domingo, 12 de julio de 2009

Ve y profetiza a mi pueblo con las señales del amor que son las señales del Reino


Amós, 7, 12-15;

Sal. 84;

Ef. 1, 3-14;

Mc. 6, 7-13


‘El Señor me sacó de junto al rebaño y me dijo: Ve y profetiza a mi pueblo de Israel’. No era un profeta de lo que podríamos llamar de dedicación exclusiva. Era un pastor y un agricultor, ‘cultivador de higos’. El Señor le llama y le envía. Y El disponible para el Señor obedece y es fiel a la misión que se le ha confiado.
Por su parte en el Evangelio Jesús llama a los doce y los envía ‘de dos en dos’. No eran letrados ni maestros en Israel, no eran sacerdotes ni levitas, unos eran pescadores, otro un recaudador de impuestos, otros unas buenas gentes de Galilea, jóvenes inquietos que habían seguido con esperanza en el corazón al profeta de Nazaret que había surgido porque querían ver cumplidas sus esperanzas en el Mesías que había de venir.
Un día Jesús había pasado junto al lago mientras remendaban y repasaban las redes y la barca después de la pesca y los había invitado a seguirle para hacerlos pescadores de hombres; otro día había pasado junto a la garita del recaudador de impuestos y le había invitado a seguirle; otros se habían encontrado con Jesús en su búsqueda de algo nuevo y se habían ido con El. Ahora los llama por su nombre, los constituye apóstoles y los envía con autoridad sobre los espíritu inmundos a predicar la conversión y el perdón de los pecados, a anunciar que el Reino de Dios está cerca, y a curar enfermos y echar demonios.
¿Había sido lo que ellos aspiraban y soñaban? Inquietud había en sus corazones cuando se habían ido con Jesús. Eran jóvenes y sentían el deseo de algo nuevo y grande, algo que les había cambiar no sólo sus propias vidas sino que se sentían con fuerza para cambiar también muchas cosas. Jesús les había salido al paso y se los llevó con El; se dejaron cautivar por Jesús; surgía tanta esperanza en el corazón cuando escuchaban sus palabras. No se podían quedar amodorrados en lo que había sido su vida de siempre y no temían ponerse en camino. Tenemos que reconocer que eran audaces y valientes para emprender algo nuevo. Poco a poco la fe y el amor había ido creciendo en sus corazones por Jesús y ahora se veían embarcados en la tarea de anunciar y construir el Reino de Dios.
¿Qué soñamos y aspiramos nosotros? Seguro que tenemos el corazón lleno de buenos deseos. ¿Habrá ido creciendo también nuestra fe y nuestro amor por Jesús? El hecho de que cada semana al menos fielmente vengamos a estar con El en la Eucaristía puede ser un buen síntoma. También queremos seguir a Jesús y nos llamamos cristianos, o sea, sus discípulos, o lo que es lo mismo los que queremos seguir el paso del camino de Jesús. Con nuestras dudas, con nuestros miedos, con nuestras inquietudes, con nuestras debilidades, con nuestras luchas, con nuestros buenos deseos… ¿Seremos audaces como aquellos primeros discípulos para ponernos nosotros también en camino?
Queremos cada día crecer más y más en nuestra fe y en nuestro amor. Nos dejamos iluminar por su Palabra y nos queremos dejar caldear por el fuego de su Espíritu de amor. Pero todo eso no es para nosotros solos, para que nos enriquezcamos nosotros solos con su gracia. ¿Sentiremos también la llamada que nos impulsa hacia delante para ir al encuentro con los demás con la Buena Noticia de lo que vivimos? Tenemos que ser apóstoles también, enviados de Jesús.
Cristo también a nosotros nos envía y nos confía una misión, su mismo misión. El anuncio del Reino, la construcción del Reino de Dios día a día en nuestro mundo es nuestra tarea también. Un anuncio que tenemos que manifestar con nuestra vida. Nuestro actuar tiene que manifestar también las señales del Reino. Como los apóstoles que llevaban el mensaje de la paz, que curaban a los enfermos o echaban demonios.
Si nos hemos enriquecido con toda clase de bendiciones y de gracia en Cristo Jesús, como nos dice san Pablo en la carta a los Efesios, si hemos sido elegidos para ser consagrados, ser santos, para ser irreprochables en el amor, todo eso no lo podemos encerrar en nosotros mismos; si así se ha derrochado su amor en nosotros, ahora tenemos que llevarlo a los demás, tenemos que hacer partícipes a nuestro mundo de esa Sabiduría de Dios, de esa gracia; tenemos que decirle a los demás, también vosotros estáis salvados – ‘esa extraordinaria noticia de que habéis sido salvados’, como nos dice san Pablo -, también para vosotros es la salvación, el tesoro de la gloria de Dios.
Finalmente un detalle. En el envío que hace Jesús de los Doce, como hemos escuchado en el evangelio, vemos que Jesús les pide que lleven pocas cosas, ‘para el camino un bastón… unas sandalias, y nada más… ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja, ni una túnica de repuesto…’ ¿Qué querrán significar esas recomendaciones de Jesús?
El solamente nos pide disponibilidad para ir con corazón generoso a los demás; que no llevemos las ataduras de pesados bagajes o alforjas que nos impidan esa libertad de movimiento nacida del amor. No vamos a hacer ostentación de nosotros mismos ni de lo que nosotros valemos o podemos, sino que es el anuncio de Jesús y de su Reino lo que tenemos que trasmitir. Es a Jesús a quien anunciamos y en quien tienen que fijarse y a quien tienen que escuchar.
‘Ve y profetiza a mi pueblo…’ nos dice el Señor como al profeta. Las únicas señales que tenemos que dar son las del amor. ‘Curar enfermos, echar demonios, llevar el saludo de la paz’, como los apóstoles. Seremos profetas y cumpliremos la misión confiada si damos esas señales del amor. Esos signos de amor que tendrán que traducirse en tantas cosas buenas que podemos hacer por los otros en nuestro compartir generoso, en la misericordia de nuestro corazón, en la acogida sincera y auténtica de todo hombre como hermano, en la paz que trasmitimos desde la sinceridad de nuestro corazón, en tantas y tantos obras de misericordia que tenemos oportunidad de realizar cada día.

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