sábado, 15 de agosto de 2009

En la Asunción de María vislumbramos la gloria que un día podemos alcanzar

Apc. 11, 19; 12, 1.3-6.10;
Sal. 44;
1Cor. 13, 20-27;
Lc. 1, 39-56


Todas las fiestas de María nos llenan de alegría porque son la fiesta de la madre. Cómo no se van a gozar los hijos en la fiesta de la madre. Pero, si queremos, esta fiesta de la Asunción de la Virgen en cuerpo y alma al cielo nos llena de mayor alegría y nos hace rebrotar la esperanza en nuestro corazón.
Nos lo señalan a cada paso cada uno de los textos de la liturgia de esta fiesta. ‘María ha sido llevado al cielo; se alegra el ejército de los ángeles’, decía una antífona de la liturgia de este día. Se alegran los ángeles, se alegra la Iglesia, nos alegramos todos sus hijos, se gozan todos los pueblos, porque, como ella misma diría, ‘me felicitarán todas las generaciones…’ Y es que hoy estamos celebrando la glorificación de María. Llevada en cuerpo y alma al cielo como una primicia después de Cristo para que contemple y viva ya por toda la eternidad la gloria del Señor en la visión de Dios. Es ‘la mujer vestida de sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas’, de la que nos habla la Apocalipsis para referirse a la Iglesia, nueva Jerusalén, pero en la que nosotros contemplamos también a María.
El camino de María es nuestro camino y es el camino de la Iglesia, porque seguimos sus pasos. Y la gloria de María es la imagen de la gloria de la Iglesia, la imagen y el espejo de la gloria que un día también recibiremos en la visión de Dios por toda la eternidad.
Maria fue la primera que recibió los frutos de la redención de Cristo. En virtud de los méritos de su Hijo fue preservada de toda mancha de pecado para vivir para siempre llena de gracia, como la llena de la vida de Dios. ‘El Señor está contigo… llena eres de gracia…’ le dijo el ángel en la anunciación. La contemplamos Inmaculada, purísima, desde el primer instante de su concepción. Preservada del pecado original porque iba a ser la madre de Dios, justo era que ella fuera también la primera criatura en ser llevada al cielo para gozar de la visión de Dios, a gozar de la Pascua eterna del cielo.
Contemplar ese camino de la gloria de María es para nosotros aliciente, ejemplo y estímulo en nuestro peregrinar. En medio de tantas oscuridades que nos rodean en la vida necesitamos un faro de luz que nos ilumine y nos señale el camino seguro hacia el puerto de nuestra salvación. En nuestra lucha contra el pecado y el mal necesitamos saber que la victoria es posible, que podemos alcanzarla y que un día todo será para nosotros luz, dicha y salvación eterna. Merecen la pena las luchas, los trabajos, los esfuerzos porque tenemos asegurada la victoria. Nos lo está diciendo esta fiesta de María en su Asunción, en su glorificación.
Tenemos que caminar hacia la montaña como María, tal como nos lo señala hoy el evangelio. ‘María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá… a casa de Isabel’.
Ponernos en camino a la montaña será ir al encuentro con el otro como lo hizo María, que fue al encuentro de su prima Isabel en esa actitud profunda de servicio de quien ‘se quedó con Isabel unos tres meses’, como nos dice el evangelio, antes de volverse de nuevo a su casa.
Ponernos en camino a la montaña será la actitud de servicio o será nuestra fe honda y profunda que empapa y envuelve toda nuestra vida, para nunca dudar, para siempre creer, esperar y amar; una fe que nos levanta y nos pone en camino; una fe que nos levanta y nos pone en camino, porque nos hace ponernos en pie ante Dios para decir Sí como María; nos levanta y nos pone en camino porque nos hace abrirnos a Dios, para dejar que Dios actúe en nosotros, para que Dios venga y haga maravillas en nosotros, como lo hizo con María. ‘El Poderoso ha hecho obras grandes en mí, su nombre es Santo’, reconocería y proclamaría María.
Ponernos en camino a la montaña es saber mirar con mirada nueva todo cuanto es nuestra vida y la vida de los que nos rodean; es el sentido nuevo de nuestra vida que descubrimos desde nuestra fe; es el sentido nuevo de los hombres y mujeres que están a mi lado que ya serán para mí para siempre unos hermanos.
Ponernos en camino a la montaña nos levanta y nos compromete, nos hace mirar hacia arriba, nos hace poner altos ideales y sublimes metas en nuestra vida, para que no nos quedemos a ras de tierra. Es la fe que nos hace trascender en nuestra vida. Iremos más allá porque pensamos en la vida eterna que podremos vivir en Dios; vida de dicha, de gloria, de felicidad como ya estamos contemplando en María.
Alegrémonos, gocémonos con María y cantemos con toda la Iglesia la gloria de María. Porque contemplar a María nos hace mirar hacia arriba, aspirar al cielo, nos llena de ansias de eternidad. En el día de la Ascensión del Señor, cuando se aparecieron los ángeles a los discípulos que miraban embelesados cómo Jesús subía al cielo, les dijeron ‘¿Qué hacéis ahí parados mirando al cielo?’; también nosotros ahora en la fiesta de la Asunción de María nos quedamos entusiasmados mirando al cielo. Queremos subir con María; queremos ir tras María, porque sabemos que ella es la primera, la primicia, que participa ya de una gloria a la que nosotros también estamos llamados y que esperamos un día alcanzar.
Hemos pedido hoy en la oración que ‘aspirando siempre a las realidades divinas, lleguemos a participar como ella de su misma gloria en el cielo’. Y pediremos también que ‘nuestros corazones, abrasados en el amor de Dios, vivan siempre orientados hacia Dios’.
Es que María nos enseña a que nuestra vida esté siempre centrada en Dios. Ella no es la luz, es la madre de la Luz, es el faro que nos orienta y no nos perdamos, para que vayamos a donde está la Luz verdadera.
Hoy la celebramos también en nuestra tierra canaria como la Candelaria, la portadora de la luz, porque es la portadora de Cristo a quien lleva en sus brazos, a quien nos está señalando y diciendo que El es la luz verdadera. Por María vayamos hasta Jesús.

