sábado, 23 de octubre de 2010

Todos construimos el Cuerpo de Cristo, la Iglesia

Ef. 4, 7-16;
Sal. 121;
Lc. 13, 1-9

‘A cada uno de nosotros se ha dado la gracia según la medida del don de Cristo’. Comenzaba así hoy Pablo en el texto proclamado de la carta a los Efesios. No nos falta nunca la gracia de Dios. Esa gracia que nos hace crecer a la medida de Cristo, nos hace crecer en santidad a cada uno, pero que no es sólo para nosotros, cada uno por nuestro lado que podríamos decir, sino que es gracia que contribuye al crecimiento del cuerpo de Cristo.
‘El ha constituido a unos apóstoles, a otros, profetas, a otros, evangelistas, a otros pastores y doctores, para el perfeccionamiento de los fieles, en función de su ministerio, y para la edificación del Cuerpo de Cristo’. Nos está hablando, como todos comprendemos, de la Iglesia y los diferentes carismas y ministerios que el Espíritu hace surgir ‘para la edificación del Cuerpo de Cristo’. Es cierto que no todos tenemos la misma función, pero sí a cada uno el Señor nos ha dado un don. Podemos recordar por otra parte lo que hemos escuchado más de una vez de la parábola de los talentos.
Más adelante nos hablará de esa unidad de todo el cuerpo en la que cada miembro, cada juntura que lo nutre nos dice, realiza su función. ‘Todo el cuerpo bien ajustado y unido a través de todo el complejo de junturas que lo nutren, actuando a la medida de cada parte se procura el crecimiento del cuerpo…’ Si todos formamos ese cuerpo de Cristo, todos tenemos nuestra función en él. Ninguno puede considerarse ni menor ni inútil porque cada uno tiene su función. Algunas veces, decimos, no valemos, qué puedo hacer yo, soy el último y el más inútil. Cada piedra, cada grano de arena contribuye en la construcción del edificio.
Hay un proverbio chino que dice: ‘un capazo de tierra cada jornada y verás crecer allí una montaña’. Vemos un hermoso edificio de muchas plantas, y mientras se va construyendo contemplamos el trabajo de cada uno de los obreros, se va colocando ladrillo a ladrillo, planta a planta hasta que vemos crecer el edificio. Cuántos ladrillos colocados y cuántas horas de trabajo realizadas. Cada ladrillo ocupa su lugar, tiene su función y en unión con los demás hará que se pueda levantar ese hermoso edificio.
Así edificamos la Iglesia, así construimos el pueblo de Dios. Cada uno de nosotros tiene su importancia. Cada uno aportamos lo que somos. Y ponemos nuestra palabra, y ponemos aquel buen gesto para con los demás, y ponemos nuestra sonrisa o nuestra alegría, ponemos nuestro amor, ponemos lo que sabemos o podemos hacer y con la gracia de Dios vamos haciendo que nuestro mundo sea mejor, que la fe crezca, que se contagie el amor.
Si tú no pones eso que eres o que es tu capacidad faltará esa piedra en la construcción. Y todos somos valiosos. Valioso es también nuestra sufrimiento, nuestra oración callada, el ofrecimiento que hacemos de nuestras cosas. Todo eso es una gracia que Dios ha puesto en ti, para que crezcas tú pero para hacer crecer a la Iglesia, para hacer crecer el Reino de Dios.
Recogiendo también lo que nos dice hoy el Evangelio que el Señor no nos encuentre como higuera inútil o infructuosa. Demos esos pequeños frutos que el Señor espera de nosotros. Que convirtamos también nuestro corazón al Señor viendo las llamadas que nos va haciendo cada día. Y aprovechemos la gracia del Señor.

