sábado, 18 de julio de 2009

El pabilo vacilante no lo apagará

Ex. 12, 37-42
Sal. 135
Mt. 12, 14-21


‘Los fariseos, al salir, planearon el modo de acabar con Jesús’. Ya comienzan a maquinar contra Jesús.
Les habíamos visto plantearle sus reticencias y desconfianzas al modo de vida nuevo que Jesús viene planteando. Recriminan a los discípulos, que en el fondo era como echar en cara a Jesús por lo que hacen sus discípulos, porque en sábado al pasar por un campo de trigo cogieron unas espigas para estrujarlas y comerse sus granos. ‘Mira, tus discípulos están haciendo una cosa que no está permitida en sábado’. Ellos en su intransigencia y ritualismo aquello lo consideraban como si fuera el trabajo de segar.
Si Jesús les había anunciado a los discípulos cuando los envía que no siempre iban a ser bien recibidos, si incluso en las bienaventuranzas hay una para los que son perseguidos por causa de su nombre, Jesús sabía también que a El lo iban a perseguir. ‘Planeaban el modo de acabar con Jesús’.
‘Y Jesús, cuando se enteró, se marchó de allí y muchos lo siguieron…’
Su obra continúa, porque continúa su predicación y los signos que realiza. ‘El lo curó a todos, mandándoles que no lo descubrieran’. Le veremos en muchas ocasiones que cuando cura a un leproso o a un paralítico, les manda que no se lo digan a nadie. No quiere Jesús publicidades, sino lo que quiere Jesús es llegar al corazón y sea el corazón lo que cambie.
Esto dará pie para que el evangelista recuerde los anuncios del profeta Elías que en Jesús se van cumpliendo. Nos recoge aquí el evangelista una serie de textos del profeta Elías que no encontraremos recopilados así en las profecías sino en distintos lugares. Y es que un deseo del evangelista al trasmitirnos el evangelio es hacer hincapié en que lo anunciado se va cumpliendo en Jesús. Los destinatarios primeros del evangelio de Mateo son cristianos provenientes del judaísmo, de ahí ese interés en mencionar la Escritura.
‘Así se cumplió lo que dijo el profeta Isaías: Mirad a mi siervo, mi elegido, mi amado, mi predilecto…’ Es proclamado de diversas maneras en la profecía de Isaías, pero seguramente a nosotros nos recordará otros dos momentos del evangelio. La manifestación de la gloria de Dios en el Jordán tras el Bautismo de Jesús, donde se oye la voz venida del cielo señalando a Jesús como el Hijo amado del Padre. ‘Este es mi Hijo amado, mi predilecto’. Pero también nos recuerda el Tabor. Cristo transfigurado en presencia de sus discípulos y la voz del Padre que surgen en medio de la nube que los envuelve: ‘Este es mi Hijo amado, escuchadlo’.
‘Sobre El he puesto mi espíritu para que anuncie el derecho a las naciones’
. Nos evoca lo que nos cuenta san Lucas de la visita de Jesús a la Sinagoga de Nazaret. Allí también se escogió un texto de Isaías. ‘El Espíritu del Señor está sobre mí, porque El me ha ungido. Me ha enviado a anunciar la Buena Noticia a los pobres… para dar la libertad a los oprimidos, para anunciar el año de gracia del Señor’. El Señor que viene y nos anuncia el evangelio de la libertad, de la salvación, del perdón y la amnistía, de la gracia del Señor para todos. ‘…para que anuncie el derecho a las naciones’, que nos dice ahora.
Pero es un anuncio no a base de gritos ni de cosas espectaculares, sino en el silencio del corazón. Ya veíamos que Jesús nos buscaba publicidades gratuitas, sino cambiar el corazón del hombre. ‘No porfiará, no gritará, no voceará por las calles…’ No es con palabras fuertes y violentas, sino desde la humildad y la mansedumbre. No entrará en Jerusalén montado en un caballo victorioso sino en un humilde borrico. Es el estilo nuevo de Jesús que bien tendríamos que aprender a la hora de nuestra presentación del anuncio del evangelio, hecho desde la humildad y la pobreza, aprender a la hora de la actuación de la Iglesia y de predicación de los ministros sagrados.
Por eso siempre la palabra de Jesús será una palabra de aliento, una palabra que nos levante el espíritu, una palabra que haga crecer la pequeña semilla que esté sembrada en nuestro corazón. Todo lo bueno se aprovechará y servirá de base para el crecimiento del evangelio en nuestra vida. ‘La caña cascada no la quebrará, el pabilo vacilantes no lo apagará, hasta implantar el derecho; en su nombre esperarán las naciones’. No echaremos agua para apagar un pequeño rescoldo, no dejaremos que entren vientos que apaguen las llamas vacilantes. El Espíritu del Señor acrecentará eso bueno, aunque sea pequeño, que hay en nuestro corazón.
Que crezca ese pequeño rescoldo de nuestra fe y de nuestro amor que anide en nuestro corazón. El Espíritu del Señor lo hará grande como para contagiar y encender el fuego del amor y de la fe en todos los corazones. Que eso sepa hacer y sepa ser la Iglesia también en medio de nuestro mundo. Que ese sea también el estilo de los pastores del pueblo de Dios, a la manera de Jesús.

