viernes, 5 de febrero de 2010

Estando con Jesús saboreemos la sabiduría de Dios

1Rey. 3, 4-13
Sal. 118
Mc. 6, 30-34

 
Quiero subrayar brevemente varios pensamientos que me surgen a partir de la reflexión de los textos de la Palabra proclamados hoy.
Hemos hablado en varias ocasiones recientemente cómo Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con El. Y hemos escuchado en días pasados cómo los envió a predicar de dos en dos anunciando el Reino, predicando la conversión y dándoles poder sobre los espíritus inmundos. Hoy contemplamos el regreso de los apóstoles que ‘volvieron a reunirse con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado’.
A continuación nos dice el evangelista que Jesús quiso llevárselos a un lugar tranquilo y apartado para estar con El. ‘Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco’. Nos está manifestando la preocupación de Jesús por ese grupo de los apóstoles y cómo, podríamos decir, el trata de cuidarlos de manera especial.
Estar con Jesús. En la intimidad de la soledad. Como amigos que se encuentran y quieren estar juntos para contarse muchas cosas. Lo necesitamos hacer con Jesús. Después de un encuentro así cómo crece la amistad y el amor. Lo necesitamos para alimentar nuestra fe. Es la intimidad de la oración. Es el descanso y el alimento del alma. Es el diálogo de amor. Es sentir la paz del Señor en la vida. Es el hablarle, contarle nuestras cuitas y preocupaciones, pero también es el escucharle, sentir lo que El quiere decirnos allá en lo más hondo del corazón. Es el silencio, quizá, de estar simplemente con El. Necesitamos de ese silencio de paz.
Un segundo pensamiento al hilo de lo que sigue contándonos el evangelio. La gente quiere estar también con Jesús. En esta ocasión vemos que no lo dejan en paz y le buscan a donde quiera que se vaya. ‘Eran tantos los que iban y venían que no encontraban tiempo ni para comer’. Ahora vienen de todas partes e incluso se les adelantan para cuando llegue a desembarcar. ‘Al desembarcar Jesús vio una multitud’ que se les habían adelantado.
Pero aquí aparece una vez más el corazón lleno de amor de Jesús. ‘Le dio lástima de ellos porque andaban como ovejas sin pastor y se puso a enseñarles con calma’. Nunca nos faltará ese amor. Siempre El está dispuesto a alimentarnos. Ahora lo hace con su Palabra. Si siguiéramos leyendo el texto del evangelio, lo veríamos realizar el milagro de la multiplicación de los panes. Es un amor que da totalmente por nosotros.
Finalmente el tercer pensamiento lo tomamos del texto del libro de los Reyes. ¿Qué desearíamos en realidad pedir nosotros al Señor como deseo más importante? Nos lo va a enseñar este texto. Salomón ha heredado el reino de David, su Padre. Se acerca a los santuarios para hacer las ofrendas y dar gracias. ‘Pídeme lo que quieras’, le dice el Señor.
¿Qué es lo que le pediría Salomón? Comienza reconociendo la misericordia que el Señor ha tenido con David, su padre. Para él sólo pide sabiduría y prudencia. No pide riquezas, ni pide poder ni ostentación. ‘Da a tu siervo un corazón dócil para gobernar a tu pueblo, para discernir el mal del bien…’ Un corazón dócil y discernimiento. En una palabra, sabiduría. Saber encontrar el sentido de la vida y de las cosas. Saber discernir el bien del mal. Un corazón que aprecie lo bueno, que busque lo bueno, que sus aspiraciones sean metas altas y nobles.
¿Qué le pedimos nosotros al Señor? ‘Bendito eres, Señor; enséñame tus leyes’, decíamos en el salmo; que sepamos descubrir lo que es la voluntad del Señor. Que por nuestra rectitud y bondad seamos gratos al Señor y toda nuestra vida será bendición y alabanza para el Señor.