viernes, 22 de octubre de 2010

Unos peldaños que nos conducen a la paz y la dicha

Ef. 4, 1-6;
Sal. 23;
Lc. 12, 54-59

Como los peldaños de una escalera que nos eleva para llevarnos hasta Dios o que nos hace bajar al mismo tiempo hasta la verdad más honda de nosotros mismos, san Pablo nos señala una hermosa serie de actitudes que hemos de saber poner en nuestra vida: humildad, bondad, comprensión, mutua y gozosa aceptación en el amor, unidad en el Espíritu y paz.
Es la senda que nos conduce a la paz verdadera. Es la consecuencia de la fe que vivimos; son los compromisos con los que hemos de responder a la llamada de amor que nos hace Dios. Por dos veces en este corto texto de apenas seis versículos, se nos habla de vocación, de llamada, de convocación. Desde esa vocación hemos de tener un estilo de vivir que es lo que ahora se nos señala; y esa vocación nos llena de esperanza en alcanzar lo que es la meta de nuestra vida.
Primero nos dice ‘os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados’. Luego nos dirá ‘un solo cuerpo y un solo Espíritu como una sola es la meta de la esperanza en la vocación a la que habéis sido convocados’. Por eso nos dice: ‘sed siempre humildes y amables, sed comprensivos; sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad del Espíritu, con el vínculo de la paz’.
Todo ha de ser unidad porque uno solo es el Señor y una es la fe, y uno solo es el Bautismo en el que hemos sido bautizados. ‘Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios Padre de todo…’ ¿Cómo lograr esa unidad? Son los peldaños que decíamos al principio.
Sólo desde la humildad y el amor lo lograremos. Humildad y amor que se han de manifestar en gestos sencillos y amables que tengamos unos con otros. Sólo así podremos lograr una convivencia en paz. Sólo desde esa humildad sabremos ser comprensivos con los demás porque primero nos hemos mirado a nosotros mismos. Si vemos en nosotros debilidades - ¿quién no las tiene? – y fallos cómo no ser comprensivos con las flaquezas que pueda tener el hermano.
Nos comprenderemos, nos aceptaremos, sabremos caminar juntos. Es la unidad del Espíritu de la que nos habla el apóstol. No siempre es fácil pero nos esforzamos en conseguirla. Es que todo está ceñido con el cinturón del amor. Los que se aman se comprenden y se disculpan, se ayudan mutuamente a superarse y son como un aliciente y estímulo gozoso los unos para los otros. Al final todo será armonía y paz. Y esto tenemos que irlo logrando en el día a día de nuestra vida. No hace falta buscar cosas extrañas o extraordinarias. En lo sencillo y humilde que podemos hacer cada día en nuestra relación y trato con aquellos con los que convivimos, con los que estamos en las diversas circunstancias de la vida.
Qué dichosos y felices seríamos si fuéramos capaces de subir esos peldaños aunque fuera con esfuerzo. Y lo podemos ser. Y tenemos que demostrarle al mundo que por la fe que tenemos en Jesús somos las personas más felices. Es que lo que nos enseña Jesús siempre nos llevará a la dicha y a la mejor felicidad cuando nos hacemos felices los unos a los otros.

