miércoles, 4 de agosto de 2010

Súplica esperanzada, intercesión y confianza


Jer. 31, 1-7;
Sal. Jer. 31;
Mt. 15, 21-28

Una súplica esperanzada desde la necesidad más profunda, una intercesión a favor de los demás, una fe y una confianza absoluta de que Dios siempre escuchará nuestras oraciones humildes. Así casi podría resumir el mensaje del texto del evangelio hoy escuchado.
Jesús está fuera de los límites de la Palestina judía. Con quienes se va a encontrar será con creyentes no judíos, pero a quienes habrá llegado la noticia de Jesús. El ha venido a buscar a las ovejas descarriadas de Israel, porque su misión como la historia salvífica de Dios se ha ido realizando en un lugar y en un pueblo concreto, llamado el pueblo elegido. Será una señal de que la salvación es para todos los hombres la presencia de Jesús en los territorios de Tiro y Sidón y el acontecimiento que nos narra el evangelio. Nadie será excluido de la salvación que Jesús nos ofrece aunque en principio este texto nos pudiera dar otra impresión.
‘Una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo’. No es judía pero tiene conciencia de a quien se está dirigiendo. Lo llama Hijo de David. Es la angustia de una madre con una hija poseída por el mal. Es la súplica de una madre con el corazón roto por la enfermedad de su hija, pero que tiene mucha esperanza y tendrá también constancia en su oración. Insiste una y otra vez. Una súplica esperanzada.
Por medio estará la intercesión de los discípulos, en este caso por verse libres de la insistencia de aquella mujer. ‘Atiéndela, que viene detrás de nosotros’. Con entrañas de compasión y misericordia tenemos que mirar cuanto sufrimiento hay a nuestro alrededor y sentirnos comprometidos en aliviar tanto dolor. Con entrañas de compasión y misericordia el creyente también levanta su corazón a Dios para pedir por los demás. Nunca podemos ser egoístas en nuestra oración. Tienen que caber en nuestro corazón los sufrimientos de los hermanos, para que los pongamos en nuestra súplica en la presencia de Dios.
La Iglesia siempre será intercesora con los brazos levantados en alto como Moisés allá en la cima de la montaña para interceder por nuestro mundo, por nuestros hermanos, por los que sufren, por la conversión de los pecadores. ¿Os habéis fijado que siempre que la virgen se nos manifiesta y nos insiste en nuestra oración al Señor nos dice que hemos de pedir por la conversión de nuestro mundo?
Finalmente esta la confianza absoluta y la fe de aquella mujer de que sería atendida en su petición. El lenguaje duro que aparece era la forma usual de la época de los judíos referirse a los extranjeros y a los paganos. Pero la humildad de aquella mujer es grande; una humildad que le ayuda a seguir confiando. ‘También los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos’. Confía que también habrá salvación para ella. Merecerá la alabanza de Jesús. ‘Mujer, qué grande es tu fe; que se cumpla lo que deseas’. Nos recuerda la alabanza de Jesús a la fe del centurión romano. ‘En Israel no he encontrado en nadie tanta fe’. Ahora es también una mujer pagana la que merecerá la alabanza de Jesús por su fe.
¿Será así nuestra fe y nuestra esperanza? ¿Es así de confiada nuestra oración al Señor? ¿Seremos capaces de hacer que en nuestro corazón quepan los dolores y los sufrimientos de los demás para presentarlos también en nuestra oración al Señor? Mucho tenemos que aprender.

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