viernes, 12 de agosto de 2011

Damos gracias a Dios por nuestra historia sagrada


Josué, 24, 1-13;

Sal. 135;

Mt. 19, 3-32

Cuando era niño en la escuela o en el colegio había una hora de clase que nos gustaba a todos; era la clase de historia sagrada en la que se nos narraban las historias de los personajes de la Biblia, la historia de Israel, y tanto del Antiguo Testamento como también de los evangelios contados así en forma de historia. Era algo ameno pero que nos dejaba grandes enseñanzas porque de alguna manera se nos estaba contando la historia de nuestra fe.

Es lo que le hemos escuchado hoy a Josué. Han entrado ya en la tierra prometida y él quiere hacer que el pueblo proclame su fe en el Dios que les ha salvado y conducido hasta aquella tierra, queriendo además que sea una respuesta libre pero bien firme, como mañana escucharemos. Lo que hoy se nos ha narrado en el texto es es recuerdo de la historia del pueblo de Israel haciendo resaltar en cada momento la presencia y la intervención de Dios en su propia historia. Es un pueblo creyente que sabe leer su vida y su historia desde su fe y descubre esa presencia del Señor que nunca les ha abandonado.

Desde Abraham y todos los patriarcas, su salida de Egipto, el paso del mar Rojo y su largo camino por el desierto hasta establecerse ahora en la tierra que Dios les había prometido, el Señor ha estado siempre presente, llamando, alentando, conduciendo, enseñando, corrigiendo, castigando incluso sus infidelidades, pero perdonando siempre amándolos sobremanera porque son su pueblo y El es su Dios.

Historia sagrada la llamamos porque desde nuestro sentido creyente vemos siempre esa mano del Dios presente en medio de su pueblo. Pero todos tenemos nuestra historia sagrada. Bueno sería que cada uno la recordáramos. Es nuestra historia personal, aunque enraizada en una familia y también en la pertenencia a un pueblo determinado, o una sociedad en la que hemos hecho y hacemos nuestra vida. Y decimos también historia sagrada la nuestra porque como creyentes hemos de saber leer la historia de nuestra vida a la luz de la fe y descubrir también esa presencia de Dios con nosotros.

Sería un buen ejercicio, por llamarlo de alguna manera, que nos vendría bien hacerlo más de una vez en la vida. Entonces descubriríamos por cuántas cosas tenemos que darle gracias a Dios, porque es tanto lo que el Señor nos ha regalado. Desde nuestro nacimiento y nuestro bautismo, desde la familia en la que nacimos y fuimos educados, desde todo ese proceso de crecimiento y maduración de nuestra vida en todos sus aspectos, nuestra niñez o nuestra juventud, nuestra vida adulta y lo que ahora somos y vivimos. Sepamos descubrir la acción y la presencia de Dios ahí en nuestra vida concreta.

Aunque haya habido momentos en nuestra vida que quizá no contábamos tanto con el Señor porque nuestra fe era muy elemental o quizá se había enfriado en nuestra vida; aunque quizá hayamos vivido momentos de infidelidad y pecado, no olvidemos que todos somos pecadores; aunque haya habido momentos muy difíciles y con muchos problemas que quizá nos volvieron rebeldes o con reacciones como muy especiales. Dios ha estado siempre ahí a nuestro lado, no nos ha abandonado, sino que siempre con lazos de amor ha querido atraernos hacia El para que sintamos su amor y su protección.

Quizá podamos haber tenido momentos especiales, experiencias especiales en que Dios nos habló a nuestro corazón. El nos habla por muchos caminos, en una celebración religiosa, en una lectura especial que hayamos hecho, en un consejo que alguien nos dio, en un momento de reflexión… de muchas formas, pero quizá podemos recordar esa luz especial que iluminó nuestra conciencia, nuestro corazón y nos hizo sentir ese calor del amor de Dios en nosotros.

Cada uno tenemos nuestra especial historia sagrada por la que tenemos que dar gracias a Dios. En el salmo, como respuesta a la Palabra que se nos iba proclamando, y haciendo precisamente un recuerdo de esa historia sagrada, fuimos dando gracias a Dios ‘porque es eterna su misericordia’. Hágamoslo muchas veces allá desde lo hondo del corazón. Que crezca nuestra fe. Que crezca el amor con que respondemos a Dios.

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