sábado, 11 de enero de 2025

La humildad, el mejor antídoto para curar nuestros males, desprendernos de nuestros orgullos, entrar en camino de sanción y saborear de verdad lo que es el amor

 


La humildad, el mejor antídoto para curar nuestros males, desprendernos de nuestros orgullos, entrar en camino de sanción y saborear de verdad lo que es el amor

1Juan 5, 5-13; Salmo 147; Lucas 5, 12-16

Muchas cortinas ponemos en las ventanas de la vida. ¿Por qué no queremos que entre el sol, que entre la luz? ¿Por qué queremos ocultar nuestras vergüenzas, como solemos decir, aquellas cosas que hemos acumulado en la vida y de lo que no nos sentimos contentos? Siendo sinceros con nosotros mismos tenemos que reconocer que ponemos muchos velos en tantas cosas que no queremos que se sepan de nosotros; siempre tenemos algo que ocultar, algo de lo que nos avergonzamos, pero no lo queremos reconocer. Es dura esa catarsis que tenemos que hacer de nuestra vida y no siempre nos encontramos con valor.

Es importante la sinceridad con que vamos por la vida, porque nos sentiremos liberados de tantos pesos muertos que vamos acumulando en nosotros. Es cierto que nos duele, por la vergüenza que podamos pasar, el que alguien descubra o nos haga descubrir la realidad de nuestra vida, pero sin eso no nos podemos sanar. Si estamos enfermos y por la vergüenza que nos produce reconocer nuestra enfermedad o incluso contar con el médico, no nos podremos sanar y siempre seguiremos con esa herida sin curar, que nos va a producir más daño en nuestra vida.

El evangelio nos habla hoy de un leproso que valientemente se atrevió a acercarse a Jesús delante de toda la gente para reconocer que estaba leproso y que Jesús podía curarle. Siempre insistimos cuando comentamos este texto en ese reconocer el poder de Jesús y no nos hemos fijado suficientemente en ese detalle del leproso que reconoce su enfermedad.

En aquellos tiempos era una vergüenza terrible, porque además se consideraba un castigo de Dios – y si era castigo por algo sería, pensaban – y los leprosos eran confinados en lugares apartados a los que ni siquiera a los familiares más cercanos se les permitía acercarse. Y este leproso no tiene temor de reconocer su enfermedad y decirle a Jesús que puede curarle con una fe grande. Su reconocimiento era el primer paso de su curación.

¿Qué sería lo que nosotros tendríamos que reconocer? Este pasaje del evangelio es todo un signo también para nosotros hoy. No solo fue en aquel momento signo de la salvación y liberación que Jesús venía a traer – escuchamos hace poco el relato de la proclamación del profeta en la sinagoga de Nazaret que nos hablaba de esa liberación. Enfermedades del alma, enfermedades del espíritu, cosas que nos oprimen por dentro y no nos dejan tener la paz que deseamos, actitudes y postura que vamos tomando en la vida en nuestra relación con los demás, actitudes egoístas e insolidarias que nos aparecen continuamente y no sabemos superar, apariencias de las que nos envolvemos que como aquellas cortinas de las que hablábamos con las que vamos tapando tantas cosas de nuestra vida para dar una buena imagen, esa falta de autenticidad y sinceridad que tenemos para no reconocer lo que necesita curarse en nuestra vida.

¿Seremos capaces de una vez por todas de acercarnos a Jesús y con valentía decirle también que estamos enfermos y El puede curarnos? ¿Qué hacemos tantas veces incluso cuando vamos al sacramento de la Penitencia donde aunque decimos que somos pecadores y vamos a pedir perdón en el reconocimiento de nuestras faltas y pecados envolvemos lo que decimos en bonitas palabras para no decir al pan, pan y al vino, vino con total sinceridad?

La humildad es el mejor antídoto para curar nuestros males, porque nos hace bajarnos de nuestros orgullos; si no hay verdadera humildad no habremos entrado en el camino de sanción y liberación que Jesús nos ofrece; solo desde una autentica humildad comenzaremos a saborear de verdad lo que es el amor, para dejarnos amar, para sentirnos amados, y para poner todo nuestro amor en los demás y en lo que hacemos.

‘Sí, quiero, queda limpio’, nos dirá Jesús. Ojalá podamos escucharlo.

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