viernes, 14 de agosto de 2009

Creemos en un Dios cercano que interviene en el hoy de nuestra vida con su salvación

Josué, 24, 1-13
Sal. 135
Mt. 19, 3-12


Los israelitas han llegado ya a la tierra que el Señor les había prometido, ahora ya conducidos por Josué después de la muerte de Moisés. Antes de asentarse en aquella tierra tan deseada Josué les plantea seriamente a qué Dios van a servir. ¿Al que les ha conducido por el desierto en medio de grandes prodigios y cosas maravillosas para traerles a aquella tierra o a los dioses de aquellos pueblos con los que van a convivir? ‘Yo y mi casa serviremos al Señor’, es la opción por la que se decanta Josué.
Josué les hace un resumen de su historia que es una historia de salvación, que es la historia de la acción de Dios en medio de aquel pueblo. Les recuerda cómo Dios llamó a Abrahán ‘allá al otro lado del río Eufrates y lo conduje por todo el país de Canaán…’ Les recuerda los grandes patriarcas Isaac y Jacob y su marcha a Egipto. ‘Saqué de Egipto a vuestros padres con los portentos que hice’ y los hice atravesar el Mar Rojo. Finalmente les recuerda todas las dificultades pasadas en los largos años del desierto hasta entregarles la tierra en la que se iban ahora aposentar. No es simplemente la historia humana de Israel, sino que es la historia de las intervenciones de Dios con el pueblo al que ha escogido y al que ama.
Viene a ser como una profesión de fe. El judío no trataba de definir a Dios a partir de ideas o de conceptos, como un filósofo pudiera hacerlo. Dios ha dado, es cierto, razón e inteligencia al hombre para que incluso pueda llegar a descubrir la existencia de Dios. Así lo hicieron los filósofos de la antigüedad que incluso en medio de pueblos politeístas que adoraban a muchos dioses sin embargo hablaban de la existencia de un único Dios verdadero, al que desde la razón podían llegar a vislumbrar.
Pero el Dios en el que cree el pueblo judío es el Dios de la revelación. El Dios que se revela en su actuar, porque cuando confiesan su fe en Dios lo que hacen es recordar toda esa acción de Dios en su historia y en su vida. Luego vendrá desde la reflexión la profundización en ese misterio de Dios que así se les ha revelado, pero el Dios a quien confiesan su fe y al que adoran es al Dios que ha estado cerca de su pueblo, ha escuchado el clamor de su pueblo y ha caminado con su pueblo manifestando así su poder, su gloria y su amor.
Es cierto que nosotros hemos de saber dar razón de nuestra fe y para eso Dios nos ha dotado de inteligencia y capacidad de razonar. Pero creemos en ese Dios que se nos revela y que nos descubre el misterio más hondo de sí mismo en su actuar, en su amor y en su cercanía. Creemos en el Dios que nos ama y nos ama de tal manera que nos ha dado a su Hijo, nos lo ha entregado para por amor darnos vida, alcanzarnos la salvación.
Así como el judío creía en el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, para expresar así el Dios que había intervenido en su historia, nosotros creemos en el Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo que así nos ha manifestado su amor y también se ha hecho presente junto al hombre – es Emmanuel , Dios con nosotros – para nada menos que regalarnos su vida y su salvación.
También nosotros tenemos que hacer un recuento de nuestra historia personal para descubrir ese actuar de Dios en nuestra vida. En cuántos momentos Dios se nos ha manifestado y se nos ha revelado, nos ha regalado con su amor y ha estado junto a nosotros para liberarnos de todo mal. Nos hace falta esos ojos de fe para descubrirle, pero nos hace falta ese reconocimiento desde nuestro corazón, desde lo más hondo de nuestro ser. Bueno es, en nuestra oración, hacer muchas veces ese recuento de esas intervenciones de Dios en nuestra vida, para reconocerle y para darle gracias, para que así surja nuestra alabanza más fresca, más viva y con toda nuestra vida.
Es el Dios vivo, el Dios personal, el Dios de amor presente también en nuestro corazón. Es el Dios que merece nuestro reconocimiento, nuestra alabanza, nuestra acción de gracias y nuestro amor. Es el Dios al que queremos obsequiar toda la ofrenda y obediencia de nuestra fe.

