededor de una mesa para comer juntos presupone amistad y comunión entre quienes están allí reunidos, porque quienes están enfrentados entre sí, quienes no se aman o quienes se hacen daño mutuamente difícil es que se sienten juntos, así entre quienes creemos en Jesús, entre los que nos decimos cristianos es necesario también esa unión, esa comunión, ese amor. Lo contrario sería un contrasentido, no estar vestido interiormente con la vestidura de esas necesarias actitudes y gestos de amor. Es lo que siempre y en todo momento hemos de procurar y en lo que hemos de distinguirnos cualquiera que sea la situación de nuestra vida.

Sentarnos a participar de la mesa de la Eucaristía tiene que ser la más honda expresión de esa vivencia del Reino de Dios. La Eucaristía es el culmen y el centro de toda la vida cristiana, de toda la vida de la Iglesia. Venir a la Eucaristia es venir a celebrar ese banquete del Reino de Dios en que Cristo mismo se nos da en comida. El manjar más suculento y el vino más generoso, empleando la expresión del profeta, es que podamos comer el Cuerpo de Cristo y beber su Sangre.

¡Qué cosa más hermosa que podamos comulgar! ¡Qué alegría más grande hemos de sentir en nuestro corazón! ¡Qué unión más íntima y profunda tenemos con el Señor cuando le comemos en la Eucaristía! Pero no olvidemos que para que sea auténtica esa unión con Cristo es porque también vivamos nuestra unión con los hermanos.

Pero ya sabemos para poder comer de la mesa de la Eucaristía, comulgar a Cristo, es necesario, hemos de estar vestidos con el traje de la gracia, vivir en la gracia y santidad de Dios. Indignamente no podemos acercarnos a la mesa de la Eucaristía. No somos dignos, es cierto, porque somos pecadores. Así lo reconocemos humildemente en distintos momentos de la celebración, ya sea en el acto penitencial del inicio de la Eucaristía donde invocamos la piedad y la misericordia del Señor, o ya sea en momentos anteriores a comulgar en que una vez más nos manifestamos que no somos dignos, pero que confiados en la misericordia del Señor tenemos la confianza y la certeza de que su palabra nos sana y nos salva haciéndonos dignos de poder comer a Cristo mismo que se nos da.

Ya sabemos, por otra parte, que cuando hay ruptura grave con el Señor porque hay pecado mortal en nuestra vida necesitamos previamente recibir la gracia de Dios, la gracia del perdón en el Sacramento de la Penitencia. Es en el Sacramento de la Penitencia donde restauramos la gracia perdida por el pecado mortal. Y humildemente hemos de acudir al Sacramento de la Penitencia para recuperar la gracia de Dios, para poder estar en gracia de Dios, para poder tener ese vestido de fiesta que nos permite participar en el banquete del Reino. Es algo que hemos de tener muy en cuenta y no podemos olvidar, porque algunos cristianos andan con mucha ligereza en este sentido. Creo que las imagénes que nos ofrece la parábola hoy nos ayudan a pensar mucho sobre todo esto.

Concluyamos nuestra reflexión con las palabras alentadoras del profeta que nos invitan a la alegría, a la fiesta, a la celebración; que nos invitan hacer una hermosa profesión de fe en la presencia salvadora del Señor y en consecuencia nos invitan a gozarnos hondamente en nuestra celebración. ‘Aquel día se dirá: Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su salvación…’

Aquí hemos venido a celebrar y a gozarnos con la salvación de Dios. Aquí estamos queriendo responder a esa invitación del Señor que nos llama a participar en el banquete de su Reino. Aquí estamos en lo que es el centro de nuestra vida y de nuestra fe, celebrando el banquete de la Eucaristía. Lo hacemos con alegria, con gozo hondo, con esperanza cierta, con un compromiso grande.

Que recojamos en verdad todo lo que es nuestra vida, nuestra fe y nuestro amor, nuestras luchas y esfuerzos por mantenernos en todo momento en esa fidelidad de la fe y del amor, ese camino que cada día queremos hacer amándonos más, comprendiéndonos y ayudándonos, aceptándonos mutuamente y perdonándonos porque queremos vivir esa comunión de amor, también con nuestras debilidades y nuestros tropiezos.

Ante el Señor lo ponemos, al Señor le pedimos que nos bendiga con la fuerza de su Espíritu, al Señor imploramos misericordia y perdón para nuestras flaquezas y debilidades. Es el traje de fiesta que queremos vestir para participar dignamente y con toda intensidad en esta Eucaristía. Que celebremos y nos gocemos en verdad con su salvación y con su amor.

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