Un camino de fidelidad hasta la muerte como Juan Bautista


Eclesiático, 47, 2-13
Sal. 17
Mc. 6, 14-29



El camino de Juan Bautista está íntimamente enlazado con el camino de Jesús. Su misión fue preparar los caminos del Señor. No sólo fue su palabra allá en la austeridad del desierto junto al Jordán sino su vida toda hasta el extrema de, en cierto modo, prefigurar con su muerte la propia muerte de Jesús.
Hoy nos lo manifiesta el evangelio. Cuando la fama de Jesús se fue extendiendo por todas partes y la gente se pregunta quién es Jesús, algunos recuerdan a Juan y hasta se preguntan si Juan el Bautista había resucitado. Es lo que se pregunta también Herodes que había mandado matar al Bautista. ‘Es Juan, a quien yo decapité, que ha resucitado’.
Las preguntas que las gentes se hacen sobre Jesús nos recuerda lo que nos narra san Mateo cuando Jesús pregunta a los discípulos ‘¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?’ Responderán entonces los discípulos: ‘Unos que Juan el Bautista; otros que Elías; otros que Jeremías o uno de los profetas’. Es lo mismo que ahora nos reseña san Marcos.
A continuación nos detalla el martirio del Bautista. ‘Herodes había mandado prender a Juan y lo había metido en la cárcel encadenado…’ ¿Motivo? La situación de su vida era irregular, no conforme con el mandamiento del Señor y como Juan le decía que no era lícito lo que hacía, a instigación de ‘Herodías, que aborrecía a Juan y quería quitarlo de en medio’, lo había metido en la cárcel.
Sin embargo, ‘Herodes respetaba a Juan, sabiendo que era un hombre honrado y santo, y lo defendía’. ¿Qué sucedía entonces? Estaba su debilidad y cobardía. Cuando nos vemos atrapados por el pecado nuestra vida se vuelve más débil y como en una cascada se suceden nuestros tropiezos a cuál mayor. En este caso llegaría a degollar a Juan. Ya conocemos los detalles, la danza de Salomé, las ciegas promesas y juramentos de Herodes, la petición de Herodías a través de su hija, los respetos humanos y Juan se convirtió en un testigo no sólo con su palabra sino con su vida y con su sangre.
Es el mismo camino que llevó a la Cruz a Jesús, fiel al mensaje del Reino y fiel a la voluntad del Padre. ‘Aquí estoy para hacer tu voluntad… no se haga mi voluntad sino la tuya… en tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu…’
¿Será así nuestra fidelidad? ¿Será así de firme el testimonio que nosotros damos de nuestra fe y de nuestro sentido cristiano de la vida?
Nos acechan también las debilidades y las tentaciones; muchas veces también nos vemos atrapados en esa espiral de la tentación y del pecado; no siempre es fácil dar nuestro testimonio, testimonio que hemos de hacer creíble con la rectitud de nuestra vida y con nuestra fidelidad hasta el final. ‘Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo’, rezamos en el padrenuestro. Y esto tiene que pasar por una vida ejemplar, una vida santa y sin pecado.
Testimonio que hemos de dar en el día a día. De muchas maneras. ¿Llegarán momentos extraordinarios y el martirio como a Juan? Si así sucediera no nos faltaría la gracia del Señor. Son tantos los que hoy también en nuestro tiempo están dando la vida en muchas partes del mundo por la fe. Pero será en los momentos ordinarios, en las pequeñas cosas de cada día, donde más nos cuesta y donde tiene que resplandecer nuestra fidelidad.

