domingo, 6 de diciembre de 2009

Vino hoy la Palabra del Señor y todos verán la salvación de Dios


Baruc, 5, 1-9;
Sal.125;
Filp. 1, 4-6.8-11;
Lc. 3, 1-6

La Palabra de Dios no tiene fecha de caducidad; pero la Palabra de Dios sí tiene una fecha de realización. ¿Cuál es esta fecha? Hoy. Es el hoy salvador de Dios en mi vida. Es el hoy en que me llega esta Palabra de Dios que me anuncia un mensaje de salvación y me da la salvación. Mañana será camino de plenitud total.
Hemos escuchado en el principio del evangelio: ‘En el año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea…’ y así ha seguido dándonos los datos concretos históricos y religiosos del mundo y del pueblo de Israel de aquel momento concreto, ‘…vino la Palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto’.
Pensemos en nuestro momento histórico y religioso, a nivel personal y como comunidad, pues hoy, viene la Palabra de Dios sobre nosotros, sobre ti y sobre mí, aquí cuando esta mañana estamos viviendo esta celebración de la Eucaristía – quienes leen esta reflexión por otro medio distinto de la celebración, por ejemplo, por correo electrónico o en el blogs de internet u otros medios, sientan de la misma manera este hoy de la Palabra que llega a su vida -. Vivimos nuestras circunstancias concretas, con nuestra historia personal concreta, pero a nosotros personalmente nos ama el Señor y a nosotros personalmente nos llega esta Palabra que el Señor tiene que decirnos, y además en esta comunidad concreta donde vivimos y celebramos nuestra fe.
La Palabra que el Señor nos dirige en este segundo domingo de Adviento sigue siendo una invitación a la esperanza y a preparar nuestro corazón al Señor que llega a nuestra vida. Una esperanza que nos llena de alegría, porque así es en toda verdadera esperanza. Tenemos la certeza del Señor que llega a nuestra vida y realiza maravillas en nosotros. Nos invita a despojarnos, como nos dice Baruc ‘del vestido de luto y de aflicción y vestir las galas perpetuas de la gloria que Dios nos da; envuélvete, nos dice, en el manto de la justicia de Dios y ponte a la cabeza la diadema de la gloria perpetua…’
¿Cuáles son esos vestidos de luto y aflicción? Lejos de nosotros la desesperanza, la tristeza depresiva, las miradas negativas, las actitudes pasivas y paralizantes, los lamentos compulsivos. Quien cree y espera en el Señor no puede cargar de tintes negros su vida sino que en el esperanza, por muy duros y difíciles que sean los momentos por los que haya que pasar, tenemos una certeza en el corazón que nos hará caminar con ilusión y con coraje. Estamos seguros de quien nos fiamos; estamos seguros de la salvación que Dios nos ofrece.
Son otras las vestiduras con que hemos de vestirnos y adornar nuestra vida, ‘galas perpetuas de la gloria de Dios… manto de la justicia de Dios… diadema de gloria perpetua…’ nos decía el profeta. Esa justicia de Dios es su santidad y su gracia, su misericordia y su benevolencia, su luz y su esperanza, su perdón y su vida, la vida nueva que nos da. Es un querer vestirme de Cristo, de su gracia, de sus virtudes, de su justicia, de su santidad. Es vestirme de su amor para llenar mi corazón de solidaridad, misericordia, compasión. Como decía Pablo en la carta a los Filipenses: ‘ésta es mi oración: que vuestra comunidad de amor vaya creciendo más y más en penetración y sensibilidad’. Así vayamos creciendo nosotros en amor y santidad.
Todo esto nos está pidiendo una actitud de conversión profunda en nuestro corazón. Hemos escuchado a Juan el Bautista, ‘que recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en los oráculos del profeta Isaías…’ Ya el evangelista nos señala que Juan es el anunciado por el profeta como ‘la voz que clama en el desierto’ para preparar los caminos del Señor. A través de él también nos llega a nosotros esa misma invitación. Invitación a la conversión, a dejarnos transformar por el Señor, a quitar esos vestidos de luto que antes decíamos y a vestirnos con las vestiduras de la gloria del Señor.
No podemos hacernos sordos a esa invitación. No podemos dejar pasar ese hoy de Dios que llega a mi vida con su salvación. Viene a nuestro encuentro y nos trae vida y gracia. No cerremos las puertas, no cerremos los oídos, no nos cerremos a esa gracia de Dios. Todavía quedan muchos trajes de luto y aflicción en nuestra vida. ‘Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Y todos verán la salvación de Dios’.
¿Nos creemos en el camino recto? ¡Ojalá! Pero si con sinceridad miramos nuestra vida nos daremos cuenta de cuántas cosas tenemos que corregirnos, cuántas tenemos que mejorar, cuántas tenemos que hacerlas nuevas en nuestra vida. ¿Sabéis una cosa? El camino que tenemos que recorrer – aunque sea preparar los caminos del Señor que llega a nuestra vida – no es otro que seguir el camino de Cristo mismo. El nos lo dice en el Evangelio. ‘Yo soy el camino, y la verdad, y la vida’. Es vivir a Cristo; es poner como una plantilla sobre nosotros – plantilla que es Cristo mismo – para calcar en nosotros la vida de Cristo. Preparar el camino del Señor no es otra cosa, entonces, que querer cada día conocer más y más a Cristo, para poder reflejarlo totalmente en nuestra vida. Y eso lo hacemos de su mano – El nos guía – y con la fuerza y asistencia de su Espíritu.
Así, como nos dice hoy san Pablo en la carta a los Filipenses, ‘llegaréis al Día de Cristo limpios e irreprochables, cargados de frutos de justicia, por medio de Cristo Jesús, a gloria y alabanza de Dios’.
¿No tendremos que decir en verdad, como hemos cantado en el salmo, ‘el Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres’? Como decía el salmista todos tienen que reconocerlo y así tenemos nosotros que proclamarlo a pleno pulmón. ‘Todos verán la salvación de Dios’.

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