lunes, 15 de agosto de 2011

Miramos al cielo en la Asunción de María, como primicia de nuestra glorificación


Apoc. 11, 19; 12, 1.3-6.10;

Sal. 44;

1Cor. 15, 20-27;

Lc. 1, 39-56

‘¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?’ les recriminaron los ángeles a los apóstoles el día de la Ascensión cuando extasiados vieron a Jesús subir al cielo. Era una forma de ponerlos en camino porque eran ellos ahora los enviados una vez que recibieran la fuerza del Espíritu Santo prometido.

Sin embargo hoy sí quiero yo quedarme en cierto modo plantado mirando al cielo, cuando estamos celebrando la glorificación de María en su Asunción en cuerpo y alma al cielo. Que me permitan los ángeles, sí, quedarme mirando a lo alto, no para desentenderme de mi misión sino porque de alguna manera me quedo como soñando en la meta a la que estamos llamados a tender, anhelando poder un día llegar a ella. Como el atleta que mira, aunque sea a lo lejos, la meta hacia la que corre en su carrera, miro al cielo sí, contemplando hoy a María, porque siento que ella es la primicia de esa glorificación que un día nosotros esperamos alcanzar. ‘Figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada’, como decimos en el prefacio.

Contemplar y celebrar, como hacemos en este día, la Asunción de la Virgen nos llena de esperanza, nos hace contemplar la meta del camino a recorrer y nos hace sentirnos seguros en ese camino que hacemos porque tenemos la certeza de aquello a lo que estamos llamados. La liturgia nos dice precisamente que ‘ella (María) es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra’.

Claro que esta esperanza, además de poner alas en los pies para recorrer solícitos este camino que ahora nos toca caminar, al mismo tiempo se convierte para nosotros en exigencia de fidelidad y de santidad. A María la contemplamos glorificada, pero ella es la virgen fiel y llena de santidad y de amor. Por caminos de fidelidad y de amor hemos nosotros de caminar a pesar de nuestras debilidades y tentaciones, en medio de las luchas y esfuerzos que cada día hemos de realizar por ir reflejando esa santidad en nuestra vida.

Cuánto tenemos que aprender de María en el día a día de nuestra vida. María, mujer creyente, siempre abierta a Dios, a su misterio y a su voluntad; María, la Madre que nos enseña a decir sí a todo lo que es la voluntad de Dios, como ella supo hacerlo; María, la virgen prudente que mantuvo siempre encendida la lámpara de su fe en su corazón lleno de esperanza; María, la madre del amor siempre dispuesta a la entrega y al servicio que la vemos correr hasta la montaña para amar y para servir. Así la contemplamos hoy en el evangelio.

Cuando queremos copiar en nosotros todas esas virtudes que vemos reflejarse con tanta claridad en María nos vemos y nos sentimos tan débiles y cómo algunas veces nuestro camino se llena de obstáculos, de dudas, de peligros de todo tipo, de tentaciones de encerrarnos en nosotros mismos para pensar sólo en nosotros y nos parece que no seremos capaces de recorrer esos caminos de santidad, de entrega y de amor.

María también se interrogaba por dentro ante todo aquello que le sucedía. Rumiaba todo lo que iba sucediendo allá en lo íntimo de su corazón. Estaba abierta a Dios pero se pone a considerar bien las palabras del ángel; decir sí a todo aquel misterio inmenso que Dios le proponía de ser la Madre del Salvador le podía hacer pensar en lo anunciado por los profetas acerca de los sufrimientos como varón de dolores del Mesías; la presencia de María al pie de la cruz en medio de tanto sufrimiento y dolor en la muerte de su Hijo era una espada grande que le atravesaba el alma, como le había anunciado el anciano Simeón. Pero María era la mujer fiel, la que estaba allí firme al pie de la cruz como madre de dolor pero como madre llena de fe que era capaz de hacer una ofrenda de amor de todo el sufrimiento de su corazón uniéndose al dolor redentor de Jesús. Es la madre que nos enseña la obediencia de la fe.

La vemos, entonces, caminar delante de nosotros enseñándonos a hacer ese camino de fidelidad, de entrega, de amor. Aunque muchas sean las dificultades, las tentaciones o los peligros que nos acechen, está a nuestro lado para fortalecernos con su presencia maternal y la gracia del Señor. Como madre siempre nos estará señalando cuales son los caminos que nos lleven hasta Jesús. Como madre nos estará enseñando a mantener también nuestras lámparas siempre encendidas, las lámparas de nuestra fe, de nuestro amor, de nuestra responsabilidad, de nuestro trabajo por todo lo bueno, señalándonos también dónde podemos encontrar ese aceite de la gracia que nos haga mantener esas lámparas encendidas.

Y como madre intercesora que tenemos ya en el cielo glorificada junto a Dios - ¿no quieren siempre la madre lo mejor para sus hijos y piden lo que sea necesario para que ellos alcancen la mayor dicha y felicidad? – nos alcanzará, entonces, toda esa gracia que necesitamos, toda esa gracia que nos fortalezca para que recorramos ese camino de santidad, toda esa gracia que nos ayude a mantener esa lámpara encendida en nuestra vida, para poder entrar en las bodas del Reino.

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