jueves, 13 de agosto de 2009

El que ama tiene capacidad en su corazón para perdonar

Josué, 3, 7-17
Sal. 133
Mt. 18, 21-19, 1


Pedro le sale con una pregunta a Jesús que en el fondo tenemos que reconocer que es una cuestión que de alguna manera nosotros también nos planteamos. ‘Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar?’ Es que le he perdonado una y otra vez, tantas veces…
Lo que aquí se nos está planteando es una exigencia del amor. Hemos reflexionado diciéndonos que toda nuestra vida tiene que estar envuelta por el amor, porque es nuestro distintivo y nuestra diferencia. Pues aquí está una exigencia muy concreta del amor. tendríamos que preguntarnos, ¿podemos decir que amamos si no perdonamos? Cuando nos cuesta tanto perdonar, ¿no será porque no amamos lo suficiente?
El que ama de verdad tiene capacidad en su corazón para perdonar. Si amas a alguien de verdad, ¿cómo no lo vas a perdonar? Quizá tendríamos que recordar aquel texto de san Pablo en la Carta a los Corintios (1Cor, 13), que tantas veces hemos leído como muy hermoso, pero que no sé si hemos meditado lo suficiente, o hemos hecho que nuestro amor seriamente esté enmarcado por aquellas características que allí se nos dan.
El amor no tiene límites. El amor es generoso. El amor perdona siempre. Pero nos cuesta comprender la densidad del amor. Un amor que no se queda en palabras bonitas. Un amor que no es sólo para los que me aman. Un amor que es universal, que es para todos; también para los que hayan podido ofenderme.
Lo sabemos pero sin embargo ponemos límites porque nos cuesta la generosidad. Lo sabemos pero nos cuesta perdonar, porque aparecen tantos orgullos y desamores dentro de nosotros. Lo sabemos pero andamos haciendo cálculos de hasta donde podemos llegar.
Para amar de verdad también es importante saber experimentar el amor, el sentirnos amados. Y porque nos sentimos amados, hemos sido perdonados tantas veces. Es quizá lo que le faltó al hombre de la parábola que propone Jesús. Su señor le había perdonado aquella inmensa deuda, y sin embargo el no era capaz de perdonar la mezquindad que le debía el hermano. No se había gozado con el perdón que le habían concedido. No se había dado cuenta de que si le habían perdonado su deuda era como consecuencia del amor. Y a ese amor tendría él que responder también con amor y aprender entonces a perdonar a su vez.
Es que no terminamos de calibrar bien hasta donde llega el amor que Dios nos tiene. Es la lección que tenemos que aprender de la parábola. Y así no estaremos poniendo límites. Pedro, cuando le hizo la pregunta a Jesús se atrevió a aventurar si tenía que llegar hasta siete veces. Ya sabemos la respuesta de Jesús. ‘No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete’.
Y es que el que ama no lleva cuentas. El amor no sabe de números ni de límites. El amor siempre es generoso.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos

Deut. 31, 1-8
Sal. Deut. 32
Mt. 18, 1-5.10.12-14


Todo en el cristiano ha de estar conformado por el amor. Lo hemos reflexionado muchas veces y no nos podemos cansar de reflexionarlo. Es nuestro distintivo. Es el mandato de Jesús. Es el sentido de nuestro vivir. Pero no se puede quedar en bonitas palabras. Tiene que reflejarse en nuestras posturas, en nuestras actitudes, en nuestro actuar, en nuestros gestos, en los detalles de la vida de cada día.
