sábado, 20 de junio de 2009

Presumo de mis debilidades porque así residirá en mi la fuerza de Cristo

2Cor. 12, 1-10
Sal.33
Mt. 6, 24-34

Hermoso el mensaje que nos ofrecen los dos textos de la Palabra de Dios hoy proclamada, tanto el Evangelio como de la segunda carta a los Corintios.
Fijándonos de manera especial en este texto de san Pablo podríamos comenzar por preguntarnos quiénes son los que hoy se manifiestan como triunfadores en la vida. Los que presentan como poderosos, ricos de bienes materiales o pueden ofrecer muchos títulos acreditativos o con muchas recomendaciones, muy combativos de manera que no les importe eliminar a sus contrincantes, pareciera que tienen abierto el camino para el triunfo. Sin embargo el texto de la Palabra de Dios hoy nos ofrece otra visión y otros criterios.
San Pablo en esta carta que estamos comentando trata de describirnos cuál es la misión y la tarea de un apóstol presentándose a sí mismo como un apóstol enviado del Señor. Y aunque en un momento determinado pareciera que puede ofrecer los títulos de lo que él ha hecho – tendríamos que fijarnos en el texto de ayer, aunque por ser el día del Corazón de Jesús fue otro el que nos ofreció la liturgia -, y aunque ahora mismo pudiera hablar hasta de sus experiencias místicas, sin embargo quiere presentarse en medio de su debilidad, porque como nos dice lo que quiere manifestar por encima de todo es ‘la fuerza de Cristo’.
Podría presumir de muchas cosas, viene a decirnos, pero concluye: ‘lo que es yo, sólo presumiré de mis debilidades… muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo en medio de mis debilidades, de los insultos, de las privaciones, de las persecuciones y dificultades sufridas por Cristo…’
Y nos hace una confesión, como dice él ‘para que no tenga soberbia’. No sabemos a qué hace referencia en concreto de los aspectos de su vida, una enfermedad, una debilidad y discapacidad corporal, una tentación que sufran continuamente… ‘me han metido una espina en la carne: un emisario de Satanás que me apalea, para que no sea soberbio’. Dice cómo le pide continuamente al Señor verse libre de ello, pero el Señor le contesta: ‘Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad’.
Es el camino que nos ha enseñado Jesús en el evangelio. Camino que pasa por la humildad, por hacerse y sentirse el último. O como el mismo san Pablo nos dirá otra ocasión ‘ese tesoro lo llevamos en vasijas de barro’. Esos son los títulos para el triunfo, que sólo en Cristo podremos obtener de verdad. Pero es que así además es cómo podremos saborear el amor del Señor. ‘Gustad y ved qué bueno es el Señor’, que hemos dicho en el salmo.
Y es que nos sentimos amados y protegidos del Señor. Así conectamos con el evangelio de hoy que nos habla de la confianza absoluta que hemos de tener en la Providencia de Dios. Es el Padre bueno que nos cuida, nos protege, nos ama, nos libra del mal. En El tenemos que poner toda nuestra confianza. Y nos habla de los lirios del campo o de los pájaros del cielo. ‘No trabajan ni hilan…’ y las flores del campo se manifiestan en toda su belleza, ‘que ni Salomón, en todo su fasto, se vistió como uno de ellos,,, vuestro Padre celestial los alimenta… ¿no valéis vosotros más que ellos?... no andéis agobiados pensando qué vais a comer a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir… no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio…’
Recordemos que cuando Jesús nos enseña a orar – escuchamos el texto hace pocos días – y nos enseñó a pedir también por nuestras necesidades materiales, no nos dice que pidamos riquezas en abundancia que nos resuelvan la vida para siempre. Recordemos la parábola de aquel rico que lleno de una cosecha todos sus graneros pensando que ya tendría para toda su vida, pero aquella noche murió. Jesús nos enseña a pedir solo el pan de cada día. ‘El pan nuestro de cada día dánosle hoy’.
Cómo ha de ser nuestra confianza en la providencia del Dios, Padre bueno que nos ama y cuida de nosotros. ‘Buscad el Reino de Dios y su justicia que lo demás se os dará por añadidura’, terminará diciéndonos Jesús.

