domingo, 17 de octubre de 2010

Señor, reaviva en nosotros el gozo y la fuerza de la oración


Ex. 17, 8-13;
Sal. 121;
2Tim. 3, 14-4,2;
Lc. 18, 1-8


Una imagen que es todo un mensaje enriquecedor. Hemos contemplado a Moisés con los brazos levantados en alto en la montaña. ‘Yo estaré en la cima de la colina teniendo en la mano el bastón de Dios… tenía los brazos en alto… cuando se le cansaban los brazos a Moisés… Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado… hasta la puesta del sol’. Es la imagen orante de Moisés al Señor por su pueblo que luchaba en su camino hacia la tierra prometida.
El rico lenguaje de las manos tendidas o levantadas, podemos decir. El pobre nos tiende la mano pidiendo un socorro para su necesidad. Cuando vamos al encuentro del otro tendemos la mano en señal de paz y amistad en el saludo. Recibimos al amigo con los brazos abiertos como señal de acogida y amistad. Y levantamos las manos y los brazos hacia lo alto cuando en nuestra oración suplicamos a Dios o queremos cantar sus alabanzas y acciones de gracias.
Es el signo que emplean todos los hombres religiosos en todas las religiones como expresión de esa súplica confiada a su Hacedor. Es el signo que se repite en la liturgia para expresar nuestra oración a Dios.
Levantamos nuestras manos a Dios y lo queremos hacer con toda fe y con toda confianza. Hoy Jesús quiere enseñarnos a orar con perseverancia y nos propone la parábola que hemos escuchado, para decirnos cómo siempre nos escucha el Señor. Pero es necesaria en nosotros esa confianza, esa fe y esa perseverancia. La súplica perseverante de aquella viuda obtuvo justicia de aquel juez inicuo que no quería escucharla, pero nos dice Jesús ‘¿no hará Dios justicia con sus elegidos, que claman a El día y noche? Yo os digo que os hará justicia con prontitud’. Es la súplica perseverante con los brazos en alto que contemplamos en Moisés en la primera lectura que obtuvo del Señor la victoria para su pueblo.
Pero ¿será así siempre nuestra oración? ¿No nos sucederá a veces que no confiamos, o que no perseveramos lo suficiente? ¿Por qué decae tan fácilmente nuestra oración? Será bueno que nos preguntemos y reflexionemos sobre ello.
¿Qué necesitamos para mantener las manos – el corazón – levantadas en oración? Levantemos el corazón, nos invita la liturgia para que entremos de verdad en oración.
Pero nos cansamos como le sucedía a Moisés y nos puede faltar esa perseverancia. Se nos caen los brazos. Con qué facilidad abandonamos la oración, la dejamos para otro momento que quizá muchas veces no llega. Nos entra quizá el desánimo o la impotencia ante lo que nos rodea o lo que nos sucede que algunas veces nos cuesta comprender. Fácilmente tenemos el peligro de entrar en una atonía espiritual y una frialdad que nos hace abandonar todo. Vivimos una vida superficial demasiado pendiente de lo que está más cerca de nosotros o nos llama fácilmente la atención. Ante lo dura que pueda ser la vida o los problemas que nos afectas nos entra la desconfianza y hasta perdemos la esperanza. Muchos peligros. Muchas veces que se nos caen los brazos y necesitamos tenerlos bien levantados.
Por otra parte en esa superficialidad y materialismo que nos rodea y que nos afecta, perdemos la trascendencia que hemos de darle a la vida; pareciera que los valores espirituales los dejamos a un lado; nos creemos tan poderosos y autosuficientes pensando sólo en lo que podemos hacer que ya nos parece no necesitar a Dios; nuestra fe se nos enfría, puede decaer y se apaga.
Necesitamos quizá descubrir cómo mantener las manos levantadas como Moisés, cómo avivar nuestra fe y nuestra esperanza. Necesitamos aprender a saborear nuestra oración. Suplicamos a Dios desde nuestras necesidades, es cierto, y a El es a quien tenemos que acudir. Pero ¿no será necesario detenernos un poco a considerar lo que verdaderamente es nuestra oración? No la convirtamos solamente en una lista de peticiones que le vamos a presentar al Todopoderoso, como quien va a despachar con un personaje poderoso o influyente del mundo.
Oración es trascendencia porque vamos a encontrarnos a quien estando en lo más hondo de nosotros mismos, en nuestro corazón, sin embargo su inmensidad y grandeza va mucho más allá de lo que nosotros somos o podamos sentir. No podemos dejar de pensar en ese misterio inmenso de Dios en el que queremos sumergirnos cuando vamos a encontrarnos con El en la oración.
Por eso nuestra oración tiene que ser presencia, presencia de un Dios que nos ama como un Padre y que sentimos en nosotros, aunque trascienda nuestra vida con su inmensidad, pero que al mismo tiempo nos llena del gozo más inmenso y más profundo cuando nos sentimos amados. No acudimos a Dios con miedo sino con amor; no acudimos a Dios para sentirnos hundidos en nuestra nada, sino para llenándonos de El sentir como El nos levanta y nos hace sentir grandes porque nos sentimos amados y nos sentimos hijos. Presencia maravillosa de amor de Dios en nosotros de la que ya no querremos separarnos. Por eso el místico se extasía de esa manera en Dios y ya el tiempo no cuenta para él estando con Dios.
Pero nuestra oración es también humildad porque por nosotros mismos nos sentimos pequeños y vacíos, pero será un vacío que nos va a llenar Dios con su inmensidad, con la inmensidad de su amor y su vida. Y de ahí, claro, surgirá la alabanza y la acción de gracias; de ahí surgirá la confianza y seguridad con que nos sentiremos en nuestra oración. Y una oración así ya no será superficial sino que llenará de hondura nuestra vida, porque nos llenamos de Dios.
Será una oración gozosa y llena de paz; será una oración de la que saldremos siempre transformados; será una oración alimento de esperanza, que nos dará coraje y fuerza en nuestra lucha, que nos hará crecer más y más en nuestra amor haciendo que nos sintamos cada día más comprometidos en lo que hacemos y vivimos. Podrán ser muchos los problemas o las cosas que nos pudieran agobiar, pero desde la oración nos sentimos fuertes y nunca perderemos la paz. Con la oración aprenderemos ya a mirar las cosas, la vida, el mundo que nos rodea, los trabajos o las preocupaciones que tengamos con otra mirada.
La oración para nosotros será entonces como el respirar porque ya en cada momento y donde estemos sabremos sentir siempre la presencia de Dios, una presencia inmensa pero una presencia de amor. Será la oración que nos hará crecer de verdad en santidad.
Señor, reaviva en nosotros el gozo y la fuerza de la oración.

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