El amor nos lleva a buscar siempre el bien, a desear lo bueno y lo mejor, a buscar la manera, ayudándonos mutuamente, a que todos siempre caminemos por las sendas del bien. No es ya sólo preocuparme yo de hacer el bien, sino ayudar para que el que está a mi lado haga también el bien.
Confieso que lo que hoy nos pide Jesús en el evangelio no siempre es fácil de realizar. Confieso que a mi me cuesta y no siempre sé realizarlo. Claro que es algo que tiene que estar impregnado por el amor; tiene que surgir del amor, y realizarse además con mucho amor, con mucha delicadeza, con mucha humildad también.
Nos habla Jesús de la corrección fraterna. Difícil hacerlo y difícil aceptarlo. Difícil para el que tiene que realizar una corrección al hermano, y difícil también para quien es corregido por el hermano. Sólo lo podemos hacer bien si lo hacemos desde el amor, desde la delicadeza, desde el respeto, desde la humildad. Sólo lo aceptaremos también si miramos esa corrección con amor y sabemos ser humildes para reconocer los errores que hayamos cometido. Uno y otro podrán hacerlo y recibirlo bien, si en verdad nos sentimos hermanos que caminamos juntos y nos ayudamos en ese camino.
Porque no podemos ir al otro desde el orgullo o la superioridad de que nosotros somos buenos y perfectos. Tengo que ir con la humildad de que se siente también pecador y también comete errores. Reconociendo que quizá haya una viga en mi ojo, cuando voy a señalarle la mota que puede tener el hermano en su ojo. Por eso esa actitud de humildad. Esa delicadeza y respeto con que me acerco al otro. Y es difícil hacerlo. Difícil pero posible si ponemos suficiente amor en nuestra vida.
Jesús nos da pautas para hacerlo. ‘Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos… si no te hace caso, llama a otro o a otros dos…’ Claro que nosotros muchas veces primero llamamos al otro para comentar lo malo que haya podido hacer el hermano, que ir directamente a él con caridad para corregirlo como a un hermano. Si siguiéramos las pautas de Jesús, qué distintas haríamos las cosas.
Nos habla también hoy Jesús en el texto del evangelio del perdón que Dios nos concede a través de su Iglesia. En cierto modo nos está hablando del Sacramento de la Reconciliación. Precisamente en la antífona del aleluya antes del evangelio se nos habla de cómo Dios nos reconcilió en Cristo y cómo a nosotros se nos ha dado ese ministerio de la reconciliación. Es misión de la Iglesia, que nos trae el perdón de Dios, pero es tarea del cristiano ejercer ese ministerio de reconciliación para que todos siempre nos sintamos hermanos que nos queremos y caminamos juntos por las sendas de la vida.
Y finalmente nos habla del valor de la oración comunitaria. ‘Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos’. Unidos para orar, unidos sintiendo la presencia de Jesús.
Que sintamos de igual manera esa presencia de Jesús a nuestro lado cuando ejercemos ese ministerio de la reconciliación o cuando nos acercamos al hermano con amor y humildad para buscar siempre el bien.