viernes, 19 de junio de 2009

Corazón de Jesús, santificación de los sacerdotes y Año Sacerdotal

Oseas, 11, 1.3-4.8-9
Salmo: Is. 12,
Ef. 3, 8-12.14-19
Jn. 19, 31-37


‘Sacaréis agua con gozo de la fuentes de la salvación’, repetimos en el salmo cuando hoy venimos a contemplar, celebrar y vivir todo el amor que se expresa en el Sagrado Corazón de Jesús.
En el evangelio hemos contemplado a Cristo en su agonía y muerte en la cruz por nuestro amor. Agonía de amor, entrega de sí mismo hasta el último suspiro como una exhalación de amor por nosotros. Pero Juan nos da un detalle muy significativo. ‘Uno de los soldados, con una lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua’.
De esa fuente de salvación queremos nosotros beber para calmar la sed en lo más hondo de nosotros mismos. El nos había dicho ‘el que beba del agua que yo le dará no volverá a tener sed… y surgirá dentro de él un surtidor que salta hasta la vida eterna’. Claro que entonces le tenemos que pedir. ‘Señor, danos de esa agua…’ como le pedía la samaritana.
Es una imagen de los sacramentos lo que estamos contemplando como expresaremos en el prefacio de la misa de hoy. Por eso queremos acercarnos con gozo para beber de esa fuente de la salvación. ‘El cual, con amor admirable, se entregó por nosotros, y elevado sobre la cruz hizo que de la herida de su costado brotaran con el agua y la sangre, los sacramentos de la Iglesia; para que así, acercándose al Corazón abierto del Salvador, todos puedan beber con gozo de la fuente de la salvación’.
Contemplar y celebrar al Corazón de Jesús es contemplar todo el inmenso amor de Dios por nosotros para dejarnos inundar por él. Es hermoso lo que hemos escuchado al profeta. ‘Con cuerdas humanas, con correas de amor lo atraía…’ nos dice. Nos habla de un amor de siempre, incluso cuando hemos estado en la esclavitud del pecado y de la muerte. Nos llamó, nos hizo hijos, nos enseñó a caminar. ‘Cuando Israel era joven lo amé, desde Egipto llamé a mi hijo. Yo enseñé a andar a Efraín, lo alzaba en brazos… se me revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas…’
Beneficios de amor para con nosotros, que podamos recibir de esta fuente divina una inagotable abundancia de gracia, como pedimos en la oración, que nos inflame de amor, que encienda en nosotros el fuego de la caridad.
Esta Jornada de hoy, día del Sagrado Corazón de Jesús, tiene también una connotación y un sentido eminentemente sacerdotal. Es la Jornada Mundial de oración por la santificación de los Sacerdotes. Pero es también la apertura del ‘Año Sacerdotal, promulgado por nuestro amado Papa Benedicto XVI, para celebrar el 150 aniversario de la muerte de San Juan María Bautista Vianney, el Santo Cura de Ars’. Esto citando textualmente algunos párrafos de la carta a los sacerdotes de todo el mundo del Cadenal Prefecto de la Congregación para el Clero con esta ocasión.
‘Deberá ser un año positivo y propositivo en el que la Iglesia quiere decir, sobre todo a los Sacerdotes, pero también a todos los cristianos, a la sociedad mundial, mediante los mass media globales, que está orgullosa de sus Sacerdotes, que los ama y que los venera, que los admira y que reconoce con gratitud su trabajo pastoral y su testimonio de vida’.
‘Este Año debe ser una ocasión para un periodo de intensa profundización de la identidad sacerdotal, de la teología sobre el sacerdocio católico y del sentido extraordinario de la vocación y de la misión de los Sacerdotes en la Iglesia y en la sociedad’.
‘El Santo Padre, en su discurso de promulgación durante la Asamblea Plenaria de la Congregación para el Clero, el 16 de marzo pasado, dijo que con este año especial se quiere “favorecer esta tensión de los Sacerdotes hacia la perfección espiritual de la cual depende, sobre todo, la eficacia del ministerio”. Especialmente por eso, debe ser una año de oración de los Sacerdotes, con los Sacerdotes y por los Sacerdotes; un año de renovación de la espiritualidad del presbiterio y de cada uno de los presbíteros’.