jueves, 21 de octubre de 2010

Necesitamos ser maduros y adultos en la fe

Ef. 3, 14-21;
Sal. 32;
Lc. 12, 49-53

Toda persona aspira a la madurez. No nos queremos quedar como niños siendo infantiles e inmaduros toda la vida. La vida es crecimiento que nos conduce a la madurez. Ese crecimiento interior que nos ayuda a tener convicciones profundas que nos lleven a un actuar con responsabilidad sabiendo lo que hacemos y a lo que nos comprometemos son señales de esa madurez que vamos teniendo en la vida.
Nuestro crecimiento no está sólo en lo físico o corporal como todos comprendemos. Tendemos a un crecimiento humano pero que tendría que ser total abarcando la totalidad de la vida. Eso entraña un crecimiento y una madurez espiritual y, en consecuencia, un crecimiento y una maduración también como cristianos. Aspectos estos que muchas veces se quedan relegados a un segundo plano pero que son importantes y esenciales para un creyente y para un cristiano.
Es lo que desde lo más profundo de su oración – ‘doblo mi rodillas ante el Padre’ - pide Pablo en la carta que escuchamos para los cristianos de la comunidad de Éfeso. Es hermoso. ‘Pidiéndole, dice, que os conceda por medio de su Espíritu: robusteceros en lo profundo de vuestro ser; que Cristo habite por la fe en vuestros corazones; que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento… así llegaréis a vuestra plenitud según la Plenitud total de Dios’.
Sentirnos fuertes desde lo más profundo de nuestra vida y nuestra fe. Fortaleza de la fe, fortaleza nacida de la escucha de la Palabra de Dios, fortaleza en la profundización y maduración del conocimiento de Cristo. ¿Conocemos de verdad a Cristo? ¿conocemos de verdad nuestra fe y podemos dar razones de ella? ¿conocemos con hondura, por ejemplo, la Biblia, los evangelios…? No podemos ser infantiles e inmaduros en nuestra fe; necesitamos ser adultos en la fe y para ello hemos de saber buscar cauces de formación en esa fe. Es precisamente el objetivo pastoral en el que está empeñada nuestra iglesia diocesano en estos momentos.
Que Cristo habite en lo más hondo de nosotros. No sólo un conocimiento sino una vida. Conocer es vivir, se suele decir. Conocer, sí, para hacerlo vida en nosotros. Dejar que Cristo se meta en lo más hondo de nuestra vida, para dejarme conducir y guiar por su Espíritu. Ya no es mi vida, sino la vida de Cristo; ya no van a ser mis sentimientos, sino los sentimientos de Cristo; ya no será mi amor, sino el amor de Cristo.
Entonces, como nos dice el apóstol, el amor será nuestra raíz y nuestro cimiento, la fundamentación de mi vida. Un amor hondo, un amor puro, un amor entregado, un amor generoso, un amor comprometido, un amor en el sentido de Cristo, un amor que refleja lo que es el amor de Dios.
Entonces nos sentiremos fuertes ante las dificultades; fuertes para el testimonio; fuertes para el anuncio valiente del mensaje del evangelio; fuertes para sentirnos siempre misioneros de nuestra fe.
Sentiremos el ardor del Espíritu de Jesús en nuestro corazón. Como nos dice hoy en el evangelio ‘he venido a prender fuego en el mundo, y ¡ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, y ¡qué angustia hasta que se cumpla!’ Si nos llenamos de Cristo, de su amor, de la fuerza de su Espíritu en verdad que encenderemos esa hoguera de la fe y del amor en nuestro mundo. Tiene que ser nuestro maduro compromiso.