martes, 11 de agosto de 2009

El que acoge a un niño como éste…

Deut. 31, 1-8
Sal. Deut.32
Mt. 18, 1-5.10.12-14


En otra ocasión habían sido los discípulos los que se peleaban por los primeros puestos, por quién iba a ser el más importante. Por el camino habían ido discutiendo y al llegar a casa Jesús les había preguntaba de qué discutían, pero ellos avergonzados se callaron por iban discutiendo sobre quién iba a ser el primero entre ellos. Y cuando los hermanos Zebedeos quisieron estar uno a la derecha y otro a la izquierda en su Reino valiéndose de la posible influencia familiar de la madre, los otros se habían puesto a ronronear por allá envidiosos de las pretensiones de los dos hermanos.
Ahora fueron los mismos discípulos los que vinieron a hacerla la pregunta a Jesús. ‘Se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron: ¿Quién es el más importante en el Reino de los cielos?’
Entonces les había dicho que no podían ser como los poderosos de este mundo que lo que querían eran mandar e imponerse sobre los demás, sino que habían de ser los últimos, ser serviciales con todos. ‘El que quiera ser el primero que se haga el último y el servidor de todos’, les había dicho.
Ahora la respuesta fue poner a un niño en medio de ellos. Lo había hecho también en alguna de aquellas ocasiones. ‘El llamó a un niño, lo puso en medio, y dijo: Os digo que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Por tanto el que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el Reino de los Cielos’.
Hacerse como un niño; hacerse pequeño; tener la inocencia y la candidez de un niño; ser una persona disponible y servicial como lo sabe hacer un niño. Sin malicias, sin apetencias de cosas grandes, sin resentimientos hacia los demás, sin doblez de corazón. Los niños saben estar siempre los unos con los otros en sus juegos, no pierden la sonrisa ni la alegría del corazón.
Hacerse como niños y acoger a los niños. ‘El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí’. Acoger al pequeño y al humilde; acoger y aceptar al que nadie quiere y se menosprecia, acoger al que nos parece insignificante y que nada vale; acoger al que no cuenta, y al que pasa desapercibido; acoger a todos sin diferencia ni distinción.
Cuando nos vamos haciendo mayores cuánta malicia vamos dejando entrar en el corazón; cuantos sueños y apetencias de grandezas, de relumbrones, de figurar para que me tengan en cuenta; cuánta soberbia se nos va metiendo en la vida. Cuando nos vamos haciendo mayores, nos creemos tan grandes e importantes que nos permitimos hacer distinciones, discriminaciones: éste me gusta y este no; aquel me cae bien y este otro no lo soporto; aquel me dijeron que era no sé qué y este no es de los míos, de mis amigos o de los de mi tierra.
Y nos dejamos llevar por prejuicios, e influimos en los demás con nuestros comentarios no siempre buenos y si muchas veces para resaltar defectos o lo que nos parece a nosotros que son cosas malas. Cuánto daño nos hacemos los unos a los otros con nuestros comentarios y nuestros prejuicios. Y ya miramos al otro con un determinado color de cristal y nos costará aceptarlo porque siempre para mí será eso que me dijeron o que yo me imaginé.
Jesús nos pide un estilo nuevo para los que vamos a pertenecer a su Reino. Por eso nos dice que nos hagamos como niños y que acojamos a los niños. Es una mirada nueva la que he de tener hacia el hermano, una actitud nueva en mi corazón, pero también en mis actitudes y en los gestos externos que tenga en mi relación con los demás,
¿Quién será el más importante en el Reino de los Cielos? Hagámosle caso a Jesús, pongamos esas actitudes nuevas en nuestro corazón, y comencemos a relacionarnos de una forma nueva y distinta.