Con san Pablo en su carta a los Efesios concluyo esta reflexión: ‘Que el Señor, de los tesoros de su gloria, os conceda por medio de su Espíritu robusteceros en lo profundo de vuestro ser, que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento; y así lograréis abarcar lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, comprendiendo lo que trasciende toda filosofía: el amor cristiano. Así llegaréis a vuestra plenitud, según la plenitud total de Dios’.

jueves, 18 de junio de 2009

Padre, hágase tu voluntad…

2Cor. 11, 1-11
Sal. 110
Mt. 6, 7-15


‘Cuando recéis no uséis muchas palabras como los paganos, que se imagina que por hablar mucho les harán caso… vosotros rezad así: Padre nuestro del cielo…’
Una palabra nos enseña Jesús a decir. Una palabra que es mucho más que una palabra. Una palabra y nos basta. Es la misma que empleaba Jesús para dirigirse al Padre y nos la enseña a nosotros. Repito, una palabra y nos basta, si fuéramos capaces de decirla con la misma intensidad, con el mismo amor que la pronunciaba Jesús.
Todos conocemos el ejemplo mil veces repetido de la buena mujer que decía que no sabía orar porque cuando decía Padre ya no sabía decir más y se quedaba extasiada saboreando que Dios es su Padre. La mejor oración. La que tenemos que aprender a decir nosotros. Claro que no podemos decirla si el Espíritu no está en nosotros y nos dejamos conducir por El. Es que nos da esa posibilidad porque nos llena de la vida de Jesús para hacernos a nosotros hijos; es el que clama en nuestro corazón para poder decirla con toda hondura.
‘Padre, aquí estoy para hacer tu voluntad…’ decía el Hijo al entrar en este mundo, como nos recuerda la carta a los Hebreos. ‘Mi alimento es hacer la voluntad del Padre’, dirá Jesús cuando los discípulos andan preocupados por comidas terrenales y de aquí abajo.
‘Padre, perdónales porque no saben lo que hacen…’ es el grito de amor de Jesús desde la cruz para darnos a todos la salvación, el perdón, la vida. ‘Padre, que pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya…’ será el grito desgarrador de Jesús antes de comenzar su pasión que ya le hacía sufrir por nosotros hasta sudar gotas de sangre, la que sería su sangre derramada por nosotros, la Sangre de la Alianza Nueva y eterna.
‘Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu’, será el grito de la ofrenda del sacrificio, en el que todo estaba consumado, porque la vida estaba entregada y la salvación para nosotros ya alcanzada.
‘Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has revelado estas cosas a los sencillos y a los humildes…’ exclama Jesús bendiciendo al Padre del cielo que así se nos revela y se nos manifiesta.
Y ‘Padre’, nos enseña a decir Jesús a nosotros, ‘hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo’. Por eso cuando rezamos la oración que Jesús nos enseñó tenemos que aprender a decirlo como Jesús. La voluntad de Dios, no la nuestra. Aunque nos cueste sangre y sacrificio. Es la ofrenda de amor que también nosotros tenemos que hacer.
Mucho nos daría para reflexionar todo esto que nos enseña Jesús. Me encontré con un texto de un santo Doctor de la Iglesia, san Cipriano, con un hermoso comentario sobre la oración del padrenuestro del que no me resisto a transcribir alguno de sus más hermosos párrafos.
La voluntad de Dios es la que Cristo cumplió y enseñó. La humildad en la conducta, la firmeza en la fe, el respeto en las palabras, la rectitud en las acciones, la misericordia en las obras, la moderación en las costumbres; el no hacer agravio a los demás y tolerar los que nos hacen a nosotros, el conservar la paz con nuestros hermanos; el amar al Señor de todo corazón, amarlo en cuanto Padre, temerlo en cuanto Dios; el no anteponer nada a Cristo, ya que El nada antepuso a nosotros; el mantenernos inseparablemente unidos a su amor, el estar junto a su cruz con fortaleza y confianza; y, cuando está en juego su nombre y su honor, el mostrar en nuestras palabras la constancia de la fe que profesamos, en los tormentos, la confianza con que luchamos y, en la muerte, la paciencia que nos obtiene la corona. Eso es querer ser coherederos de Cristo, esto es cumplir el precepto de Dios y la voluntad del Padre”.
Ojalá siempre le demos esa hondura al rezo de la oración que Jesús nos enseñó.