viernes, 17 de julio de 2009

Es la Pascua, el paso del Señor… la sangre será vuestra señal…

Ex. 11, 10-12, 14
Sal. 115
Mt. 12, 1-8

‘Moisés y Aarón hicieron muchos prodigios en presencia del Faraón; pero el Señor hizo que el Faraón se empeñara en no dejar machar a los israelitas de su tierra…’
Hemos escuchado anteriormente como Dios en el Horeb confía Moisés la misión de ir al Faraón para sacar a los israelitas y llevarlos a la tierra prometida por el Señor. Pero ya Dios le anunciaba que el rey de Egipto no los dejaría marchar ni a la fuerza. Con el testo citado se nos quiere recoger todas aquellas maravillas que el Señor hizo para liberar a su pueblo en lo que son llamadas las plagas sobre Egipto.
El testo que nos ofrece la liturgia hoy del Éxodo, que ya nos lo presenta como primera lectura en la Eucaristía del Jueves Santo, viene a ser como una descripción de lo que podríamos llamar la liturgia de la Cena Pascual. Una cena enormemente significativa en la historia y en la fe del pueblo judío, porque es la primera celebración de la Pascua y será cómo cada año celebrarán la Pascua y la cena pascual.
‘Es la Pascua, el paso del Señor… y será un día memorable y lo celebraréis como fiesta en honor del Señor, de generación en generación. Decretaréis que sea fiesta para siempre’. Y así lo harán los judíos celebrando cada año la Pascua con la cena pascual.
Un cordero o cabrito… esa noche comeréis la carne, asada a fuego… y la comeréis así: la cintura ceñida, las sandalias en los pies, un bastón en la mano; y os lo comeréis aprisa porque es la Pascua, el paso del Señor’. Es el inicio de un peregrinar, de un ponerse en camino, por eso, de pie, con el calzado puesto y el bastón en la mano. Es el pueblo peregrino que inicia su camino hacia la tierra que le va a dar el Señor.
‘Y la sangre será vuestra señal…’ Porque es la noche de la liberación. Si hay muerte entre los egipcios es el inicio de un camino de vida y de libertad para los israelitas. Por la señal de la sangre serán liberados de esa muerte y de esa esclavitud. ‘Será un día memorable…’ lo recordarán siempre.
Fue en el marco de esa cena pascual – por eso la liturgia nos lo recuerda en el día del Jueves Santo al ofrecernos este mismo texto – en el que Jesús celebró la Última Cena y nos dejó la Eucaristía, Sacramento de la Alianza nueva y eterna. Por eso todo lo que se celebra en esta cena pascual judía es anticipo y preparación para la verdadera pascua, la pascua nueva y eterna.
Es el Paso de Dios también por nuestra vida regalándonos su salvación. También la Sangre derramada será la señal de nuestra liberación. Y ya no es cordero que comían los judíos sino el verdadero y auténtico Cordero Pascual que es Cristo mismo que se nos da y se n os ofrece, que derrama su sangre y nos entrega su vida para que nosotros seamos arrancados de la muerte y tengamos vida para siempre.
Celebramos nosotros también la Pascua cada vez que celebramos la Eucaristía, memorial de la muerte y de la resurrección del Señor, verdadero paso salvador de Dios por nuestra vida en la muerte de Jesús para que nosotros tengamos vida.
Mucho tendría que hacernos pensar la celebración de la Eucaristía para que sea siempre para nosotros verdadera pascua, verdadero paso salvador de Dios por nuestra vida. Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz estamos anuncia la muerte del Señor; estamos preparándonos como en un anticipo para el día en que podamos celebrar la Pascua eterna en el cielo. Allí cantaremos eternamente la alabanza del Señor. Allí celebraremos la Pascua definitiva porque más que paso del Señor será vivir en el Señor para siempre cantando la gloria de Dios.