lunes, 10 de agosto de 2009

Un corazón generoso y desprendido por amor

San Lorenzo mártir
2Cor. 9, 6-10
Sal. 111
Jn. 122. 24-26


No hay cosa más hermosa que un corazón generoso y desprendido. Es el primer pensamiento que se me ocurre al escuchar el texto que se nos ofrece hoy de la carta a los Corintios.
Hay quienes hacen las cosas simplemente por cumplimiento, porque hay que hacerlas. Tenemos que ser buenos y hacemos cosas buenas, pero que no me pidan demasiado, que yo ya le ayudé a esa persona, que yo ya he hecho muchas cosas… y así razonamos muchas veces de forma mezquina, aunque hagamos cosas buenas. Es que pareciera que hacemos las cosas por obligación. Y quien actúa así no será generoso nunca, sino que siempre estará poniendo o buscando límites o medidas.
El que tiene un corazón generoso nunca pondrá límites, sino que siempre está disponible para lo más. No mirará si gana o pierde con lo que hace, sino que su preocupación será hacer lo bueno, hacer el bien. Porque ésa es una tentación, medir, mirar lo que pierdo o lo que gano cuando hago algo por los demás.
Hoy nos dice san Pablo: ‘El que da de buena gana, lo ama Dios’. y en generosidad siempre nos gana Dios. Así nos dice a continuación: ‘El que proporciona semilla para sembrar y pan para comer, os proporcionará y aumentará la semilla, y multiplicará la cosecha de vuestra justicia’. No habla de cosechas con miras humanas. Nos habla de la cosecha de la justicia, de la caridad, del amor. Porque así se desborda el amor de Dios en nosotros.
Podemos conectar con lo que nos dice el Evangelio. ‘El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna’. Aunque queramos ser buenos, siempre aflora la tentación del egoísmo y de mirar por nosotros mismos. No queremos perder. Pero Jesús nos está diciendo el que pierde, ganará. Son las maravillas del evangelio que pueden parecernos contradictorias, pero que son de gran sabiduría, la Sabiduría de Dios.
No nos importe ser el grano de trigo que se entierra para que pueda germinar y dar fruto. Si queremos guardar el grano y no perderlo, porque queremos conservarlo bonito a nuestro lado, ese grano nunca dará fruto; más bien con el paso del tiempo se consumirá y ya no nos servirá para nada. ‘Os aseguro, que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto’. Ha de enterrarse y perderse allá dentro de la tierra para produzca la nueva planta de la que brotará la generosa espiga, que ya no será un solo grano sino que serán muchos granos, será mucho fruto. Así con nuestra vida. ‘El que siempre tacañamente, tacañamente cosechará; y el que siembra generosamente, generosamente cosechará’.
Estamos haciéndonos esta reflexión a partir de los textos que la liturgia nos propone en este día de san Lorenzo. Se consumió en el fuego del amor.
Cuando hablamos de san Lorenzo pronto nos viene la imagen de la parrilla sobre la que fue quemado vivo. Pero si llegó a este grado de martirio, no fue cosa de un momento, sino de algo que había ido preparándose en su corazón. Era un corazón caldeado por el amor, encendido en el fuego del amor divino. San Lorenzo era diácono de la Iglesia de Roma, servidor. Su función era el servicio en la administración de los bienes de la Iglesia a favor de los pobres.
Cuando el emperador romano le pide que le traiga las riquezas de la Iglesia, la tradición nos habla de que llevó a los pobres de la comunidad y de Roma y los puso delante del emperador. ‘Estos son la riqueza de la Iglesia’. Aquellos pobres a quienes eran destinados los bienes que la comunidad compartía y que tan generosamente administraba san Lorenzo. Ahí en el fuego del amor de Dios a los demás había ido caldeando su corazón, consumiéndose de amor por Cristo, en el que el martirio no fue sino el momento culminante de aquella ofrenda viva de amor que él había hecho al Señor. Fue el sacrificio y la víctima de suave olor presentada al Señor, como nos decía ayer la carta a los Efesios.
¡Qué hermosa lección para nuestra vida! Que llenemos nuestro corazón de amor y generosidad, así estaremos siempre disponibles para más amar.