miércoles, 17 de junio de 2009

No nuestra gloria sino la gloria del Señor

2Cor. 9, 6-11
Sal. 111
Mt. 6, 1-6.16-18


En la sociedad competitiva en la que estamos pareciera que algunos viven una alocada carrera de méritos. No digo que para determinadas competencias no haya que hacerlo, pero ya sabemos cómo en cualquier parte te exigen un currículum vital donde se resalten los merecimientos que cada uno tenga o crea tener en virtud de su preparación, lo que se haya realizado, las capacidades y las cualidades.
A todos nos gusta por otra parte se reconozcan nuestros méritos, lo que somos o lo que hayamos hecho y, como se suele decir a nadie amarga un dulce, queremos vernos reconocidos, aplaudidos y halagados.
Sin embargo, parece que Jesús nos enseña hoy otro estilo de hacer las cosas en la humildad y el silencio y sin la búsqueda de reconocimientos humanos. ¿Dónde hemos de buscar nuestra recompensa? ¿en la alabanza de los hombres? ¿hacemos sólo las cosas para que nos vean buscando la alabanza y el aplauso?
‘Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial’, nos dice Jesús hoy.
Cuando hagas el bien no vayas tocando las trompetas para que todo el mundo se entere de lo bueno que eres… ‘Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha…’ nos viene a decir Jesús.
Habla Jesús de los hipócritas y su fariseísmo que solo hacen las cosas buscando reconocimientos humanos. Nos habla de la limosna, y de la oración, y del ayuno y de cualquier obra buena que hagamos. ‘No seáis como los hipócritas a quienes les gusta rezar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas para que los vea la gente’. Lo importante no es nuestra gloria sino la gloria del Señor.
Que no se nos suba el pavo por aquello bueno que hacemos, que no busquemos esos orgullos y vanaglorias humanas. Nuestro premio y recompensa está en el Señor. ‘Que tu ayuno lo note tu Padre que está en lo escondido; y tu Padre que ve en lo escondido, te recompensará’. Pero ¡ojo!, que la recompensa del Señor, El nos la dará a su manera y cuándo y cómo quiera El.
No nos creamos, por otra parte, tan autosuficientes y orgullosos por aquello que hacemos que vayamos reclamándole los premios a Dios, poco menos que haciendo una lista de las cosas buenas que hacemos como si fuera un memorando que presentamos, y por lo que queremos ahora todas las bendiciones de Dios, incluso en lo material. Tentación tenemos de decir cuando nos vienen situaciones difíciles con todo lo bueno que yo he hecho y mira lo que estoy recibiendo.
Pero tampoco con una falsa humildad tapemos tanto lo bueno que hacemos que no sea motivo para que todos demos gloria a Dios por ello. El ejemplo lo tenemos en María. Ella glorifica al Señor porque en ella, en su pequeñez, hizo el Señor cosas grandes. Y también Jesús nos dice que nuestra luz debe alumbrar para que cuando los demás vean nuestras buenas obras glorifiquen al Padre del cielo. No tardaremos mucho en escuchar esto en la lectura continuada del evangelio que estamos haciendo.
Todo siempre para la gloria de Dios.