jueves, 16 de julio de 2009

La Virgen del Monte Carmelo y el Escapulario


La Virgen del Monte Carmelo y el Escapulario


Allá por los siglos XII y XIII se organizaron las Cruzadas a Tierra Santa con la finalidad de liberar a la tierra de Jesús del poder musulmán y facilitar así el acceso a tantos peregrinos que se veían imposibilitados de acceder a Jerusalén, Belén, Nazaret y tantos lugares santos de la vida de Jesús.
Muchos de estos cruzados así como muchos peregrinos no regresaban después de su visita a los santos lugares sino que se quedaban estableciéndose como eremitas en diferentes lugares. Uno de los lugares escogidos era el monte Carmelo, cadena montañosa que se extiende desde las llanuras de Galilea hasta el mar Mediterráneo.
El monte Carmelo se recuerda sobre todo por ser el lugar donde habitó el profeta Elías y sostuvo numerosos combates con los falsos profetas de los ‘baales’ que pretendían imponer la idolatría. Por eso estos eremitas querían vivir en el espíritu ascético y de oración del profeta y poco a poco se fueron agrupando, dando origen a lo que sería luego la Orden del Carmelo, o los Carmelitas como comúnmente los llamamos.
En dicho monte elevaron un templo dedicado a la Virgen que, como no podía ser menos, pronto se le invocó como la Virgen del Monte Carmelo, la Virgen del Carmen como la llamamos normalmente. Podíamos decir que es el origen de esta devoción a la Virgen en esta advocación tan extendida por todas partes.
Una de las formas con la que honramos a la Virgen del Carmen es llevar su escapulario. Pero ¿qué es un escapulario? ¿simplemente ese trozo de tela marrón con la imagen de la Virgen que llevamos sobre el pecho y la espalda? A esa mínima expresión, es verdad, que se ha quedado reducido. Pero el escapulario es algo más.
Expliquemos brevemente su origen. El escapulario era algo así como el traje de faena que se ponían los trabajadores del campo o de otras actividades sobre su ropa ordinaria. Cuando se pertenecía a un mismo gremio o se trabajaba en una misma propiedad el color de ese ropaje de trabajo era el mismo para hacer algo así como una distinción con el resto de trabajadores. Hoy todavía en muchas empresas los operarios llevan un uniforme que los distingue.
Entrando en el ámbito religioso, los monjes cuyo lema de vida es el trabajo y la oración, utilizaban y utilizan ese escapulario, que suele ser por el color o la forma también un distintivo de la propia orden o congregación. Lo seguimos viendo hoy en muchas familias religiosas. Nuestros monjes del Carmelo llevaban ese escapulario en ese color marrón característico.
Llevar ese escapulario de la Virgen es, entonces, un vestirse de la Virgen, igual que aquellos religiosos que llevan ese hábito para significar como se visten de la Virgen queriendo imitar en ellos sus virtudes y su santidad. Creo que ese es el verdadero sentido que le hemos de dar al escapulario, aunque lo hayamos reducido a la mínima expresión en su tamaño. No puede ser como llevar un amuleto que me proteja. Es algo más hondo. Me visto de María, quiero copiar a María, quiero tener en mí las virtudes de María.
Por eso hay que se congruente entre un habito, un escapulario o un signo religioso que llevemos externamente y la vida que llevamos. No puedo seguir en mi vida de pecado mientras me pongo el escapulario o me visto el hábito de la Virgen. Eso no tiene sentido. Me exige un esfuerzo por realizar el camino de la santidad. Contando, por supuesto, con la ayuda de la Virgen que nos obtiene al gracia de Dios.
Ese es el buen sentido del escapulario, en este caso, de la Virgen del Carmen. Cuánto tenemos que aprender de María, cuánto tenemos que copiar de sus virtudes y de su santidad. No ha de ser algo que me pongo externamente. Es un revestirse de María, pero desde dentro. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores… para que salgamos de nuestra vida de pecado, para que caminemos por sendas de santidad, para que vivamos todas las virtudes que en María vemos reflejadas.