jueves, 4 de febrero de 2010

Enviados para realizar los mismos signos de salvación de Jesús

1Rey. 2, 1-4.10-12
Salmo: 1Cro. 29, 10-12
Mc. 6, 7.-13


‘Llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos… ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a los enfermos y los curaban…’
No hace muchos días escuchamos cuando Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con El, ‘los hizo sus compañeros’, decía el evangelista. Iba a confiarles su misma misión. Hoy vemos cómo Jesús los envía para que realicen lo mismo que El ha estado realizando. El anuncio del Reino de Dios que exige la conversión; el Reino de Dios que se ha de manifestar en la transformación de la vida desde el perdón, la misericordia y la compasión; el anuncio del Reino de Dios que lleva vida y salvación a los hombres. Es lo que vemos reflejado en este texto que nos resume lo que hacían los apóstoles enviados por Jesús.
‘Echaban muchos demonios…’ dice el evangelio. ¿Qué viene a realizar Jesús sino arrancar el mal del corazón del hombre? Es lo que realizan los apóstoles en su predicación realizando signos y milagros como Jesús. Es la tarea de la Iglesia, que la Iglesia sigue realizando, desde el anuncio de la Palabra de Dios que invita a la conversión, que nos ofrece el perdón y la gracia del Señor. Es misión de la Iglesia llevar a los hombres hasta Dios para que se llenen de su gracia y de su vida.
Y nos dice también que ‘ungían con aceite a los enfermos y los curaban…’ Ungir con aceite es un signo del amor y de la compasión; es el bálsamo que cura y que sana; es el bálsamo del amor que viene a sanarnos desde lo más hondo de nosotros; es la expresión de la misericordia. Diríamos que el aceite era como una medicina que se empleaba para calmar los dolores o curar de la enfermedad. Podemos recordar cómo el buen samaritano unge con aceite al hombre malherido que está tirado junto al camino y lo lleva a donde lo puedan curar.
Es la expresión de lo que la Iglesia misericordiosa y compasiva, que quiere reflejar el rostro misericordioso y compasivo de Dios, ha realizado también a través de todos los tiempos. Ahí están tantas obras de misericordia y de amor; ahí están tantas obras de la Iglesia en todos los tiempos para la atención y cuidado de enfermos, ancianos, de todo el que se siente abandonado en su pobreza. Ha realizado y sigue realizando en tantas y tantas instituciones de la Iglesia, en tantos religiosos y religiosas que tienen el carisma de la misericordia y del amor para con los más necesitados, enfermos, ancianos, marginados de la sociedad; en tantos cristianos comprometidos que atienden a los pobres, visitan a los enfermos, se comprometen en voluntariados generosos de atención al prójimo.
Pero estos signos. de los que nos habla el evangelio hoy que realizaban los apóstoles enviados por Jesús, pueden indicarnos algo más de esa salvación de la que la Iglesia es portadora. Son los sacramentos por los que nos llega la gracia y la salvación de Jesús. Signos sagrados que significan y son la gracia del Señor, según la definición tradicional. Cuando se nos anuncia el Reino de Dios al que hemos de convertirnos, al aceptarlo nos unimos a Jesús para vivir su misma vida, para hacernos partícipes de su salvación. ¿Cómo realizamos esa unión con Cristo y esa participación en su vida salvadora? A través de los sacramentos nos llenamos de la gracia de Jesús.
Ese ungir con aceite a los enfermos nos recuerda precisamente uno de los sacramentos, en concreto el sacramento de la Unción de los Enfermos. Ese, como todos sabemos, es el signo del sacramento, la imposición de manos y la unción con el óleo santo, para hacernos presente a Jesús que nos sana y nos salva con su gracia.
La Iglesia, enviada como los Apóstoles, sigue realizando el mismo mandato de Cristo, sigue realizando la misma salvación de Cristo. Es la obra del amor, de la misericordia, de la compasión que nosotros hemos de realizar también con los demás.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Para el que tiene fe nada es imposible