miércoles, 20 de octubre de 2010

A la hora que menos penséis viene el Hijo del Hombre

Ef. 3, 2-12;
Sal.: Is. 12, 2-6;
Lc. 12, 39-48

‘Estad preparados porque a la hora que menos penséis, viene el Hijo del Hombre’. Una invitación que nos hace Jesús para que no andemos en la vida distraídos olvidando la meta final y definitiva de la vida.
Lo expresamos de muchas maneras en la liturgia, lo confesamos en nuestra fe, pero pareciera que este artículo de nuestra fe y nuestra esperanza lo olvidáramos fácilmente o no lo tuviéramos en cuenta. ¿Será acaso por una falta de trascendencia en nuestra vida? ¿será porque sólo pensamos en la vida presente y nos falta la esperanza de la vida eterna?
Ayer ya nos decía Jesús en el texto del evangelio entonces proclamado: ‘tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas’. A la manera del criado que tiene que estar vigilante a la espera de la llegada de su señor; o a la manera del administrador que tiene que estar atento a sus obligaciones y responsabilidades ejerciendo además su función con lealtad y justicia; o a la manera del dueño de casa que tiene que estar vigilante para que no llegue el ladrón y le robe todo lo que tiene.
‘Pedro le preguntó: Señor, ¿has dicho esa parábola por nosotros o por todos?’ Por la respuesta de Jesús pareciera que en principio está haciendo un llamamiento a aquellos que van a tener una función en su iglesia. Los pastores en estas palabras hemos de sentir la advertencia y la invitación de Jesús para que ejerzamos nuestro servicio y ministerio atendiendo bien a ese pueblo de Dios que el Señor nos ha encomendado y que no podemos hacer dejación de esa atención que hemos de tener y de ese alimento que en la Palabra de Dios hemos de dar al pueblo de Dios que se nos ha encomendado. Rogad al Señor para que seamos fieles cumplidores del mandato y de la encomienda del Señor. Nos confiamos también a vuestra oración.
Pero también estas parábolas, como dice Pedro, estas advertencias y esa invitación a la vigilancia y a la esperanza es para todos. Podemos pensar en ese encuentro final y definitivo con el Señor, que no sabemos cuando el Señor nos va a llamar y hemos de estar siempre preparados. Preparados con esperanza y con confianza, nunca con temor.
Algunos cristianos cuando oyen hablar de la muerte se llenan de temores y angustias. ¿Por qué temer si vamos a encontrarnos con el Padre misericordioso siempre dispuesto a perdonarnos? Claro que hemos de vivir nuestra vida de cada día con rectitud, con santidad, llenándola de muchas obras buenas y santas, de mucho amor. Es el tesoro que nos dice Jesús que acumulemos en el cielo. Es esa vigilancia para que la tentación y el pecado no nos venzan. Es ese deseo y compromiso de vivir siempre en al gracia y la amistad de Dios que hemos de cuidar.
Pero esa vigilancia ha de ser cosa de cada día y de cada momento porque el Señor viene a nosotros, se nos manifiesta de muchas maneras, quiere hablarnos allá en lo hondo de nuestro corazón y andamos en la vida muy distraídos y no sabemos escucharlo. El Señor va poniendo muchas señales de su presencia a lo largo del camino de nuestra vida y de muchas maneras nos va haciendo llamadas a nuestro corazón. Viene el Señor y viene con su gracia y con su amor. Estemos atentos a su presencia.
Si ahora, en el día a día de nuestra vida, somos capaces de vivir esa presencia de Dios junto a nosotros, a Cristo que camina a nuestro lado y nos llena de su gracia, no temeremos ese encuentro final porque sabemos que siempre será para dicha, para felicidad total, para estar junto a Dios para siempre. El Señor es misericordioso y compasivo.