Mi yugo es llevadero y mi carga ligera

Ex. 3, 15-20;
Sal. 104;
Mt. 11, 28-30


Podríamos pensar que el maestro lo que hace es señalarnos unas normas o unas pautas que el discípulo tiene que seguir a rajatabla si en verdad quiere seguir su camino. Unas normas que nos dicen minuciosamente lo que podemos o no podemos hacer, unos preceptos, mandatos o prohibiciones que van marcando la totalidad de lo que hacemos o no hacemos. Es lo que hacían los maestros de la ley y los fariseos en los tiempos de Jesús. Así, por ejemplo, la llamaban yugo al cumplimiento fiel y escrupuloso de esa ley o la obediencia ciega que se tenía hacia la ley.
Es fácil, creo, entender lo de yugo, pues bien sabemos que el yugo es esa herramienta que se ponía al cuello de los animales que nos servían por ejemplo en los trabajos agrícolas o para el transporte, bien fuera unciéndolos a otro para que siguieran al unísono la misma trayectoria o bien de forma individual para que la persona que los condujera pudiera tener un más fácil dominio sobre dicho animal. El yugo, podríamos decir, se convertía en una dirección irremediable del que dicho animal no se podía sustraer.
Pero ¿qué es lo que nos dice Jesús hoy? ‘Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré…’ Cansados y agobiados por pesadas cargas? ¿cansados y agobiados por las tareas de la vida? ¿cansados y agobiados por las luchas contra la tentación y el peligro, los esfuerzos de superación…? En el Señor encontraremos alivio y descanso. En el Señor veremos las cosas de otra manera.
Jesús nos añade. ‘Cargad con mi yugo y aprended de mí…’ Tenemos que ir a Jesús y aprender de El. Pero Jesús nos habla de yugo ¿qué quiere decirnos? ¿cómo es el yugo que nos ofrece? Nos dice que en El encontraremos nuestro descanso. Luego ese yugo no puede ser una carga pesada e insoportable. ‘Mi yugo es llevadero y mi carga ligera’. Y nos habla de la mansedumbre y de la humildad de su corazón.
¡Qué alivio seguir a Jesús! En Jesús nos sentimos bien, nos sentimos estimulados, nos sentimos aligerados. No quiere Jesús ponernos pesadas cargas. No quiere Jesús llenar nuestra vida de preceptos y normas. Jesús nos quiere hacer volar por las alas del amor. Por eso, es su único mandamiento. ‘Un mandamiento os doy…’ Uno, no muchos. Uno, y es el amor. Y el amor nunca será una pesada carga. El amor nos hará hacer cosas grandes e importantes, aunque muchas veces esté hecho de las cosas más pequeñas y sencillas. ¿No hacen por amor lo que sea los enamorados y nada les cuesta? Ese es el único yugo que Jesús nos pone. Y más que yugo son alas ligeras que nos llevan volando al encuentro con los demás. ¡Qué hermoso es el encuentro del amor!
Esta reflexión que me hago me hace pensar en muchas cosas. Muchas veces pareciera que no supiéramos caminar por la vida si no la llenamos de normas y preceptos, reglamentos y códigos cuanto más detallados parece que mejor. Y nos atamos a esas normas, a esos preceptos, a esos códigos y pareciera que viviéramos sólo para ello, como si viviéramos dependientes o esclavizados de la norma. Me duele en el alma reconocerlo pero nos sucede también muchas veces en la iglesia o en determinados miembros de la Iglesia. ¡Y Cristo nos ha liberado…!
Pareciera que añoráramos aquellas épocas un tanto oscurantistas, épocas donde parecía que todo se reducía al cumplimiento ritual o formal de unas reglas y preceptos que nos decían hasta donde podíamos llegar y lo que no podíamos traspasar; donde parecía que andábamos con una regla en la mano para medir, para cuantificar, para no pasarnos de la raya, para llegar al mínimo y ya nos quedábamos contentos. ¿No recordáis cuando estábamos midiendo si habíamos cumplido con el precepto de la misa dominical si llegamos antes o después del evangelio, o cuando ya se había iniciado su lectura? O cuando estábamos poco menos que pesando para ver si nos habíamos pasado unos gramos en lo que comíamos o no para cumplir con la ley del ayuno.
¿Serán cosas así lo que nos pide Jesús? ¿ese es el espíritu del evangelio? ¿No andábamos demasiado agobiados y preocupados por el cumplimiento al milímetro de manera formal de los preceptos aunque nuestro corazón estuviera lejos del Señor? Pero ya habíamos cumplido.
Y Jesús nos dice hoy ‘venid a mí los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré… porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera’.Cuidado que no nos volvamos a hacer una religión de mínimos, de preceptos y mandatos y realmente nos olvidemos de Jesús que es nuestro único Salvador y liberador.