2Sam. 24, 2.9-17
Sal. 31
Mc. 6, 1-6


En los pasados domingos se nos ha proclamado según el evangelista Lucas la presencia de Jesús en su pueblo de Nazaret y su presencia en la sinagoga. Hoy es san Marcos el que nos habla, en pasaje paralelo, de la visita de Jesús a Nazaret y de su enseñanza en la sinagoga. ‘Cuando llegó el sábado empezó a enseñar en la sinagoga’. La reacción de la gente que nos narran ambos evangelistas es semejante. Y nos vuelve a decir el evangelista: ‘No pudo hacer allí ningún milagro… y se extrañó de su falta de fe’.
Esta reacción y esta falta de fe me ha llevado a hacerme algunas consideraciones que comparto con ustedes y espero les puedan ayudar valorar y a crecer más y más en ese don maravilloso de la fe.
Imaginemos que hemos de atravesar un bosque bien enmarañado en una noche oscura sin que hubiera unos caminos bien trazados y sin ninguna luz que nos ayude a encontrar la senda. Andaríamos bien perdidos y exponiéndonos además a numerosos peligros. Nos habría ofrecido alguien una luz que nos pudiera ayudar la senda, pero habíamos rehusado porque nos decimos que ya la encontraremos y que no lo necesitamos.
Puede valernos la imagen para darnos cuenta de lo que necesitamos la luz de la fe en el camino de la vida. ¡Qué importante es la luz de la fe! Nos ayuda a encontrar el verdadero y más profundo sentido de nuestra vida. A dónde vamos, de dónde venimos, qué sentido y valor tiene lo que hagamos, dónde está lo que va a dar auténtica plenitud a nuestro vivir.
Pienso que cuando nos falta la luz de la fe es como si camináramos a oscuras, y quien camina a oscuras no podrá encontrar el camino, andará bien perdido. La fe nos va a llevar a esa plenitud de nuestra existencia. Y si, como sucede con nuestra fe, nos vamos a encontrar con un Dios que nos ama y que es nuestro Padre, cuánto mayor sentido y plenitud le damos a nuestra vida. Si nos encontramos con un Dios que nos ama tanto que nos entrega a su Hijo para ser nuestro Salvador, vamos a encontrar el gozo más grande y más hondo para nuestra vida.
Dios nos ofrece esa luz. Pero algunas veces los hombres en nuestro orgullo y autosuficiencia la rehusamos y pretendemos hacer el camino de la vida sin ella. Nos queremos valer por nosotros mismos y andamos como sin rumbo, sin metas, sin trascendencia, sin espíritu.
Busquemos esa luz. No rehuyamos su resplandor. Cuidemos de no perder la luz de la fe. Tenemos que cuidarla como se cuida el bien más precioso. Tenemos que alimentarla para que no se nos apague nunca. Hemos de tratar de vivir en consonancia con esa fe. Porque un peligro que tenemos es que llamándonos creyentes y cristianos algunas veces vivamos como si no tuviéramos fe, perdiendo valores y perdiendo trascendencia, viviendo demasiado atados a lo material y prescindiendo de los valores del Espíritu. Son tentaciones que podemos sufrir, son actitudes y posturas que se nos pueden como pegar de un ambiente de indiferencia y hasta de increencia que hay a nuestro alrededor.
Démosle gracias a Dios por ese don maravilloso de la fe. Con esa luz nos sentimos seguros. Para el que tiene fe nada es imposible, porque sabe además que Dios es su roca y su fortaleza, su vida y su amor.

martes, 2 de febrero de 2010

Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel


FIESTA DE LA VIRGEN DE CANDELARIA


Mal. 3, 1-4
Sal. 23
Heb. 2, 14-18
Lc. 2, 22-40


Aquella mañana en el templo de Jerusalén habían de haber sonado solemnes y vibrantes las trompetas anunciando la llegada del Salvador. ‘Portones, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria. ¿Quién es ese Rey de la gloria? Es el Señor, héroe valeroso, Dios de los ejércitos… el Salvador a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel’.
Malaquías lo había anunciado: ‘De pronto entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis: miradlo entrar…’