martes, 19 de octubre de 2010

Somos miembros de la familia de Dios

Ef. 2, 12-22;
Sal. 84;
Lc. 12, 35-38

‘Ya no sois extranjeros ni forasteros, sino que sois ciudadanos del pueblo de Dios y miembros de la familia de Dios’. Confieso que cualquiera de los párrafos o renglones de este texto de la carta de los Efesios podría valernos para iniciar nuestro comentario y reflexión porque por sí mismo nos da un hermoso mensaje.
Pablo está dirigiendo su carta a la comunidad de Efeso que en gran parte provenía del mundo pagano y que han aceptado a Jesús como su salvador. Hay en la comunidad también creyentes provenientes del judaísmo, y es por lo que les dice que ya nadie se puede considera ni extranjero ni forastero. Todos son ciudadanos ya del nuevo pueblo que ha nacido desde la salvación de Jesús, todos forman parte de esa nueva familia de los hijos de Dios.
‘Ahora estáis en Cristo Jesús. Por la sangre de Cristo, estáis cerca los que antes estabais lejos… El ha hecho de los dos pueblos una sola cosa… reconcilió con Dios a los pueblos reuniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz…’
Es hermoso. La Sangre de Cristo nos une, la sangre de Cristo nos reconcilia con Dios, la sangre de Cristo nos hace sentirnos un solo cuerpo. Cristo ha venido a traernos la paz. La paz que es el perdón y la gracia que nos concede. La paz que es nuestra unión con Dios. La paz que nos reconcilia entre nosotros, hace que nos reencontremos de verdad. Cristo ha derribado el muro que nos separaba y dividía, el pecado que nos rompía por dentro, nos apartaba de Dios, pero que también nos separaba de los demás. Por eso como nos dice ‘unos y otros podemos acercarnos al Padre con un mismo Espíritu’.
Pero el mensaje no es sólo para los efesios que tienen que llenarse de gozo en su corazón y alabar a Dios por esa vida nueva que en Cristo ahora tienen. El mensaje es también para nosotros que igualmente tenemos que llenarnos de gozo cuando nos sentimos redimidos por la Sangre de Cristo. También tenemos que alabar a Dios por las maravillas que hace en nosotros. Pero todo esto nos tiene que llevar a considera cómo es nuestra vida, si todo esto es algo que vivimos nosotros, si todo esto nos lleva a ese encuentro profundo con los demás.
Ese pensamiento con el que comenzábamos de que ahora somos miembros de la familia de Dios tendría que hacer reflexionar y revisar el nivel de comunión, de cercanía, de verdadero amor fraterno que vivimos entre nosotros en el día a día de nuestra vida. Mal podemos sentir que somos esa familia de Dios si aún no hemos desterrado de nosotros esas cosas que nos enfrentan y nos dividen, nos alejan unos de otros o crean tensiones en nuestra relación.
El apóstol nos decía que Cristo con su sangre ha derribado el muro que nos separaba, el odio, pero quizá todavía no hemos puesto en nuestro corazón todo ese amor que tiene que acercarnos a los demás; quizá quedan dentro de nosotros resentimientos, envidias y no sé cuantas cosas que nos distancias; quizá puedan quedar dentro de nuestro corazón las desconfianzas que no nos hacen ser sinceros unos con otros. Todo eso tendría que cambiar. Como nos dice el apóstol Cristo ha venido ‘para hacer las paces y para crear un hombre nuevo’.
Es la tarea que nos queda ir realizando día a día, porque sabemos que nos cuesta. Pesa en nosotros como una rémora que nos arrastra hacia atrás nuestro egoísmo y nuestro amor propio. Pero con Cristo tenemos que saber de una vez por todas amar y perdonar.
Pidamos que nos inunde el Espíritu de la unidad y de la concordia.