miércoles, 15 de julio de 2009

El clamor de mi pueblo ha llegado a mí

Ex. 3, 1-6.9-12
Sal. 102
Mt. 11, 25-27

‘El clamor de los israelitas ha llegado a mi y he visto cómo los tiranizan los egipcios. Y, ahora, marcha, yo te envío al Faraón para que saques a mi pueblo, a los israelitas…’
Ayer comenzamos a leer la historia de Moisés, salvado de las aguas. Aunque hoy estamos viendo cómo Dios lo llama y lo envía, podemos decir con los profetas que desde el seno de su madre el Señor lo había escogido. Las circunstancias de su nacimiento, su infancia y su juventud con las cosas que le suceden es una manifestación de que Dios estaba con él y de alguna manera lo estaba preparando para misión que le había de confiar.
Tuvo que huir de Egipto y refugiarse en las montañas y allí el Señor se le manifiesta de forma extraordinaria. La zarza ardiendo, la voz que se oye desde el cielo y le llama pueden ser impresionantes y una forma maravillosa de manifestarse Dios. El Dios que se manifiesta con inmenso poder y gloria sin embargo es el Dios que escucha a su pueblo y está atento a sus necesidades.
Creo que no hemos subrayado lo suficiente este aspecto en la imagen del Dios del Antiguo Testamento. Es el Dios del temor, pero es el Dios que ama a su pueblo. Es el Dios ante el que hay que descalzarse porque quienes somos nosotros en su presencia, pero es el Dios con quien se puede entrar en un diálogo de amor. Es el Dios poderoso y grandioso, pero es el Dios que envía a sus profetas para que guíen a su pueblo por nuevos caminos de libertad.
Bueno será también destacar la disponibilidad, apertura a Dios pero también humildad de Moisés. ‘Aquí estoy’, es la primera respuesta de Moisés cuando siente la voz de Dios que le habla desde la inmensidad de la zarza ardiente. ‘Quítate la sandalia de los pies porque la tierra que pisas es santa’, es la experiencia que siente en lo más hondo de sí mismo cuando está en la presencia de Dios. ‘Y Moisés se cubrió el rostro, porque temía ver a Dios’. ¿Quién es el para atreverse a acercase a Dios?
Luego se atreverá a replicar a Dios porque se siente indigno e incapaz de la misión que se le confía. ‘¿Quién soy yo para acudir al Faraón o para sacar a los israelitas de Egipto?’ Pero quien le confía la misión no lo deja solo. ‘Yo estoy contigo, y ésta es la señal de que yo te envío: cuando saques al pueblo de Egipto daréis culto a Dios en esta montaña’. El Sinaí será el primer destino una vez que hayan salido de Egipto y atravesado el mar Rojo.
Es ‘el Señor compasivo y misericordioso’, que se acuerda de su pueblo, que lo escucha y que quiere liberarlo. Es ‘el Dios compasivo y misericordioso’, que se manifiesta a los que humildes se presentan ante El. ‘Bendito seas Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque te has revelado a los pobres y a los sencillos’, hemos escuchado decir a Jesús en el evangelio. Es el Dios que nos ama y con amor y humildad nosotros tenemos que ir hasta El. Es el Señor que está con nosotros y camina a nuestro lado en todos nuestros pasos.
Aprendamos de Moisés. Seamos capaces de admirarnos de las maravillas con las que el Señor se manifiesta. ‘Voy a acercarme a mirar este espectáculo admirable, a ver cómo es que no se quema la zarza’. Acercarnos a mirar y admirar esas maravillas con las que Dios se nos manifiesta. Acercarnos a mirar y admirar lo que es ese amor tan grande que nos tiene el Señor que nunca nos olvida sino que nos lleva en la palma de la mano. ‘Bendice, alma mía, al Señor y todo mi ser a su santo nombre… y no olvides sus beneficios… el Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos, enseñó sus caminos a Moisés y sus hazañas a los hijos de Israel’.

martes, 14 de julio de 2009

¿Qué podría hacer por ti que no hubiera hecho?