No resonaron las trompetas, ahora entraba como un niño recién nacido en brazos de sus padres para cumplir con lo mandado por la ley de Moisés y presentar la ofrenda de todo primogénito varón, la ofrenda de los pobres ‘un par de tórtolas o dos pichones’. San Lucas en el evangelio nos lo narra con todo detalle. Solamente unos venerables ancianos, Simeón y Ana, porque el Espíritu del Señor estaba en ellos, fueron los únicos capaces de reconocer al Mesías Salvador que llegaba. ‘Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador’.
Un día de forma solemne pero humilde también entraría en la ciudad camino del templo pero montado sobre un borrico y aclamado por los niños y por los sencillos de corazón que reconocerían en El al Hijo de David. ‘Bendito el que viene en el nombre del Señor’, aclamarán entonces, pero que sería anuncio y preparación de otra entrada, o de otro camino atravesando la ciudad santa, pero escarnecido bajo el peso de la Cruz realizar en su plenitud por nosotros la obra de nuestra salvación, inmolándose como cordero inmaculado por la salvación del mundo.
Es el que había dicho al entrar en el mundo, como recuerda en otro lugar la Escritura Santa: ‘Aquí estoy, oh Padre, para hacer tu voluntad’. Se convertiría en ‘pontífice compasivo y fiel para expiar así los pecados del pueblo’, que nos dice asimismo hoy también la carta a los Hebreos.
Nosotros hoy ‘llenos de alegría, salimos al encuentro de nuestro Salvador’ en esta celebración gozosa de la presentación de Jesús en el templo. Hemos tomado en nuestras manos los cirios encendidos porque estamos reconociendo al que es la Luz de todos los hombres y todas las naciones. Somos testigos de esa luz y al mismo tiempo somos portadores de esa luz. Y así con valentía queremos reconocerlo ante todos los hombres, ante nuestro mundo, tan necesitado de luz.
Es para nosotros el recuerdo de un compromiso adquirido desde nuestro Bautismo de mantener esa luz de la fe y de la vida divina siempre encendida en nuestro corazón y con la que queremos y tenemos que iluminar nuestro mundo. Es el mandato que hemos recibido del Señor.
Es para nosotros también una esperanza porque con esa luz encendida siempre en nuestras manos, siempre en nuestra vida, esperamos un día poder participar en las bodas eternas del Reino de los cielos. ‘Concédenos caminar por la senda del bien, para que podamos llegar a la luz eterna’, hemos pedido en la bendición de los cirios. Es la trascendencia con que vivimos cada momento de nuestra vida.
Esta fiesta grande que hoy estamos celebrando tiene para nosotros también una connotación mariana, porque contemplamos a María con su hijo en brazos en su entrada en el templo para su presentación al Señor, y contemplamos la imagen de María de Candelaria, tan querida para nosotros con su Hijo Jesús en brazos presentándonoslo como esa luz de la que tenemos que dejarnos iluminar. En una mano lleva una candela, como un signo, mientras con la otra nos está presentando y ofreciendo a Jesús al que hemos siempre de escuchar y seguir.
Por eso hoy para nosotros es la fiesta de la Virgen de Candelaria, nuestra Madre y Patrona, la que se adelantó a las avanzadillas de los misioneros en los momentos de la llegada de los castellanos a estas islas, para abrir el camino a los pobladores de estas tierras para ir al encuentro con Jesús. María de Candelaria, la primera misionera de nuestras islas y la madre que siempre ha estado a nuestro lado para enseñarnos el camino que nos lleva hasta Jesús. Una fiesta hermosa y entrañable para nosotros. Una fiesta en la que queremos mostrar a nuestra madre nuestro mas hondo amor de hijos. Por eso nos postramos a sus pies, la visitamos en su Santuario y la llevamos en lo más hondo de nuestro corazón.
Amemos a María; no olvidemos nunca a María de Candelaria, como nunca se olvida a una madre; mostrémosle todo nuestro amor queriendo copiar en nosotros sus virtudes y su santidad para revestidos de María, estemos siempre con la vestidura blanca de nuestra dignidad de cristianos y con el cirio de luz en nuestras manos, para que así día podamos ir al encuentro definitivo con el Señor.