martes, 16 de junio de 2009

La plenitud en un nuevo estilo de amor

2Cor. 8, 1-9
Sal. 145
Mt. 5, 43-48

Ya hemos escuchado que no vino a abolir la ley sino a dar plenitud. ‘No penséis, nos decía, que he venido a abolir la ley o los profetas: no he venido a abolir sino a dar plenitud’.
Hoy nos viene dar la altura de esa plenitud, la altura, la meta, el ideal a imitar está en Dios. ‘Por tanto, sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto’. El listón está colocado bien alto, donde está la mayor plenitud, que es en Dios. No nos extrañe, entonces, lo que anteriormente nos había propuesto. Lo que ayer escuchábamos de romper la espiral de la violencia, como reflexionábamos. Y no nos extrañe lo que hoy nos propone.
Es que Jesús nos está hablando del amor donde encuentra plenitud la ley; del amor donde está la plenitud del hombre y de la persona; del amor en ese estilo nuevo que es el estilo de Jesús, es el estilo que nos propondrá en el evangelio.
Hoy nos habla del amor a todos y en concreto del amor a los enemigos. Porque ya no es amor a los amigos, a los que nos aman o nos caen bien; no es el amor al otro como simple correspondencia al amor que el otro nos pueda tener. Es el amor al otro aunque no se sea correspondido, e incluso, aunque no sea amado sino mas bien odiado, porque sea mi enemigo. Bueno, tendríamos que decir, que ya entre los que seguimos a Jesús a nadie podremos considerar enemigos, porque todo hombre, sea quien sea, es mi hermano.
‘Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian…’
Fijémonos en lo que nos dice: amar a los enemigos… hacer el bien a los que nos aborrecen… y rezar por los que nos persiguen y calumnian… Esto último tendría que ser algo a tener muy en cuenta, lo de ser capaces de rezar por aquellos que nos hacen daño. Quizá el autor sagrado cuando nos trasmite el evangelio y lo redacta estaban viviendo en la Iglesia tiempos difíciles de persecución, y por eso insiste en la referencia a los que son perseguidos y calumniados. Pero es algo que nos viene bien recordar siempre porque son situaciones por las que en unos momentos u otros pasamos o podemos pasar.
No es fácil en esas situaciones hacer esto que nos pide Jesús en el evangelio, tenemos que reconocer, y puede resultar hasta heroico el hacerlo, pero, ¿quién nos dijo que nosotros, los cristianos, tenemos que hacer sólo lo que todos hacen o lo que hace cualquiera?
Jesús a continuación nos lo dice. Si hacemos lo que todos hacen, ¿qué mérito tenemos? ‘Así, nos dice, seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos’. Como recordamos antes, nos propondrá al final que seamos perfectos como nuestro Padre del cielo. Pero nos dice más: ‘Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos… los gentiles? Y si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario?’
Es la ley del amor que nos dará la mayor plenitud. Es el amor que envolverá nuestra vida y nos hará verdaderamente grandes. Pero será un amor que sólo podremos vivir con su fuerza, con la fuerza de su Espíritu. Será algo por lo que tenemos que orar mucho. Para que nunca nos falte esa fuerza del Señor.

lunes, 15 de junio de 2009

El ahora de Dios en el ahora del hombre para no echar en saco roto la gracia de Dios