Ex. 2, 1-15
Sal. 68
Mt. 11, 20-24


‘¡Ay de ti, Corozaín, ay de ti, Betsaida! Y tú, Cafarnaún, ¿piensas escalar el cielo?... se puso Jesús a recriminar a las ciudades donde había hecho sus milagros, porque no se habían convertido…’ Y les recuerda que si hubiera hecho los milagros que hizo en ellas en otras ciudades, ‘Tiro… Sidón… Sodoma…’ su respuesta hubiera sido otra.
‘No endurezcáis vuestro corazón, escuchad la voz del Señor’, nos decía la antífona del aleluya. Porque tenemos que escuchar esas recriminaciones de Jesús no sólo como hechas a aquellas ciudades, sino como un interrogante para nuestra vida y nuestra respuesta. ¿Cómo capaces de reconocer la obra de Dios en nosotros? Dios obra maravillas en nosotros, pero hemos de saber tener ojos de fe para descubrir esa acción de Dios. Como María que cantaba a Dios porque había obras grande en ella el Poderoso.
Sería bueno que nos hiciéramos algo así como una lista de esas maravillas de Dios en nosotros para saber dar gracias, para sentirnos más impulsados a la respuesta. Con esa mirada de fe seríamos capaces de descubrir grandes cosas.
Desde la vida que vivimos que es un don de Dios, pero podemos pensar en ese Bautismo que recibimos a los pocos días de nacer, porque nuestros padres eran cristianos y no querían privarnos del don de la fe y de la gracia del Señor. Nuestros padres que nos dieron la vida, nos dieron una educación, nos enseñaron a creer en Dios, nos fueron conduciendo por los caminos de la vida cristiana. Es un don de Dios. pudimos haber tenido otros padres o pudimos haber nacido en otros lugares y países no cristianos, pero nuestra vida ha sido aquí y en estas circunstancias concretas.
Algunas veces pretendemos decir que Dios no nos escucha, pero cuántas veces tras nuestra súplica al Señor nos hemos visto libres de peligros, hemos salido adelante en nuestros problemas y dificultades, la situaciones difíciles no nos hundieron y así muchas cosas más.
Desde niños hemos recibido los sacramentos, nos hemos podido confesar para pedir perdón al Señor por nuestros pecados y hemos podido comulgar para alimentarnos de Cristo en la Eucaristía. Cuántas veces hemos escuchado la Palabra de Dios que nos ha sido proclamada en nuestras celebraciones o la escuchamos en la intimidad de nuestro corazón en una lectura personal e individual. Gracias de Dios en nuestra vida, iluminación del Espíritu en nuestro caminar.
Podemos pensar en lo que hemos aprendido de los demás, los consejos que nos han dado, los ejemplos que hemos recibido de tantas personas de nuestro entorno. Atenciones que tanta gente ha tenido con nosotros o el amor y cariño que hemos recibido de la familia, de los amigos, de las gentes que nos respetan y que nos quieren.
Si sabemos tener ojos de fe los malos momentos por los que hemos pasado, enfermedades o limitaciones, muerte de seres querido o ausencias que hemos sentido en nuestra vida, hasta los mismos problemas y dificultades son también acción de Dios en nosotros porque nunca nos ha faltado la gracia de Dios en ese instante, en esa situación.
La lista se nos haría interminable. No podemos ser exhaustivos. Cada uno ha de pensar en su propia vida y en su propia historia, porque cada uno tiene sus cosas personales, ese actuar de Dios en su vida concreta con actos concretos. Pero sepamos que Dios se nos está manifestando ahí a través de esos hechos, de esas personas, de esos acontecimientos. En todo ello podemos descubrir una llamada de Dios. ¿No podríamos escuchar quizá aquellas recriminaciones que se cantan en la liturgia del Viernes Santo? ‘Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿en qué te he ofendido? Respóndeme’… ‘¿Qué podría hacer por ti que no hubiera hecho?’
‘No endurezcáis vuestro corazón. Escucha la voz del Señor’
. Da que pensar.