lunes, 1 de febrero de 2010

El Señor nos libera de las esclavitudes que nos oprimen y esclavizan

2Sam. 15, 13-14.30; 16, 5-13
Sal. 3
Mc. 5, 1-20


Cuando Jesús proclamó en la Sinagoga de Nazaret el texto de Isaías señalaba que el Espíritu del Señor le enviaba ‘a proclamar la liberación de los cautivos y a dar vista a los ciegos, a liberar a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor’.
Le vemos en el evangelio realizando signos y milagros que nos anuncian y señalan cómo el Reino de Dios se va construyendo, cuando nos va liberando del mal para que así Dios sea en verdad el único Señor y Rey de nuestra vida. Hoy le contemplamos en el evangelio manifestándonos ese señorío de Dios sobre el hombre para que nunca más el hombre se vea sometido, esclavizado bajo las garras del mal. Es lo que contemplamos que Jesús realiza con aquel hombre poseído por un espíritu inmundo en Gerasa en la otra orilla del lago.
‘Jesús y sus discípulos llegaron a la orilla del lago en la región de los gerasenos. Apenas desembarcó le salió al encuentro un hombre poseído de espíritu inmundo’, un endemoniado como decimos también. Un hombre tan poseído del mal que ninguna fuerza humana podía sujetar, pero que eso nos indica cómo se sentía esclavizado por el mal.
Ya conocemos el diálogo con Jesús, desde su reconocimiento de quién es Jesús, ‘el hijo del Altísimo’, como lo llama, hasta pedirle que si le manda salir de aquel hombre le deje introducirse en la piara de cerdos que hoza por los alrededores. Los demás detalles ya los hemos escuchado en el relato evangélico.
Jesús libera a aquel hombre del mal. Jesús quiere arrancar el mal de nuestro corazón. No vamos a hablar ahora de posesiones diabólicas ni de exorcismos, que necesitarían más amplias explicaciones, pero sí podemos hablar como el mal y el pecado se va introduciendo tantas veces en nuestro corazón. Cuánto nos cuesta muchas veces superar la tentación; cuánto nos cuesta arrancarnos del mal cuando se introduce en nuestra vida como una mala costumbre o un vicio. Todos nos damos cuenta cómo, por ejemplo, la persona que está enviciada por la droga o la bebida u otra fuerte pasión se siente atado y arrastrado por ese vicio que le quita hasta la libertad.
Podemos pensar en esos, llamémoslos así, vicios mayores, pero podemos pensar en esas pequeñas malas costumbres, esas rutinas que atan nuestra vida en nuestro trato diario con los demás; en esas pequeñas o grandes ataduras que aparecen en nuestra vida y de las que no nos podemos desprender: cosas a las que tenemos apegado el corazón y sin las cuales parece que no pudiéramos vivir, muletillas en nuestras palabras que pudieran ser ofensivas para los demás y que parece que no podemos dejar de decirlas, rutinas en nuestras conversaciones que nos llevan al juicio fácil contra los demás para murmurar, para criticar, para jugar al otro.
Son cosas que nos pueden muchas veces parecer minucias pero que tienen su importancia, porque quizá cuando nos dejamos llevar por ellas nuestro amor, por ejemplo, no es todo lo delicado que tendría que ser. Muchas veces queremos superarnos, dejar de actuar así, pero nos vemos como atados a esas malas costumbres y nos cuesta corregirnos y mejorar en nuestra vida.
Un cristiano que se toma en serio su vida tratará de examinarse y ver siempre lo que tiene que mejorar. Vigilancia, deseos de superación, crecimiento en lo humano y en lo espiritual, son tareas que hemos de saber realizar. Pero en ese crecimiento de nuestra vida, lo mismo que en esa purificación interior que hemos de ir realizando, tenemos que darnos cuenta que no es una tarea que hagamos sólo por nosotros mismos. Cristo, el Señor, está a nuestro lado, nos concede la gracia y la fuerza de su Espíritu para que podamos realizarlo. Es el Señor el que en verdad nos liberará de ese mal que se ha ido introduciendo en nosotros. Es el perdón generoso que nos concede cuando humildemente vamos a El reconociendo nuestro pecado, pero es también la fuerza de su gracia para esa purificación y ese crecimiento en la vida de la gracia.
Dejemos que el Seños nos libere. Dejemos que la gracia de Dios actúa en nosotros, que muchas veces esos pequeños defectos, fallos o debilidades se pueden convertir en una legión dentro de nosotros.