domingo, 9 de agosto de 2009

Yo le resucitaré en el último día


1Rey. 19, 4-8;

Sal. 33;

Ef. 4, 30-5, 2;

Jn. 6, 41-52



¿Queremos morir o queremos vivir? Una angustia permanente del hombre de todos los tiempos es la muerte. No nos queremos morir ni queremos que se nos mueran los seres queridos. ¿Cómo reaccionamos nosotros? ¿Cómo reacciona la gente de nuestro entorno ante el hecho de la muerte? Hay quien tiene una reacción fatalista y estoica, como hay quien se desespera, pero unos y otros pueden terminar viviendo en la práctica una negación de la trascendencia y de la posibilidad de una vida más allá de la muerte corporal, y hasta una negación de la vida eterna. Aunque nos parezca que lo tenemos claro, muchos a nuestro alrededor no lo tienen tan claro.
Y Jesús hoy nos habla de resurrección, de no morir o de vivir para siempre. Pero para ello nos habla de creer en El, nos exige creer en El, porque el que cree en El, nos dice, tiene vida eterna. ¿Cómo entender todo esto? ¿Qué tiene que ver esta vida que nos ofrece Jesús con esas ansias de vida que tenemos nosotros que no queremos morir?
Veámoslo. Hemos visto en el evangelio que los judíos le critican porque les dice que El ha bajado del cielo. Ellos le conocen, saben que es de Nazaret, conocen a su familia, saben que es el hijo del carpintero. ¿cómo es que les dice ahora que El ha bajado del cielo?
Jesús les responde hablándoles de ir a El, pero les dice ‘Nadie puede venir a mí, si no lo trae el Padre que le ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día’. Hay que ir a Jesús para creer en El y ser por El resucitados y llenos de vida eterna. No es cuestión de nuestro voluntarismo, simplemente de que nosotros queramos o no.
Es cuestión de gracia Dios que nos atrae y a la que nosotros hemos de dar respuesta. Escuchar al Padre en nuestro corazón para llegar hasta Jesús; como en otra ocasión que nos dirá que es necesario escucharle y conocer a Jesús para conocer al Padre, e ir hasta el Padre. ‘Todo el que escucha lo que dice el Padre, viene a Mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que viene de Dios. Ese ha visto al Padre’. Cuestión de gracia, de sentirlo en nuestro interior, de dejarnos conducir por El. Cuestión de fe. Porque ‘el que cree tiene vida eterna’.
Decíamos al principio que queremos vivir, no queremos morir, pero quizá no tenemos trascendencia en la vida y no creemos en la vida eterna. Prueba de ello es la manera cómo se vive la vida. Vivimos pensando sólo en el momento presente. Algunos dicen, y no sé si lo dirán con seriedad, que nadie ha venido para contarnos del más allá. Si lo que queremos es palpar con nuestras manos para poder estar convencidos, lo tenemos difícil, pero diríamos que no sólo en esta cuestión de la vida eterna, sino en todo lo que sea creer o aceptar lo que otro nos dice. Algunos pretenden ponerlo en duda todo. ¿Cómo no van a poner en duda también la vida eterna de la que nos habla Jesús? Es cuestión de fe y cuestión de creer en Jesús.