lunes, 13 de julio de 2009

Un Éxodo hacia la Pascua nueva y eterna y la paz para nuestro corazón

Ex. 1, 8-14.22
Sal. 123
Mt. 10, 34-11, 1


La Palabra de Dios que se nos propone en los textos sagrados de la liturgia de este lunes de la decimoquinta semana del tiempo ordinario merece que dividamos el comentario en dos partes
Por una parte en la primera lectura hemos comenzado la lectura del libro de Éxodo, segundo libro de la Biblia y del Pentateuco. Un texto importante que marca la historia del pueblo de Dios y que es también profundamente significativo para nosotros los cristianos. Éxodo es salida; es la salida del pueblo de Israel de la esclavitud que vivían en Egipto camino de la tierra que el Señor les había prometido dar. En textos escogidos durante muchos días iremos siguiendo los pasos de estos momentos tan importantes y significativos de la historia de Israel, el pueblo de Dios.
Hoy se nos narra precisamente esa situación de opresión que vivían en Egipto en donde el Señor hará surgir un libertador, Moisés, que los conduciría a la libertad de la tierra prometida a través del Mar Rojo y del Desierto. ‘Los egipcios les impusieron trabajos crueles y les amargaron la vida con dura esclavitud’, narra el texto sagrado.
Momentos significativos será la primera celebración de la Pascua, imagen de la pascua que cada año celebrarían lo judíos y signo y anticipo de la Nueva Pascua en la Sangre de Cristo con la que seríamos liberados de la peor esclavitud. Pero ya seguiremos meditando sobre ello.
El salmo es bien significativo – ‘nuestro auxilio es el nombre del Señor’ – por refleja la oración del pueblo oprimido pero que sin embargo se siente seguro porque su apoyo y su fuerza es el Señor. ‘Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte… bendito el Señor que no nos entregó en presa a sus dientes… hemos salvado la vida como un pájaro de la trampa del cazador…’
El evangelio viene a ser la conclusión de ‘las instrucciones que Jesús dio a sus discípulos’ después de haberlos elegido y antes de hacer su envío. Sin embargo las primeras palabras que nos dice Jesús hoy nos chocan y nos cuesta entender. ‘No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz: no he venido a sembrar paz, sino espadas’.
Nos parecen palabras en principio incongruentes, difíciles de entender. ¿No es Jesús el Príncipe de la paz anunciado por los profetas? ¿No cantaron los ángeles en su nacimiento la gloria de Dios en el cielo y la paz en la tierra para los hombres que Dios ama? ¿No es Jesús, como diría san Pablo, el que vino a derribar el muro que nos separaba con su sangre derramada, el odio, trayéndonos la reconciliación y la paz?
Tratemos de entender las palabras de Jesús y su sentido. De entrada tenemos que decir y reconocer que Jesús tiene que ser el centro de nuestra vida. El lo es todo para nosotros. Y como creyentes en Jesús nos hemos decantado por El, hemos hecho opción en nuestra vida por El, por su Evangelio, por su Reino. En esa opción por Jesús, El es lo primero para nuestra vida. Nos lo expresa por ejemplo cuando nos dice que ‘el que quiere a su padre o a su madre… a su hijo o a su hija… más que a mí, no es digno de mí…’ No significa que no tengamos que amar a nuestro padre, a nuestra madre, a nuestro esposo o esposa, a nuestro hijo, etc… sino que la fuente de ese amor, el principio por el cual yo voy a tener ese amor es Cristo, modelo, fuerza y ejemplo de lo será nuestro amor.
Cuando hacemos opción por Jesús y queremos seguirle radicalmente viviendo el estilo de vida que nos propone en el evangelio nos vamos a convertir en signo de contradicción para los que nos rodean. Serán muchos los que no nos comprenderán ni aceptarán esa nuestra manera de vivir. Nos rechazarán, y ese rechazo algunas veces nos puede venir desde los más cercanos a nosotros. ‘Los enemigos de cada uno serán lo de su propia casa’, nos dice. Por eso nos invita a tomar su cruz para seguirle, que no temamos la cruz, porque nos llevará hasta El y nos llevará a la vida.
En nosotros mismos además, cuando nos sentimos interpelados por Cristo, quizá no nos sintamos bien interiormente, o bien porque no estemos satisfechos de nosotros mismos, o porque se pueda producir una ruptura interior entre lo que desde Cristo veo que tiene que ser mi vida y lo que mis apetencias o mis pasiones me arrastran. Nos sentiremos inquietos y nos puede parecer que hayamos perdido la paz, pero seguro que al final la encontraremos en la medida en que nos sintamos totalmente cogidos por Cristo.
Cristo fue signo de contradicción, como ya lo había anunciado el anciano Simeón y unos quisieron seguirle y otros le rechazaron; unos lo buscaban y gritaban por El y otros lo llevaron al Calvario y a la muerte. Y el discípulo no es mayor que su maestro. El testimonio lo tenemos en tantos mártires a través de los siglos, pero podemos verlo de muchas maneras hoy en nosotros o en quienes nos rodean.
No es que Jesús no nos venga a traer paz, sino que nos anuncia que nuestra presencia va a producir esa división y esa ruptura que muchas veces puede ser incluso entre nuestros propios seres queridos. Cristo sí quiere nuestra paz, y El nos la da abundantemente allá en lo más hondo de nuestro corazón.

domingo, 12 de julio de 2009

Ve y profetiza a mi pueblo con las señales del amor que son las señales del Reino


Amós, 7, 12-15;

Sal. 84;

Ef. 1, 3-14;