lunes, 18 de octubre de 2010

El evangelista de Buenas Nuevas de alegría a los pobres y de la misericordia del Señor


San Lucas Evangelista

2Tim. 4, 9-17;
Sal. 144;
Lc. 10, 1-9

Celebramos hoy al evangelista san Lucas, autor del tercer evangelio y de los Hechos de los Apóstoles. Bien nos habla él en el principio de estos libros de su interés por conocer la verdad de Jesús con todos los hechos y acontecimientos de su vida y escribirlos con orden para que los podamos conocer.
San Pablo lo cita en sus cartas como compañero que permanece con él, incluso en momentos difíciles en que otros han dejado a Pablo. Lucas de origen o al menos de cultura griega un día conocería el evangelio de Jesús y se convirtió en discípulo; pero quiso ser más porque nos dejó el evangelio trasmitiéndonos así todo lo que él había conocido de Jesús. Es lo primero que hemos de destacar de Lucas, el evangelista, el trasmisor del Evangelio.
Muchas cosas se podrían resaltar del evangelio de Lucas. Destacaremos algunas cosas que nos puedan ayudar en su fiesta a conocerle, pero sobre todo a través de su evangelio a llegar también nosotros a un mayor conocimiento de Jesús.
Es el evangelista que nos anuncia buenas nuevas de alegría tanto en el relato del nacimiento de Jesús como en la resurrección. ‘Os anuncio una gran alegría…’ trasmitieron los ángeles a los pastores según el relato que nos hace Lucas. Alegría trasmitieron también los ángeles a las mujeres que iban al sepulcro al anunciarles que no buscaran entre los muertos al que estaba vivo porque Jesús había resucitado. Y por fijarnos en algunas cosas más Jesús en el evangelio de Lucas nos habla de la alegría del cielo cuando un pecador se arrepiente se convierte, igual que la fiesta que hace el padre a la vuelta del hijo que estaba perdido y lo habían de nuevo encontrado.
Pero es también el evangelista que nos habla de la Buena Noticia, el Evangelio, que se anunciará a los pobres. Será en la sinagoga de Nazaret cuando Jesús mismo lee al profeta Isaías comentando que lo anunciado por el profeta allí se estaba cumpliendo. Por eso el evangelista al darnos su relato de las bienaventuranzas llamará dichosos a los pobres porque de ellos es el reino de los cielos.
Será el evangelista que nos narrará las más hermosas parábolas que nos hablan de la misericordia de Dios cuando nos habla de la oveja perdida, la moneda extraviada o el hijo pródigo que marcha de la casa del padre, para hablarnos, como decíamos, de la alegría del cielo, pero de la misericordia de Dios que nos busca y nos ofrece siempre el abrazo de su amor y su perdón. Mucho más podríamos o tendríamos que profundizar en todo esto.
Finalmente destaquemos algo que nos repite Lucas en varias ocasiones en los Hechos de los Apóstoles que es la vida de comunión que hay, que tendría que haber siempre en consecuencia, entre todos los que creemos en Jesús. En los Hechos nos dirá de aquellas primeras comunidades que ‘el grupo de los creyentes pensaban y sentían lo mismo, de manera que nadie consideraba como propio nada de lo que poseía, sino que tenían en común todas las cosas'. Ya antes nos había dicho que ‘todos perseveraban unánimes en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión y en la fracción del pan y en las oraciones…’
Lo pedíamos en la oración litúrgica, ‘vivir con un mismo corazón y un mismo espíritu y atraer a todos los hombres a la salvación’. Que seamos capaces desde el conocimiento de Jesús en que vayamos creciendo más y más, vayamos creciendo en comunión entre nosotros. Desde que creemos en Jesús no es de otra manera como podemos vivir. Pero que eso despierte en nosotros también ese ardor misionero para anunciar el evangelio a los demás. Jesús había enviado a sus discípulos de dos en dos a anunciar el Reino de Dios y los Hechos nos relatarán esa acción misionera de la primera Iglesia.
Empapémonos del Evangelio cuando hoy estamos celebrando la fiesta de este evangelista. Y que arda en nosotros ese celo porque también ese evangelio sea anunciado a los pobres, a los que sufren, a todos, porque para todos es esa buena noticia y para todos es ese año de gracia del Señor.