domingo, 31 de enero de 2010

Las reacciones ante Jesús y nuestra fe en El a pesar de las oscuridades


Jer. 1, 4-5.17-19;
Sal. 70:
1Cor. 12, 31-13, 13;
Lc. 4, 21-30


‘Todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios…’ y luego al oír lo que Jesús les decía ‘todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba el pueblo con intención de despeñarlo’.
Nos puede parecer incomprensible que tan pronto pasaran de la aprobación y admiración a los recelos y desconfianzas hasta terminar en el rechazo más grande de querer despeñarlo por un barranco. Primero era el orgullo de que era un hijo del pueblo, ‘¿no es éste el hijo de José?’, pero como quizá pronto comprendieron que Jesús ni estaba en la búsqueda de alabanzas y de orgullos patrióticos ni tampoco por ser el taumaturgo que les contentara sus deseos, fue el cambio tan radical que tuvieron. Como dirá el evangelio en otro lugar ‘allí no hizo Jesús ningún milagro por su falta de fe’.
Podíamos decir que Jesús no se deja manipular por los fervores de sus convecinos; les da a entender que la salvación que El les ofrece – y bien explicado está en el texto de Isaías que acaba de proclamar – va más allá de unos privilegios para las gentes de su pueblo, porque tiene un alcance universal. ‘Sin duda me recitaréis aquel refrán: médico, cúrate a ti mismo y haz aquí en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún’. Y para que lo comprendan les recuerda a Elías y a Eliseo; en tiempos de hambre en Israel, uno dio de comer a una viuda de Sarepta, del territorio de Sidón, luego no judía, y el otro curó a Naamán, el sirio, mientras ‘muchos leprosos había en Israel’.
Nos está manifestando este texto la libertad con que Jesús hablaba. Lleno del Espíritu de Dios proclamaba la Buena Nueva y la salvación para todos. Sin embargo, lo veremos repetido en el evangelio, no todos comprenden esa Buena Nueva y esa Salvación que Jesús proclama.
¿Comprenderemos nosotros? ¿Buscaremos también en Jesús palabras que nos halaguen y contenten o aceptaremos en toda su profundidad y radicalidad la Buena Nueva que Jesús nos ofrece? Muchas veces quizá nos vemos turbados porque nos decimos que somos buenos y hacemos tantas cosas, pero luego no nos faltan los problemas, las cosas no nos salen bien o estamos llenos de dolores y sufrimientos. ¿Buscaremos quizá en nuestra fe en Jesús un refugio que nos inmunice o nos libere de los problemas con que nos vamos encontrando en la vida? Cuantas veces hemos dicho quizá que el Señor no nos escucha porque no nos hace lo que pedimos y cómo nosotros se lo pedimos.
Ante las cosas que nos suceden, las cosas malas que vemos a nuestro alrededor o tantas calamidades que llevan el sufrimiento a mucha gente, tenemos también la tentación de rebelarnos y preguntarnos dónde está Dios. Seguramente es una pregunta que estos mismos días nos hemos podido hacer cuando contemplamos catástrofes como las acaecidas en el terremoto de Haití. Y esto les puede llevar a muchos a un rechazo o a una pérdida de la fe.
Ha aparecido en una de tantas fotografías de Haití que estos días hemos podido contemplar la imagen de un Crucificado en una de esas Iglesias también destruidas por el terremoto caído en medio de los escombros y todo roto y destrozado. Es una hermosa imagen que puede decirnos mucho. Ahí en medio de tanto dolor, tanta muerte y sufrimiento, de tanta desesperación e impotencia, también está Cristo.
Es el Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, roto y destrozado en una cruz por nosotros. En ese dolor, en ese sufrimiento está Cristo que ha asumido también nuestro dolor y nuestro sufrimiento. Así tenemos que verlo al lado de nuestro camino, con nuestras debilidades y nuestros sufrimientos, con nuestros problemas y también con nuestras carencias. Cristo está con nosotros. El es en verdad nuestra vida y salvación. Nos costará verlo en ocasiones, pero por nuestra fe sepamos descubrirlo y sentirlo.
Quería hacer una referencia también a lo que hemos escuchado al profeta Jeremías. Nos habla de su vocación y de su misión. ‘Antes de formarte en el vientre, te escogí; antes de que salieras del seno materno, te consagré: te nombre profeta de los gentiles’. No fue fácil al profeta cumplir su misión porque continuamente se encontraba con el rechazo del pueblo a la Palabra del Señor que él pronunciaba; rechazo que incluso puso en peligro su vida en más de una ocasión.
‘Tú cíñete los lomos, ponte en pie y diles lo que yo te mando… no les tengas miedo… yo te convierto hoy en plaza fuerte, columna de hierro, muralla de bronce frente a todo el país… lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte’. Ahí encontraba el profeta su fortaleza para anunciar la Palabra de Dios.
Es un texto que al escucharlo hoy en la liturgia como primera lectura en el que está clara la referencia a Jesús. Pero tendríamos que decir también a la fortaleza de nuestra fe. Nada tendría que apartarnos de nuestra fe en Jesús. Nada tendría que debilitar nuestra fe.
Creemos en Jesús no porque busquemos en El palabras halagadoras o complacientes, ni porque ansiemos el milagro fácil que nos libere de nuestros problemas. Creemos en Jesús y, aún en medio de las oscuridades e interrogantes que nos puedan surgir desde nuestro sufrimiento o el sufrimiento de los demás, lo contemplamos a El en la cruz y caminando a nuestro lado para ser luz y fortaleza para nuestra vida. Creemos en Jesús y con la fuerza de su Espíritu luchamos por los demás, nos comprometemos con ellos, y queremos que la salvación total de Jesús llegue a todos. Creemos en Jesús y queremos seguirle en el camino de amor, que nos haga incluso olvidarnos de nosotros mismos porque así es el amor verdadero.
Y ya que hablamos del amor, y hemos escuchado en la segunda lectura el hermoso himno de la caridad de la carta de san Pablo a los Corintios, quizá tuviéramos que hacernos una breve consideración. Nos admiramos de la belleza de este himno y en muchas ocasiones nos agrada leerlo o escucharlo, pero ¿tratamos seriamente de vivir en nuestro amor y en nuestra relación con los demás todas esas características que nos descubre? ¿es así de delicado, de paciente y de humilde, de comprensivo y de infinito nuestro amor por los que están a nuestro lado?