Mc. 6, 7-13


‘El Señor me sacó de junto al rebaño y me dijo: Ve y profetiza a mi pueblo de Israel’. No era un profeta de lo que podríamos llamar de dedicación exclusiva. Era un pastor y un agricultor, ‘cultivador de higos’. El Señor le llama y le envía. Y El disponible para el Señor obedece y es fiel a la misión que se le ha confiado.
Por su parte en el Evangelio Jesús llama a los doce y los envía ‘de dos en dos’. No eran letrados ni maestros en Israel, no eran sacerdotes ni levitas, unos eran pescadores, otro un recaudador de impuestos, otros unas buenas gentes de Galilea, jóvenes inquietos que habían seguido con esperanza en el corazón al profeta de Nazaret que había surgido porque querían ver cumplidas sus esperanzas en el Mesías que había de venir.
Un día Jesús había pasado junto al lago mientras remendaban y repasaban las redes y la barca después de la pesca y los había invitado a seguirle para hacerlos pescadores de hombres; otro día había pasado junto a la garita del recaudador de impuestos y le había invitado a seguirle; otros se habían encontrado con Jesús en su búsqueda de algo nuevo y se habían ido con El. Ahora los llama por su nombre, los constituye apóstoles y los envía con autoridad sobre los espíritu inmundos a predicar la conversión y el perdón de los pecados, a anunciar que el Reino de Dios está cerca, y a curar enfermos y echar demonios.
¿Había sido lo que ellos aspiraban y soñaban? Inquietud había en sus corazones cuando se habían ido con Jesús. Eran jóvenes y sentían el deseo de algo nuevo y grande, algo que les había cambiar no sólo sus propias vidas sino que se sentían con fuerza para cambiar también muchas cosas. Jesús les había salido al paso y se los llevó con El; se dejaron cautivar por Jesús; surgía tanta esperanza en el corazón cuando escuchaban sus palabras. No se podían quedar amodorrados en lo que había sido su vida de siempre y no temían ponerse en camino. Tenemos que reconocer que eran audaces y valientes para emprender algo nuevo. Poco a poco la fe y el amor había ido creciendo en sus corazones por Jesús y ahora se veían embarcados en la tarea de anunciar y construir el Reino de Dios.
¿Qué soñamos y aspiramos nosotros? Seguro que tenemos el corazón lleno de buenos deseos. ¿Habrá ido creciendo también nuestra fe y nuestro amor por Jesús? El hecho de que cada semana al menos fielmente vengamos a estar con El en la Eucaristía puede ser un buen síntoma. También queremos seguir a Jesús y nos llamamos cristianos, o sea, sus discípulos, o lo que es lo mismo los que queremos seguir el paso del camino de Jesús. Con nuestras dudas, con nuestros miedos, con nuestras inquietudes, con nuestras debilidades, con nuestras luchas, con nuestros buenos deseos… ¿Seremos audaces como aquellos primeros discípulos para ponernos nosotros también en camino?
Queremos cada día crecer más y más en nuestra fe y en nuestro amor. Nos dejamos iluminar por su Palabra y nos queremos dejar caldear por el fuego de su Espíritu de amor. Pero todo eso no es para nosotros solos, para que nos enriquezcamos nosotros solos con su gracia. ¿Sentiremos también la llamada que nos impulsa hacia delante para ir al encuentro con los demás con la Buena Noticia de lo que vivimos? Tenemos que ser apóstoles también, enviados de Jesús.
Cristo también a nosotros nos envía y nos confía una misión, su mismo misión. El anuncio del Reino, la construcción del Reino de Dios día a día en nuestro mundo es nuestra tarea también. Un anuncio que tenemos que manifestar con nuestra vida. Nuestro actuar tiene que manifestar también las señales del Reino. Como los apóstoles que llevaban el mensaje de la paz, que curaban a los enfermos o echaban demonios.
Si nos hemos enriquecido con toda clase de bendiciones y de gracia en Cristo Jesús, como nos dice san Pablo en la carta a los Efesios, si hemos sido elegidos para ser consagrados, ser santos, para ser irreprochables en el amor, todo eso no lo podemos encerrar en nosotros mismos; si así se ha derrochado su amor en nosotros, ahora tenemos que llevarlo a los demás, tenemos que hacer partícipes a nuestro mundo de esa Sabiduría de Dios, de esa gracia; tenemos que decirle a los demás, también vosotros estáis salvados – ‘esa extraordinaria noticia de que habéis sido salvados’, como nos dice san Pablo -, también para vosotros es la salvación, el tesoro de la gloria de Dios.
Finalmente un detalle. En el envío que hace Jesús de los Doce, como hemos escuchado en el evangelio, vemos que Jesús les pide que lleven pocas cosas, ‘para el camino un bastón… unas sandalias, y nada más… ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja, ni una túnica de repuesto…’ ¿Qué querrán significar esas recomendaciones de Jesús?
El solamente nos pide disponibilidad para ir con corazón generoso a los demás; que no llevemos las ataduras de pesados bagajes o alforjas que nos impidan esa libertad de movimiento nacida del amor. No vamos a hacer ostentación de nosotros mismos ni de lo que nosotros valemos o podemos, sino que es el anuncio de Jesús y de su Reino lo que tenemos que trasmitir. Es a Jesús a quien anunciamos y en quien tienen que fijarse y a quien tienen que escuchar.
‘Ve y profetiza a mi pueblo…’ nos dice el Señor como al profeta. Las únicas señales que tenemos que dar son las del amor. ‘Curar enfermos, echar demonios, llevar el saludo de la paz’, como los apóstoles. Seremos profetas y cumpliremos la misión confiada si damos esas señales del amor. Esos signos de amor que tendrán que traducirse en tantas cosas buenas que podemos hacer por los otros en nuestro compartir generoso, en la misericordia de nuestro corazón, en la acogida sincera y auténtica de todo hombre como hermano, en la paz que trasmitimos desde la sinceridad de nuestro corazón, en tantas y tantos obras de misericordia que tenemos oportunidad de realizar cada día.