domingo, 8 de marzo de 2009

con mirada limpia contemplaremos gozosos la gloria de tu rostro

Gén. 22, 1-2.9-13.15-18
Sal. 115
Rm. 5, 31-34
Mc. 9, 2-10


La experiencia de los apóstoles en lo alto del Tabor fue única e impactante. ‘Subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo…’ Pero además la aparición de Elías y Moisés. Y ‘la voz que salió de la nube: este es mi Hijo amado; escuchadlo’.
‘¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas…’ Luego Jesús les hablaría de la resurrección de entre los muertos ‘y discutían que querría decir aquello de resucitar de entre los muertos’. Tampoco habían entendido poco antes cuando Jesús les había hablado de su entrega en manos de los gentiles, de su condena a muerte en la cruz y de su resurrección a los tres días. No era fácil.
Pero ellos bajaron impresionados. ¿Transfigurados también? Cuando Moisés bajó del monte tras contemplar la gloria del Señor allá en el Sinaí y hablar cara a cara con el Señor, su rostro resplandecía, de manera que los judíos le pidieron que su cubriera el rostro con un velo, porque el resplandor hería sus ojos. ¿Tendríamos quizá nosotros que resplandecer de la misma manera en nuestro rostro, o en nuestra vida tras contemplar la gloria del Señor?
Estamos llamados, sí, a contemplar el rostro glorioso del Señor. Contemplar el rostro glorioso del Señor y dejarnos nosotros también transfigurar por El. Bueno, eso es lo que hemos pedido en la oración litúrgica, aunque hay unos pasos que dar para llegar a contemplarlo. ‘Tú que nos has mandado escuchar a tu Hijo, el predilecto, alimenta nuestro espíritu con tu palabra y así con mirada limpia contemplaremos gozosos la gloria de tu rostro’.
Las voz del cielo nos señalaba a Jesús, Hijo eterno de Dios, Palabra que hemos de escuchar. Pues así tenemos que alimentarnos de su palabra para que lleguemos, contemplando su gloria, a sentirnos nosotros también transfigurados.
Como diremos en el prefacio, ‘tras anunciar su muerte a los discípulos, les mostró en el monte santo el resplandor de su gloria, para testimoniar, de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la resurrección’. Por eso hoy cuando estamos casi aún en el inicio de la cuaresma que nos prepara para la pascua contemplamos a Cristo transfigurado en el Tabor. Es el anticipo de lo que va a ser la gloria de la resurrección. Nos recuerda entonces la pascua que nosotros hemos de vivir para llegar a sentirnos nosotros transfigurados en Cristo resucitado.
¿Cómo es esa pascua que hemos de vivir? ¿Cuál es la pasión y muerte que en nosotros se ha de realizar?
Nos lo enseña la actitud de Abrahán, que hemos escuchado en la primera lectura. ‘Aquí estoy’, fue la respuesta repetida de Abrahán ante la llamada del Señor, ante lo que Dios le pedía. ‘Aquí estoy’ y Abrahán, el hombre de la fe que un día fiado de Dios se había puesto en camino, ahora le ofrece lo que Dios le pide. Ofrece a Dios aquel que era la esperanza del cumplimiento de las promesas divinas: ‘Serás padre de un pueblo numeroso’. Ofrece a Dios lo que más quería, el hijo de sus entrañas, el hijo de la promesa. Es el ofrecimiento de su yo más personal y profundo, sus proyectos y deseos, sus esperanzas más hondas son ofrecidas en sacrificio a Dios. Es la obediencia de la fe. ‘Aquí estoy’.
Hermosa lección. Hermosa ofrenda que hemos de saber hacer igualmente nosotros a Dios. Es la ofrenda de amor de nuestra vida. Es la ofrenda de nuestro yo para abrirnos totalmente a lo que es la voluntad de Dios para nosotros. Y esto muchas veces nos duele porque tenemos nuestros deseos y proyectos, porque nos parece que nuestro camino es el mejor. Es también nuestra obediencia de fe. Es ese despojarnos de nosotros mismos. Porque en la medida en que seamos capaces de despojarnos de nosotros mismos más será el resplandor de nuestra vida con los resplandores de la resurrección.
No es fácil hacer esa ofrenda. Como doloroso tuvo que ser para Abrahán. Como no es fácil entrar en el desierto o subir a la montaña. Ya vimos a Jesús el pasado domingo en el desierto de la cuarentena y lo vemos hoy en la montaña alta del Tabor. También nosotros tenemos nuestras tentaciones y nuestras dudas, nuestras reticencias y hasta nuestras huidas cuando llega la hora de la negación de nosotros mismos, en la hora de la entrega radical del amor. No siempre terminamos de tenerlo todo claro. Como los discípulos que no entendían lo de la resurrección porque no les cabía en la cabeza que Jesús había de pasar por la pasión y la muerte.
Y la cuaresma para nosotros tiene que tener mucho de desierto y de montaña. De esfuerzo y superación, de sacrificio y de ofrenda de amor, que nos purifique, que nos desinstale de nuestros apegos, que nos conduzca a una vida nueva.
Nos queda escuchar a Jesús. ‘Este es mi hijo predilecto; escuchadle’, nos decía la voz del Padre desde lo alto. Escuchar a Jesús es seguirle para decir como Abrahán ‘aquí estoy’. Escucharle es hacernos uno con El también en su pasión y en su cruz. Escucharle es dejarnos transfigurar por El; que su Espíritu nos inunde y nos transforme. Escucharle es ponernos en camino para vivir su Pascua.
Es lo que queremos hacer de manera intensa en esta cuaresma. Es lo que tiene que ser el alimento diario de nuestra vida.

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