lunes, 13 de julio de 2009

Un Éxodo hacia la Pascua nueva y eterna y la paz para nuestro corazón

Ex. 1, 8-14.22
Sal. 123
Mt. 10, 34-11, 1


La Palabra de Dios que se nos propone en los textos sagrados de la liturgia de este lunes de la decimoquinta semana del tiempo ordinario merece que dividamos el comentario en dos partes
Por una parte en la primera lectura hemos comenzado la lectura del libro de Éxodo, segundo libro de la Biblia y del Pentateuco. Un texto importante que marca la historia del pueblo de Dios y que es también profundamente significativo para nosotros los cristianos. Éxodo es salida; es la salida del pueblo de Israel de la esclavitud que vivían en Egipto camino de la tierra que el Señor les había prometido dar. En textos escogidos durante muchos días iremos siguiendo los pasos de estos momentos tan importantes y significativos de la historia de Israel, el pueblo de Dios.
Hoy se nos narra precisamente esa situación de opresión que vivían en Egipto en donde el Señor hará surgir un libertador, Moisés, que los conduciría a la libertad de la tierra prometida a través del Mar Rojo y del Desierto. ‘Los egipcios les impusieron trabajos crueles y les amargaron la vida con dura esclavitud’, narra el texto sagrado.
Momentos significativos será la primera celebración de la Pascua, imagen de la pascua que cada año celebrarían lo judíos y signo y anticipo de la Nueva Pascua en la Sangre de Cristo con la que seríamos liberados de la peor esclavitud. Pero ya seguiremos meditando sobre ello.
El salmo es bien significativo – ‘nuestro auxilio es el nombre del Señor’ – por refleja la oración del pueblo oprimido pero que sin embargo se siente seguro porque su apoyo y su fuerza es el Señor. ‘Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte… bendito el Señor que no nos entregó en presa a sus dientes… hemos salvado la vida como un pájaro de la trampa del cazador…’
El evangelio viene a ser la conclusión de ‘las instrucciones que Jesús dio a sus discípulos’ después de haberlos elegido y antes de hacer su envío. Sin embargo las primeras palabras que nos dice Jesús hoy nos chocan y nos cuesta entender. ‘No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz: no he venido a sembrar paz, sino espadas’.
Nos parecen palabras en principio incongruentes, difíciles de entender. ¿No es Jesús el Príncipe de la paz anunciado por los profetas? ¿No cantaron los ángeles en su nacimiento la gloria de Dios en el cielo y la paz en la tierra para los hombres que Dios ama? ¿No es Jesús, como diría san Pablo, el que vino a derribar el muro que nos separaba con su sangre derramada, el odio, trayéndonos la reconciliación y la paz?
Tratemos de entender las palabras de Jesús y su sentido. De entrada tenemos que decir y reconocer que Jesús tiene que ser el centro de nuestra vida. El lo es todo para nosotros. Y como creyentes en Jesús nos hemos decantado por El, hemos hecho opción en nuestra vida por El, por su Evangelio, por su Reino. En esa opción por Jesús, El es lo primero para nuestra vida. Nos lo expresa por ejemplo cuando nos dice que ‘el que quiere a su padre o a su madre… a su hijo o a su hija… más que a mí, no es digno de mí…’ No significa que no tengamos que amar a nuestro padre, a nuestra madre, a nuestro esposo o esposa, a nuestro hijo, etc… sino que la fuente de ese amor, el principio por el cual yo voy a tener ese amor es Cristo, modelo, fuerza y ejemplo de lo será nuestro amor.
Cuando hacemos opción por Jesús y queremos seguirle radicalmente viviendo el estilo de vida que nos propone en el evangelio nos vamos a convertir en signo de contradicción para los que nos rodean. Serán muchos los que no nos comprenderán ni aceptarán esa nuestra manera de vivir. Nos rechazarán, y ese rechazo algunas veces nos puede venir desde los más cercanos a nosotros. ‘Los enemigos de cada uno serán lo de su propia casa’, nos dice. Por eso nos invita a tomar su cruz para seguirle, que no temamos la cruz, porque nos llevará hasta El y nos llevará a la vida.
En nosotros mismos además, cuando nos sentimos interpelados por Cristo, quizá no nos sintamos bien interiormente, o bien porque no estemos satisfechos de nosotros mismos, o porque se pueda producir una ruptura interior entre lo que desde Cristo veo que tiene que ser mi vida y lo que mis apetencias o mis pasiones me arrastran. Nos sentiremos inquietos y nos puede parecer que hayamos perdido la paz, pero seguro que al final la encontraremos en la medida en que nos sintamos totalmente cogidos por Cristo.
Cristo fue signo de contradicción, como ya lo había anunciado el anciano Simeón y unos quisieron seguirle y otros le rechazaron; unos lo buscaban y gritaban por El y otros lo llevaron al Calvario y a la muerte. Y el discípulo no es mayor que su maestro. El testimonio lo tenemos en tantos mártires a través de los siglos, pero podemos verlo de muchas maneras hoy en nosotros o en quienes nos rodean.
No es que Jesús no nos venga a traer paz, sino que nos anuncia que nuestra presencia va a producir esa división y esa ruptura que muchas veces puede ser incluso entre nuestros propios seres queridos. Cristo sí quiere nuestra paz, y El nos la da abundantemente allá en lo más hondo de nuestro corazón.

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