2Cor. 6, 1-10
Sal. 97
Mt. 5. 38-42
‘Ahora es el tiempo de la gracia, ahora es el día de la salvación… os exhortamos a no echar en saco roto la gracia de Dios…’ Un saco roto no nos vale para nada. Todo lo que echemos en él se perderá.
Y cada día, en cada momento está el ahora de Dios que es también el ahora para el hombre; el ahora de la gracia que Dios nos da; que nos llama; que nos invita; que nos fortalece; que nos previene; que ilumina nuestra vida. Pero ese ahora no lo podemos echar en saco roto, dejarlo para después. Porque la gracia del ahora es irrepetible. Es importante que le demos importancia a este ahora. Que lo aprovechemos.
Y llega a nosotros de muchas maneras. Las gracias actuales de Dios se nos manifiestan de muchas maneras. Puede ser la Palabra proclamada solemnemente en una celebración, o escuchado allá en el silencio de nuestro cuarto en la intimidad del corazón, puede ser esta palabra que ahora por este medio, en esta lectura pudiera llegar a tu vida. Ahí, aquí, ahora puede estar una invitación del Señor, una gracia de Dios.
‘Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero’, se nos decía en la aclamación del aleluya antes del evangelio hoy. Si no tenemos luz y caminamos a oscuras nos estamos exponiendo a muchos tropiezos y peligros. Necesitamos una luz para el camino de nuestra vida. Y esa luz la tenemos en la Palabra de Dios. Por eso cada día nos dejamos iluminar. Y es importante esa luz que recibamos en cada momento de forma concreta. Ese ahora de Dios y ese ahora del hombre, como venimos reflexionando. Y en el evangelio resuena de una forma clara y concreta para las situaciones en que nos vamos encontrando en la vida. Con sinceridad, sin miedos, sin temores, sin complejos tenemos que ir a dejarnos iluminar por esa luz.
El texto del evangelio de hoy nos puede parecer hermoso pero al mismo tiempo utópico, porque ¿quién va a poner realmente la otra mejilla cuando le hayan hecho daño en una? Es lo que primariamente pensamos al escuchar el texto del evangelio.
Escuchémoslo directamente. ‘Sabéis que está mandado: ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo: no hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñalo dos; a quien te pide, da; y al que te pide prestado, no lo rehuyas’.
Si es que él no me saluda ni me habla… si es que él me dijo o me hizo… si es que él me hizo daño… si es que es un pesado y no hay quien lo aguante… si es que… Siempre pensamos que es el otro el que comenzó a obrar mal y cómo no le voy a responder con la misma manera. Siempre esperamos que el otro comience la obra buena, para yo entonces hacer lo mismo…
Jesús lo que nos está enseñando es que rompamos esa espiral de la violencia, del desamor, del responder con acritud, de la pasividad… Ya sabemos lo que es una espiral, comienza por un punto pero a cada vuelta se va agrandando más y alejándose cada vez más de aquel punto central o haciéndose cada vez mayor. Empezamos por un mal gesto de uno de los dos, pero a lo que el otro responde con otro gesto semejante o mayor y así se van agrandando y agrandando las violencias y las discordias, los distanciamientos o los orgullos que han nacido en nuestro corazón.
La única espiral que tendría sentido sería la del amor. Un amor que nos haga ser humildes, que nos haga abajarnos de nuestros orgullos. Un amor que tome la iniciativa para responder bien a lo mal que nos hayan podido hacer. Es el camino que nos enseña el evangelio. Es el camino verdadero del amor cristiano.
Ahora, hoy llega esta luz de la Palabra para iluminar los caminos y senderos de nuestra vida. No echemos en saco roto esta gracia de Dios.