domingo, 17 de octubre de 2010

Señor, reaviva en nosotros el gozo y la fuerza de la oración


Ex. 17, 8-13;
Sal. 121;
2Tim. 3, 14-4,2;
Lc. 18, 1-8


Una imagen que es todo un mensaje enriquecedor. Hemos contemplado a Moisés con los brazos levantados en alto en la montaña. ‘Yo estaré en la cima de la colina teniendo en la mano el bastón de Dios… tenía los brazos en alto… cuando se le cansaban los brazos a Moisés… Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado… hasta la puesta del sol’. Es la imagen orante de Moisés al Señor por su pueblo que luchaba en su camino hacia la tierra prometida.
El rico lenguaje de las manos tendidas o levantadas, podemos decir. El pobre nos tiende la mano pidiendo un socorro para su necesidad. Cuando vamos al encuentro del otro tendemos la mano en señal de paz y amistad en el saludo. Recibimos al amigo con los brazos abiertos como señal de acogida y amistad. Y levantamos las manos y los brazos hacia lo alto cuando en nuestra oración suplicamos a Dios o queremos cantar sus alabanzas y acciones de gracias.
Es el signo que emplean todos los hombres religiosos en todas las religiones como expresión de esa súplica confiada a su Hacedor. Es el signo que se repite en la liturgia para expresar nuestra oración a Dios.
Levantamos nuestras manos a Dios y lo queremos hacer con toda fe y con toda confianza. Hoy Jesús quiere enseñarnos a orar con perseverancia y nos propone la parábola que hemos escuchado, para decirnos cómo siempre nos escucha el Señor. Pero es necesaria en nosotros esa confianza, esa fe y esa perseverancia. La súplica perseverante de aquella viuda obtuvo justicia de aquel juez inicuo que no quería escucharla, pero nos dice Jesús ‘¿no hará Dios justicia con sus elegidos, que claman a El día y noche? Yo os digo que os hará justicia con prontitud’. Es la súplica perseverante con los brazos en alto que contemplamos en Moisés en la primera lectura que obtuvo del Señor la victoria para su pueblo.
Pero ¿será así siempre nuestra oración? ¿No nos sucederá a veces que no confiamos, o que no perseveramos lo suficiente? ¿Por qué decae tan fácilmente nuestra oración? Será bueno que nos preguntemos y reflexionemos sobre ello.
¿Qué necesitamos para mantener las manos – el corazón – levantadas en oración? Levantemos el corazón, nos invita la liturgia para que entremos de verdad en oración.
Pero nos cansamos como le sucedía a Moisés y nos puede faltar esa perseverancia. Se nos caen los brazos. Con qué facilidad abandonamos la oración, la dejamos para otro momento que quizá muchas veces no llega. Nos entra quizá el desánimo o la impotencia ante lo que nos rodea o lo que nos sucede que algunas veces nos cuesta comprender. Fácilmente tenemos el peligro de entrar en una atonía espiritual y una frialdad que nos hace abandonar todo. Vivimos una vida superficial demasiado pendiente de lo que está más cerca de nosotros o nos llama fácilmente la atención. Ante lo dura que pueda ser la vida o los problemas que nos afectas nos entra la desconfianza y hasta perdemos la esperanza. Muchos peligros. Muchas veces que se nos caen los brazos y necesitamos tenerlos bien levantados.
Por otra parte en esa superficialidad y materialismo que nos rodea y que nos afecta, perdemos la trascendencia que hemos de darle a la vida; pareciera que los valores espirituales los dejamos a un lado; nos creemos tan poderosos y autosuficientes pensando sólo en lo que podemos hacer que ya nos parece no necesitar a Dios; nuestra fe se nos enfría, puede decaer y se apaga.
Necesitamos quizá descubrir cómo mantener las manos levantadas como Moisés, cómo avivar nuestra fe y nuestra esperanza. Necesitamos aprender a saborear nuestra oración. Suplicamos a Dios desde nuestras necesidades, es cierto, y a El es a quien tenemos que acudir. Pero ¿no será necesario detenernos un poco a considerar lo que verdaderamente es nuestra oración? No la convirtamos solamente en una lista de peticiones que le vamos a presentar al Todopoderoso, como quien va a despachar con un personaje poderoso o influyente del mundo.
Oración es trascendencia porque vamos a encontrarnos a quien estando en lo más hondo de nosotros mismos, en nuestro corazón, sin embargo su inmensidad y grandeza va mucho más allá de lo que nosotros somos o podamos sentir. No podemos dejar de pensar en ese misterio inmenso de Dios en el que queremos sumergirnos cuando vamos a encontrarnos con El en la oración.
Por eso nuestra oración tiene que ser presencia, presencia de un Dios que nos ama como un Padre y que sentimos en nosotros, aunque trascienda nuestra vida con su inmensidad, pero que al mismo tiempo nos llena del gozo más inmenso y más profundo cuando nos sentimos amados. No acudimos a Dios con miedo sino con amor; no acudimos a Dios para sentirnos hundidos en nuestra nada, sino para llenándonos de El sentir como El nos levanta y nos hace sentir grandes porque nos sentimos amados y nos sentimos hijos. Presencia maravillosa de amor de Dios en nosotros de la que ya no querremos separarnos. Por eso el místico se extasía de esa manera en Dios y ya el tiempo no cuenta para él estando con Dios.
Pero nuestra oración es también humildad porque por nosotros mismos nos sentimos pequeños y vacíos, pero será un vacío que nos va a llenar Dios con su inmensidad, con la inmensidad de su amor y su vida. Y de ahí, claro, surgirá la alabanza y la acción de gracias; de ahí surgirá la confianza y seguridad con que nos sentiremos en nuestra oración. Y una oración así ya no será superficial sino que llenará de hondura nuestra vida, porque nos llenamos de Dios.
Será una oración gozosa y llena de paz; será una oración de la que saldremos siempre transformados; será una oración alimento de esperanza, que nos dará coraje y fuerza en nuestra lucha, que nos hará crecer más y más en nuestra amor haciendo que nos sintamos cada día más comprometidos en lo que hacemos y vivimos. Podrán ser muchos los problemas o las cosas que nos pudieran agobiar, pero desde la oración nos sentimos fuertes y nunca perderemos la paz. Con la oración aprenderemos ya a mirar las cosas, la vida, el mundo que nos rodea, los trabajos o las preocupaciones que tengamos con otra mirada.
La oración para nosotros será entonces como el respirar porque ya en cada momento y donde estemos sabremos sentir siempre la presencia de Dios, una presencia inmensa pero una presencia de amor. Será la oración que nos hará crecer de verdad en santidad.
Señor, reaviva en nosotros el gozo y la fuerza de la oración.