Fe que no es una quimera o un sueño. El que tiene fe de verdad tiene de hecho una experiencia interior tan profunda o más que todas las otras razones que puedan darnos en la vida para otro tipo de cosas. Si te abres a la fe de verdad y te dejas conducir por Dios vas a tener una experiencia de Dios muy profunda en la vida. Ahí encontraremos todas las razones, todas las motivaciones para esa fe. Encontraremos la fuerza para creer y para vivir.
La primera lectura nos ha hablado en parte de esa experiencia de Dios que tuvo el profeta Elías. ¿Dudas en su interior? ¿cansancio en sus luchas? ¿angustia interior por lo difícil que le resultaba el cumplimiento de su misión? Por todo eso y mucho más estaba pasando el profeta. Quería morirse. ‘Caminó por el desierto una jornada de camino y al final se sentó bajo una retama y se deseó la muerte diciendo: Basta ya, Señor, quítame la vida, pues yo no valgo más que mis padres…’
Allí estaba el primer paso de esa experiencia de Dios, porque realmente él no había dejado de creer. El ángel de Dios, el pan, la jarra de agua a su lado… escuchamos en el texto. ‘Levánte y come…’ le dice el ángel por dos veces, ‘que el camino es superior a tus fuerzas… Y con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios’. Allí se completaría la experiencia de Dios que le hizo volver para terminar de cumplir su misión profética.
Un pan de Dios que le dio fuerza, que le dio vida. Como pan de Dios era el maná que Dios dio a los israelitas en el desierto para llegar a la tierra prometida. Pero con aquel maná murieron los israelitas. Ahora Cristo promete un pan que el que lo coma no morirá, vivirá para siempre. ‘Este es el pan que baja del cielo para que el hombre coma de él y no muera… yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá para siempre’.
Ya nos lo había dicho: ‘El que viene a mi… yo lo resucitaré el último día… el que come de este pan tiene vida eterna…’ Ya Jesús nos está diciendo nuevas cosas en esta progresión del discurso del Pan de vida. Creer en El – como escuchamos el domingo pasado -, comerle porque es el Pan de vida. Su carne es el pan de vida que El nos da para la vida del mundo. Pero ya sabemos cómo tenemos que alimentarnos de El. Es nuestro alimento. Comiéndole a El tendremos vida.
El camino es superior a nuestras fuerzas. Cuánto tenemos que hacer, o de cuánto tenemos que despojarnos. Recordemos brevemente lo que nos decía la carta a los Efesios. Nos señala cuál es el verdadero vivir, cuál es la verdadera vida. Marcados por el Espíritu del Señor lejos de nosotros las amarguras, la ira, los enfados e insultos, toda maldad. Eso es muerte. Tenemos que revestirnos de bondad, de comprensión, siendo capaces de perdonarnos siempre unos a otros. ‘Como Dios os perdonó en Cristo… vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave olor’.
Y todo eso lo podemos hacer si nos llenamos de Cristo, si nos alimentamos con ese Pan de Vida que Cristo nos da, que es El mismo. Así tendremos vida y vida para siempre.