viernes, 26 de agosto de 2011

Que no se nos apaguen las lámparas con que hemos de salir a recibir al Señor


1Tes. 4, 1-8;

Sal. 96;

Mt. 25, 1-13

El Reino de Dios es esperanza y es luz. Cuánta esperanza suscitó la llegada del Reino; cuánta esperanza suscitaba Jesús en medio de las gentes con su predicación, con sus milagros, con su presencia, con su amor. Por algo el principio del evangelio de san Juan nos habla tanto de luz, la luz que viene a iluminar a todo hombre, la luz que disipa tinieblas, la luz que nos llena de esperanza de vida nueva, de luz nueva.

Hoy hemos escuchado a Jesús decirnos eso en la parábola al mismo tiempo que enseñarnos cómo hemos de vivir esa esperanza, que nunca será una esperanza pasiva. ‘El Reino de los cielos se parecerá a Dios doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo’. Bella y rica la parábola. ‘¡Que llega el Esposo, salir a recibirlo!’ es el grito que se va a escuchar. Y allí tenía que estar la luz que lo iluminara todo.

Es la esperanza del Señor que llega y lo ha de envolver todo con su luz. ‘¡Que llega el esposo…!’ Viene el Señor y nosotros aquí estamos en laboriosa espera. Fue la esperanza del pueblo de Israel en la venida del Mesías prometido. Cómo preparaban al pueblo y alentaban su esperanza los profetas invitándoles a cambiar el corazón de piedra por un corazón de carne. Cómo alentaba al pueblo y lo preparaba Juan Bautista invitándoles a la conversión y a las obras buenas porque la llegada del Señor era inminente.

‘Ven, Señor Jesús’, gritamos también nosotros una y otra vez, porque queremos sentir se presencia, su gracia, su amor. Y cuando somos conscientes de esa presencia del Señor que viene a nuestra vida, nuestro corazón se enardece y buscamos la manera de tenerlo ardiente de amor porque sabemos que en el amor y amor es la mejor manera de encontrarnos con El.

‘¡Ven, Señor Jesús!’, sigue gritando la Iglesia con el grito del Apocalipsis mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo y queremos vernos libres de toda perturbación, purificados de todo pecado, inundados de amor para realizar también las obras del amor. En ese encuentro definitivo y final que nos conducirá a la plenitud de Dios con esas lámparas encendidas en nuestras manos queremos estar. Se nos dio como signo en nuestro bautismo para que con ellas en nuestras manos y con nuestras vestiduras blancas de la gracia saliéramos al encuentro del Señor.

Son las lámparas que hemos de tener encendidas. Es la señal de nuestra esperanza y nuestra preparación,. Es signo de que no nos dormimos sino que siempre estamos buscando el aceite de la gracia que nos fortalece, que nos previene de los peligros, que nos mueve a las cosas buenas que serán siempre expresión de que estamos esperando y nuestra esperanza es viva y por eso no queremos dejar que se nos apaguen nuestras lámparas. Nuestra esperanza nunca será una esperanza pasiva, porque esperamos pero procuramos mantenernos despiertos, atentos, vigilantes, procurando que la lámpara esté encendida y no le falte el aceite, preparando nuestro corazón y nuestra vida a esa llegada del Señor.

Que no se nos apaguen nunca esas lámparas. Que no se nos apague el amor. Que tengamos siempre muy abiertos los ojos de la fe. Que mantengamos siempre la esperanza. Que busquemos tener siempre con nosotros el aceite de la gracia. Que no se nos ahogue nuestro espíritu de oración. Que no abandonemos la práctica de los sacramentos. Que anhelemos siempre vivir en la gracia y la amistad del Señor. Que sepamos ponernos muchas veces de rodillas ante el Sagrario. Que abramos nuestro corazón a la Palabra del Señor. Que estemos atentos en todo momento a la llegada del Señor a nuestra vida. Que sepamos reconocerle también en el hermano que está a nuestro lado. Que no nos falte el amor en nuestro corazón.

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