domingo, 14 de junio de 2009

El sacramento de nuestra fe y nuestro amor


Ex. 24, 3-8;
Sal. 115;
Hebreos, 9, 11-15;
Mc. 14, 12-16.22-26



‘Este es el sacramento de nuestra fe… este es el Misterio de la fe…’
aclamamos en el centro de la plegaria eucarística. Es lo que hoy repetimos y queremos hacerlo con toda la intensidad de nuestra vida y de nuestra fe.
Hoy es la fiesta de la Eucaristía. Una fiestea especial que nació sobre el siglo XIII como una necesidad de proclamar la fe en el Sacramento de la Eucaristía. Errores teológicos o herejías, negación del misterio eucarístico y pérdida de fe en la Eucaristía y pérdida de fe en general del pueblo de Dios hicieron necesaria entonces esta fiesta como creo que es necesaria también hoy. Tenemos que celebrar - y hacerlo públicamente y con toda solemnidad - esta fiesta del Cuerpo y de la Sangre de Cristo en su presencia real y verdadera en el Sacramento de la Eucaristía; pero tenemos que cuidar al mismo tiempo que no nos quedemos en lo externo y en lo menos principal y no proclamemos de verdad ante el mundo lo que es la Eucaristía.
Sacramento de nuestra fe… Fe que necesitamos proclamar en este sacramento admirable. ¿Por qué admirable? Lo decimos así en la oración litúrgica. Grande es el Misterio que en él se realiza. Y ante el Misterio, la fe. Un poco de pan y vino que son para nosotros Cristo mismo, su Cuerpo verdadero, su Sangre verdadera, su Cuerpo entregado, su Sangre derramada. ‘Esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros… Esta es mi Sangre, la Sangre derramada, la Sangre de la Alianza nueva y eterna…’ Así lo hemos escuchado en el evangelio hoy. Así tenemos que proclamar nuestra fe.
Este es el Sacramento de nuestro fe… Es Cristo mismo que se hace comida y que se hace bebida. Para que tengamos vida, y vida para siempre. ‘Mi Carne es verdadera comida y mi Sangre es verdadera bebida… quien come mi Carne y bebe mi Sangre habita en Mí y yo en él… tendrá vida para siempre…’ Como decimos en una antífona de esta fiesta, ‘Sagrado banquete en que Cristo se nos da en comida’ .
Este es el Sacramento de nuestra fe… Cristo que se ha entregado, que ha derramado su Sangre, que es la Sangre de la Alianza nueva y eterna, se nos ofrece para que comamos de este Sacrificio. Sacrificio de redención y sacrificio de comunión.
Por ese sacramento admirable en que se celebra el memorial de la pasión. ‘Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz…’ cada vez que comemos del Cuerpo del Señor y bebemos su sangre, estamos anunciando ‘la muerte del Señor hasta que vuelva’. ‘Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección…’ que aclamamos en la plegaria eucarística. ‘Se celebra el memorial de su pasión’ que decimos en la oración y en una antífona del día.
Pero es también, como hemos dicho, Sacrificio y Sacramento de comunión. Comunión porque comemos a Cristo, presente sacramentalmente en el pan y vino de la Eucaristía que es para nosotros el Cuerpo y la Sangre del Señor. Pero es Sacramento y Sacrificio de comunión porque al comulgar a Cristo, comulgamos también al hermano, porque al entrar en comunión con los hermanos entraremos verdaderamente en comunión con Cristo. Y tiene que darse esta comunión con los hermanos para que haya comunión verdadera con Cristo.
Hoy es el día de la fe pero necesariamente tiene que ser día del amor. Y es que no sólo estamos contemplando y celebrando el amor de Cristo que así se nos da, sino porque necesariamente tenemos que estar comprometidos en el amor, celebrando ese amor de comunión verdadera que queremos tener con los demás, y porque estamos alimentando y fortaleciendo ese amor para que sea verdadero y para que sea duradero. Y es que si no hay ese amor no puede haber Eucaristía verdadera.
Hoy es la fiesta del amor, de la caridad, que es el amor sublime según el estilo de Cristo. Y esto tenemos que expresarlo de forma viva en nuestra vida. Se nos pide hoy mirar a la cara, a los ojos, al hermano, el hombre o mujer que está a tu lado cada día o con el que te cruzas en cualquier momento en el camino de la vida. Mirarlo a la cara, mirarlo a los ojos para decirle con toda sinceridad – no con palabras bonitas, sino con hechos concretos – que le amas porque también él es tu hermano. Si le miras a la cara se lo tienes que decir con sinceridad. Si le miras a los ojos no podrán ser sólo bonitas palabras sino algo más.
Y ese hermano puede estar solo, sufriendo en su soledad; o ese hermano está tendiendo su mano para pedirte un poco de pan, pan material que llene su estómago hambriento, o el pan de tu sonrisa, de tu cariño, de tu tiempo, de tu palabra de ánimo o consuelo… muchas clases de pan puede estar necesitando en este mundo, que decimos ahora, de crisis económica, pero también de crisis de valores verdaderos; cuántas crisis por la carencia de tantas otras cosas que pueden necesitar para recobrar su dignidad de tantas maneras escachada. Seamos realistas con lo que sucede en nuestro mundo y nosotros podemos estar haciendo también.
Mírale a los ojos a tu hermano con sinceridad y sabrás el pan que él puede necesitar de ti. Y mira luego si puedes venir a comulgar el Cuerpo de Cristo o celebrar esta fiesta de la Eucaristía mientras no brindes el pan de tu amor al hermano que está a tu lado.
Un último aspecto de la Eucaristía que celebramos. La Eucaristía, el banquete sagrado en el que participamos ahora es ‘la prenda de la gloria futura’, es el anticipo de la participación ‘en el banquete eterno del cielo’, es el comenzar a pregustar ya ‘la gloria del cielo’. ‘Ven, Señor Jesús’, decimos en la aclamación eucarística. Que ‘experimentemos constantemente en nosotros los frutos de la redención’, como hemos orado hoy.
‘Sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura’.